“El baño es sólo para clientes, por protocolo Covid”, me contestó detrás del mostrador un empleado sin barbijo, en una pizzería de Juramento casi Cabildo a fines de 2020. “Si compro una porción, ¿no tengo el virus?”, le retruqué. Después me fui. No me la iba a agarrar con un trabajador que no creó esas reglas. Pero me quedé pensando en ese tema que sigue siendo una cuenta pendiente en grandes ciudades, entre ellas Buenos Aires: los baños públicos.
Quizás porque tomo mucha agua y necesito uno seguido, o porque ahora tengo amigos con hijos y veo cómo sufren más su falta, o porque quiero hablar sobre lo que (por desidia o pudor) no se habla tanto. Por la razón que fuere, vengo investigando sobre baños públicos hace al menos una década. Y hoy escribo de esto, fundamentalmente, porque pasan los años y la situación sigue igual o peor.
Hubo un proyecto para que haya sanitarios en todas las estaciones de subte. Hay una ley (la 6.107, de 2018) que dispone la creación de baños públicos en cada parque porteño de tres o más hectáreas. Hay una ordenanza (la 46.798, de 1993) que obliga a los comercios gastronómicos a prestarlo a cualquier persona que lo pida. Y, en la práctica, hay una privatización de esta demanda, con restaurantes y bares que obligan a consumir para acceder a esas instalaciones, y el extremo de cadenas que bloquean sus baños con contraseña.
Buenos Aires fue pionera en esta materia. Su primera gran ola de baños públicos fue en 1872, con mingitorios de madera y chapa en avenidas como la actual Alem, o en plazas como Lorea y Suipacha. Medio siglo después, el Gobierno de la Ciudad promulgó una ordenanza para la construcción de sanitarios subterráneos en espacios verdes. Tenían accesos por escalera parecidos a las bocas de subte, como aún puede verse por ejemplo en Plaza Irlanda, sobre la avenida Gaona.
De esa ciudad con impulso higienista y modernizador se fue pasando a una rezagada tanto en expansión de baños como en su mantenimiento, incluso ruptura de mandatos legislativos mediante.
Hoy hay baños públicos en estaciones de trenes, terminales de micros, teatros públicos, parques (Saavedra, Centenario, Saint Tropez y nueve más), tramos bajo viaducto como el pasaje Via Viva y poco más. Una parte en condiciones edilicias y de higiene cuestionables, o con horarios limitados. Mientras tanto, el olor a pis se siente cada vez más en la Ciudad, fruto del naturalizado hábito masculino de orinar sobre paredes, árboles y containers de basura.
A nivel mundial, el subte cubre esta necesidad de forma parcial. En Buenos Aires, en sólo un tercio. Según la concesionaria Emova, 31 de las 90 estaciones de subte tienen baño, la mitad de los que había en 2019 en datos brindados por Metrovías.
Hay algo peor que la falta de un baño público: que haya uno pero esté cerrado. Al menos cinco baños del subte están en reparación. Para los que funcionan, hay que pedir llave al personal de la estación porque “los sanitarios son altamente vandalizados”, remarcan desde Emova.
Mientras tanto, en festivales públicos en la calle sí hay baños en cantidad. ¿Por qué se instalan sólo en eventos y no para la vida diaria? Quizás tenga que ver con el tabú en torno a esta función corporal. O sobre todo con los costos de construcción y mantenimiento, igualmente siempre inferiores al beneficio social que dan. O con la mencionada razón de peligro de vandalismo o de “uso indebido”.
Pero ningún argumento sería posible sin el hábito estatal de pasar por alto esta necesidad en la planificación urbana. No se trata de negar algo simplemente porque se va a arruinar. En todo caso, podrían implementarse medidas de seguridad y aprender de casos de éxito de otras ciudades y complementar con campañas para fomentar su cuidado.
Sixto Cristiani es consultor en urbanismo y el año pasado analizó cuánto costaría cumplir con la ley 6.107 y qué porcentaje del presupuesto del ministerio implicaría. “Cuando hablamos de baños públicos, estamos reivindicando la ciudad como un lugar para toda la ciudadanía, que no está mediado por el consumo. No tenerlos dificulta el disfrute de la ciudad. Pero lamentablemente este tema no está en el ideario público. La ley no se cumple”, sentencia.
Así es como, en el espacio público, el baño se ve como un extra optativo cuando en realidad debería ser un servicio esencial nacido de una necesidad universal. Es un acto privado e íntimo cuya imposibilidad en buenas condiciones expone a cierta vulnerabilidad.
Esto es aún más grave para las mujeres, que lo usan más seguido, en parte porque desempeñan tareas de cuidado en mayor proporción que los hombres. O para quienes lo requieren por cuestiones médicas como diabetes o trastornos intestinales, de vejiga o de próstata. O para quienes restringen la toma de líquidos para no verse obligados a buscar uno, lo cual en algunos casos puede acarrear problemas de salud. Los turistas también sufren esta ausencia, sobre todo los venidos de ciudades donde abundan los baños de acceso público, como Tokio, París, Madrid, Viena o Berlín.
Somos ciudadanos de segunda cuando no nos queda otra que usar un baño en mal estado, preso de un círculo vicioso de deterioro: más sucio está, menos cuidados recibe y más gente evita apoyarse en su taza, lo que multiplica las salpicaduras.
Del mismo modo, todos nos alegramos de ver un baño público en buenas condiciones y así lo cuidamos más. Más de uno aceptaría dar plata a cambio de usarlo, aunque el tema del pago sea otro debate. En cualquier caso, hacemos el esfuerzo de recordar dónde queda aquel que encontramos en buen estado.
La calidad del espacio público también es la de sus baños. Que sigan siendo una cuenta pendiente da cuenta de la degradación generalizada de la experiencia humana en los espacios públicos. La disponibilidad de un baño fuera de casa es lo que hace posible no sólo salir de ella sino también vivir y recorrer la ciudad. Más allá de una razón biológica, es una cuestión de dignidad.
KN/DTC