Durante los últimos casi tres lustros, la gestión de la ciudad de Buenos Aires le borró a sus habitantes la memoria y la identidad de un plumazo. La obturó con el profuso marketing de un así llamado progreso que no persigue el bienestar general. Culmina en una imagen, un significante vacío que brilla estático en una caterva de falsas promesas de gestión y sustituye la real dimensión de la irrecuperable pérdida: el espacio público. Ese espacio que nos hace participar de la diversidad en un proyecto común como seres políticos que sienten, piensan, razonan, preservan y comparten la raíz de un lazo social. Eso que nos convierte en una comunidad.
“Entender es entender lo que está puesto en juego”, decía Hannah Arendt. Sustraernos del sentido comunitario es la raíz de la concepción de progreso del extractivismo. En este caso, del extractivismo urbano: acumulación privada por desposesión de bienes públicos. Es el despojo de lo que, por derecho, es de todos y culmina, indefectiblemente, en el acaparamiento de capital en beneficio de escasos inversores.
La concepción de “progreso” del extractivismo convierte a los bienes reales en bienes simbólicos. Troca valor de uso por valor de cambio. No importa la huella ecológica depredadora del fracking, no importan los residuos de cianuro y otros químicos que deja la minería a cielo abierto, no importa la desertificación del suelo que espanta a los pequeños agricultores engrosando las villas miseria de los centros urbanos, no importan las malformaciones genéticas y el cáncer que sufren los pueblos fumigados. No importa que la costa del Río de la Plata vaya a estar inundada en 25 años... Sigamos construyendo torres a la vera de la ribera porteña, construcciones que, como dice Saskia Sassen: “No importan como viviendas sino como inversiones”.
En quince años se construyeron 30 millones de metros cuadrados de inmuebles, estadios, centros de convenciones en la ciudad de Buenos Aires. Casi en su totalidad producto de la especulación inmobiliaria. Mientras tanto, la población de carenciados que viven en las villas creció un 60%.
En toda noción de espacio público subyace la de bien común. Aplicado al espacio urbano, sería todo ámbito no-privado en el que por un período de tiempo intercambian personas de diferente origen e intereses al amparo de una vaga noción de identificación o pertenencia. Lo público, lo no-ajeno está afuera de nuestra casa y al mismo tiempo nos contiene. Es subjetividad compartida y propiedad no exclusiva. Por más que sea un espacio de multiplicidad identitaria, nos representa a todos. Cuando las ciudades tienen alma, están pobladas de lugares donde la diversidad de personas, de espacios y de tiempos diferentes se articulan para remitirnos al pasado, contenernos en el presente y proyectarnos hacia un futuro de convivencia posible. Es precisamente lo que perdió esta Buenos Aires descuartizada por el afán de “ponerla en valor”.
Sentir Buenos Aires
Mi historia personal con Buenos Aires es la de un amor aprendido. Tal vez porque no se nace amando una ciudad, se la ama en retrospectiva, a partir de esos instantes de epifanía donde el descubrimiento de una huella nos hace sentir el tiempo, la eternidad prestada del Aleph en una viejo sótano de Balvanera. Se la ama a través del descubrimiento renovado de sus atmósferas, del aroma de los tilos en diciembre o la de las tipas lloviendo sobre el boulevard de la calle Olleros. Se la ama, sobre todo, a través de las huellas del pasado. Y cuando desaparecen las huellas, se pierde el alma urbana, la reverberancia de la identidad en la que nos amparamos y nos sentimos en casa.
Hoy solo puedo recuperar la ciudad en las imágenes que evoco. El paisaje de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud y de mi temprana madurez ha desaparecido. Aquello que me contenía se ha transformado en intemperie. Es como si hubiese perdido las partes que me constituían y solo pudiera recuperarlas en fragmentos de María Elena Walsh, Cátulo Castillo, Carriego, el Jorge Asís de Fe de ratas, tantísimos otros. Y, por supuesto, Borges. El que a los dieciocho años volvía de Ginebra y descubría la inefable devoción por algo esencialmente propio:
… y divisé en la hondura
los naipes de colores del poniente
y sentí Buenos Aires.
