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El blues del desierto

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Cantan en tamashek. Se llaman tuareg y los llamaron bereberes, una de las tantas transformaciones de la vieja palabra “barbaroi” con que los griegos llamaban a los extranjeros y que el tiempo opuso a “civilización”, aquella que, para los romanos, designaba a quienes vivían en la ciudad, la “civis”. Fueron nómades, habitaron el amplio territorio del Sahara, al sur del Trópico de Cáncer y al norte de Costa de marfil y Nigeria, y fueron tan perseguidos por la invasión árabe del Siglo VIII como por la posterior colonización francesa.

La mayoría habita en Mali y en Níger, la zona más pobre del continente más pobre. Y su música, Tishoumaren –una nueva música a la que el mundo conoce como “blues del desierto”–, nació en Libia, en los campos de entrenamiento de las milicias de Gadaffi, uno de los pocos lugares donde los jóvenes tuareg consiguieron trabajo. Al fin y al cabo, esa palabra, tishoumaren, que designa un estilo donde se mezclan guitarras eléctricas distorsionadas, el tambor y el laúd de tres cuerdas de Mali, textos que hablan de liberación y rebelión –y a veces de amor–, frases de blues y ritmos norafricanos, proviene del francés chômeur, que significa “desempleado”.

“Oh, mundo, por qué sos tan selectivo sobre los derechos humanos?”, se pregunta el guitarrista y compositor Mdou Mocbar en “Modern Slaves”, una de las canciones del recién publicado Funeral for Justice.  “Mi gente está llorando mientras ustedes se ríen”.

El grupo que toca allí, junto Mocbar, a quien llaman “el Jimi Hendrix del Sahara”, está conformado por Ahmoudou Madassane en guitarra rítmica, el baterista Souleymane Ibrahim y el bajista y productor Mikey Coltun. Tres de ellos nacieron en Níger y el cuarteto, que hace un año estaba de gira en los Estados Unidos, tenía agendado el regreso a ese país. Nada de eso sucedió de acuerdo con lo previsto: un golpe militar de ultraderecha sacudió a Níger, los músicos no pudieron volver allí, siguen en Norteamérica y se vieron obligados a recaudar dinero vía GoFundMe para poder viajar, aún sin tener muy claro adónde. La entrada del blues del desierto en el mercado internacional, por su parte, había comenzado unos diez años atrás, de la mano de Sahel Sounds, un sello discográfico de Portland, Oregon. Su fundador, Christopher Kirkley, viajo a Mali en 2008 buscando conectarse con el guitarrista Afel Bocum, discípulo dilecto de una de las leyendas de la música de esa región africana, Alí Farka Touré. Acabó viajando por Mali, Níger y Mauritania y recolectando canciones de los celulares de los músicos que iba conociendo. Y, ya de regreso, en 2011, publicó una antología, Music of Sahara cellphones.

El blues es, por naturaleza, una música nómade. Y una música de esclavos. Pero, como sucede con las culturas, ese campo en que hablar de apropiación resulta redundante, sus raíces son complejas de rastrear. Obviamente allí están presentes las inflexiones microtonales de las músicas del centro africano, tasladadas de la voz a los instrumentos –la corneta de Louis Armstrong y su mímesis con la voz de Bessie Smith en la grabación de 1925 de “St. Louis Blues”; el estirar las cuerdas de la guitarra en la fecunda tradición de ese instrumento dentro del género–.

Pero el blues, esa clase de canciones cuyo nombre se asociaba a la tristeza, era ya una música afroamericana. Allí puede rastrearse cierta clase de baladas inglesas y escocesas. Y, a diferencia de mucho del folklore americano de raíz afro, las referencias más antiguas y las primeras grabaciones de campo muestran letras en inglés. Pero la segunda migración fue tal vez la más significativa para el futuro del género. Los soldados negros norteamericanos, en la posguerra, llevaban discos de blues. Y, en particular en Inglaterra, los jóvenes sin padres, enojados con un mundo bastante incomprensible y con unas reglas que habían llevado al mundo conocido por ellos a una destrucción sin precedentes –también moral– encontraron en esa música –y en esa rebeldía– un campo fértil. Hace sesenta años, en su primer disco, The Rolling Stones grababan un tema de Muddy Waters, “I Just Want To Make Love To You”.  Y en la diferencia entre ambas versiones puede leerse lo que sería el blues inglés. Esa clase de blues que, finalmente, llegó al Sahara.

En el blues tuareg aparece como signo inevitable la impronta de los guitarristas ingleses –incluyendo allí a Jimi Hendrix, un estadounidense impregnado de psicodelia londinense–. Y, sin duda, la influencia de John Mayall, el patriarca que acaba de morir a los 90 años y por cuyos grupos pasaron Eric Clapton y Jack Bruce (antes de fundar Cream), Peter Green, John McVie y Mike Fleetwood (antes de crear Fleetwood Mac), Mick Taylor (antes de reemplazar al fallecido Brian Jones en The Rolling Stones) y Jon Hiseman y Dick Heckstall-Smith (antes de crear Colosseum).

El mapa sahariano –la tercera gran migración del blues– no podría estar completo sin Tinariwen, el grupo fundado en los campos de entrenamiento de Gadaffi –su último disco es Amatssou, publicado el año pasado–. Ni tampoco debería obviarse al más reciente Tamikrest, al notable guitarrista Bombino (Omara Moctar) y al primer grupo femenino del género, Les Filles de Illighad, liderado por la guitarrista Seidi Ghali.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/