¿Tienen alma las ciudades? ¿Existe en el tiempo o el espacio de una ciudad un momento, una imagen, una escena en la que podemos reconocernos más allá de lo aleatorio del presente? ¿Qué define la pertenencia sin la necesidad de apropiarnos de lo que por sí es nuestro y le pertenece a todos? El alma de una ciudad es aquello que no comparte con ninguna otra. Es su especificidad, no en el sentido de una clasificación objetiva, sino en ese conjunto de imágenes, traza humana, colores, olores, paredes o idiolectos por los cuales se sabe, o más bien, se siente… estamos en casa. La ciudad es el ancho hogar recorrido por otros antes y después. La ciudad con alma se lee con todo el cuerpo, como un gran texto en el que se comparten los trazos de la pertenencia. Cuando una ciudad tiene alma, sus habitantes son baqueanos de un territorio inconmensurable, abierto, misterioso y recóndito que transfiere permanentemente relatos de otras vidas: las propias, las ajenas, tanto da, porque el pasado se comparte y es también parte de cada uno. La ciudad con alma es la del aquí vivieron. Es lo contrario al desierto, al paisaje sin testigos, a la desmemoria, al borrón y cuenta nueva, a la página en blanco.
Solastalgia, un neologismo creado por el geógrafo y filósofo australiano Glenn Albrecht, intenta explicar la inefable angustia de vivir en un territorio sacrificado por el extractivismo.
La ciudad tan celebrada por sus artistas se ha vuelto ajena. Ha perdido su existencia previa, el imaginario tangible que le confirió carácter, esencia y personalidad. Cobró la impronta hueca de un lugar en su grado cero de significado, pareciéndose a las ciudades en serie donde se lleva a turistas celosamente custodiados a contemplar la pobreza o el color local.
Vivimos en grandes y crecientes territorios de sacrificio. En 2015 los científicos participantes de la cumbre climática de París declararon que a la temperatura del planeta le faltaban solo 0,5 grados centígrados para que ingresáramos a un mundo totalmente desconocido. Con grandes sismos, inundaciones, sequías y, sobre todo, la destrucción de especies biológicas que hicieron posible la vida tal como la conocimos. El colapso ecológico ya llegó, sostienen Maristella Svampa y Enrique Viale en su deslumbrante análisis de la situación actual, publicado recientemente por Siglo XXI.
Para referirse al extrañamiento que produce ese mundo en el que ya vivimos, en Esto cambia todo Naomi Klein recurre a un concepto creado por el geógrafo y filósofo australiano Glenn Albrecht. Se trata de un neologismo, Solastalgia, que intenta explicar la inefable angustia de vivir en un territorio sacrificado por el extractivismo. Es el sentimiento de estar dentro de nuestra casa sin reconocerla. Una sensación de “ajenidad” dentro de lo conocido que ya no nos pertenece ni nos cobija como antes. Es la pérdida del terruño habitual, una suerte de habitar en la distopía del presente sin entenderla. Una realidad corrida de su eje.
Cuando hablo de ruinas soy parte interesada. El sur del Bronx, donde pasé mi infancia y juventud, es hoy una de las mayores ruinas urbanas recientes después de Beirut. Esto escribía Marshall Berman en su grandioso libro Todo lo sólido se desvanece en el aire (1982). Sus postulados urbanos están basados en la experiencia infantil de convivir con la permanente destrucción y desintegración de su entorno. Desde muy temprano percibió los cambios abruptos y los interpretó como un ¨lúgubre proceso de acumulación y destrucción de riqueza¨, tanto, que llegó a referirse a un “urbicidio” para dar cuenta del asesinato de una ciudad producto de las malas políticas de planeamiento que destruyen los espacios públicos y el tejido social urbano. La autopista diseñada por el urbanista Robert Moses le había quebrado su infancia, le había destruido ese amparo comunitario que se siente al convivir en una multiplicidad étnica, cultural o religiosa compartiendo un destino común.
Y si de ruinas se trata, nuestro presente es ese Ángel de la historia de Walter Benjamin inspirado en el famoso grabado de Paul Klee. La interpretación que el filósofo hace del grabado es, se diría, el apocalipsis actual: un ángel de azorados ojos bien abiertos mira hacia el pasado. Desde allí le llueven escombros que le van cubriendo los pies hasta las alas, de modo que ya no podrá desplegarlas nunca más. Del pasado sopla un feroz viento huracanado. Ese viento, ese huracán, dice Benjamin, es el progreso.
GM