Un candidato más o menos
Vine a Miami tres días por trabajo, y mi novio me pregunta si hay clima de elecciones. No sé qué contestar, aunque supongo que la respuesta es no, porque yo prácticamente me había olvidado. Digo, igual, que no sé qué contestar, porque no sé efectivamente qué tendría que estar buscando. No veo carteles ni gente entregando panfletos de ningún tipo, pero calculo que ese tipo de intervenciones tienen poca importancia en una ciudad en la que la gente se la pasa arriba del auto. Voy caminando a un shopping, a un barrio y a otro en las horas libres que tengo. Nada hace pensar que esta noche sea distinta de todas las noches. De la gente con la que hablo (periodistas, freelancers que trabajan para mi editorial, productores audiovisuales, una amiga, algunos conocidos) todos votan, pero nadie nació acá. Hablan del asunto con una ajenidad intermedia. Saben que el resultado es importante, y les preocupa, pero la sensación es que todo es culpa de otros. La política como una catástrofe natural: nada de esas autocríticas o las preguntas sobre cómo llegamos hasta acá que nos hicimos los argentinos del mal hace ya casi un año.
La Argentina es un país completamente sobrepolitizado, para bien o para mal: lo que nosotros llamamos “clima de elecciones” probablemente sería considerado psicosis colectiva en casi cualquier otro lado, y así y todo, creo que si uno hiciera un viaje a Buenos Aires como el que hice yo a Miami, sin entrar a casas de locales ni ir a reuniones sociales, sería difícil también sentirlo. En las democracias liberales la calle nunca fue un ágora griega, pero tampoco estuvo jamás más lejos de serlo que hoy. El clima de elecciones ya no está en el mundo real: está en Internet, más que en ninguna otra parte, y con todos los defectos del caso. Igual que en cualquier asamblea de facultad, los intensos de un lado y de otro están sobrerrepresentados (en eso no se diferencia mucho el mundo de los átomos del de los píxeles), y la “gente normal” en cambio se ve rodeada, como si fuera su cumpleaños, de un halo de protagonismo y misterio.
Pero vuelvo: tengo la sensación de que cuando se trata de mi país la calle y la experiencia del día a día me dan algún tipo de termómetro para entender qué tan lejos están los extremos del centro. En el caso de las elecciones norteamericanas, en cambio, me cuesta entender cuáles de las preocupaciones de los cronistas son lógicas y cuáles son producto de pasar demasiado tiempo entre gente demasiado parecida. Leo varias columnas y tweets en inglés que se preguntan por un tipo de voto que me desconcierta: el votante de izquierda que no va a votar porque piensa que es más importante que los demócratas seas castigados que evitar una victoria de Donald Trump. No parece fácil medir cuántas son estas personas, pero tampoco es tan sencillo descartar que sea un problema real. Pienso en el último ballotage en Argentina, que tuvo una participación del 76,3% del padrón (la segunda más baja desde 1983), y entiendo que más allá de las particularidades locales y circunstanciales de cada país se puede hablar de algo global. Una nota que leí en la revista The New Yorker se titulaba “The Perils of the Good Enough Candidate”, “los peligros de un candidato suficiente”. No sé por qué di por hecho que se iba a tratar de lo que yo quería que se tratara: la dificultad de las personas para estar satisfechas con un candidato imperfecto. De hecho no solo no se trataba de eso, sino que era un caso de esto mismo que señalo: la idea, bastante rara desde mi punto de vista, de que era importante aceptar y difundir (¡en la misma semana de la elección!) que la principal virtud de Kamala Harris era no ser Trump, porque de otro modo la próxima vez que un demócrata medio pelo se enfrentara a algo menos aterrador que Trump no tendría ninguna chance. No discuto aquí la tesis de que Harris fuera una o no una buena candidata (yo, personalmente, creo que lo es) sino la idea de que hay que sumarle esa cantidad de paréntesis a una campaña electoral, como si se tratara de una letra chica, un disclaimer o un aviso sobre la posibilidad de cambiar un producto si no fuera a funcionar como es debido; la idea, en otra palabras, de que una elección se trata de algo más que de elegir al candidato menos peor.
La sensación, cuando leo discusiones en Twitter sobre las elecciones, es que muchos quieren aplicar a la política esa misma forma de pensar: enloquecer encontrando un candidato que piense lo mismo que ellos, sobre todos en los temas relevantes y, si eso no es posible, sustraerse del juego. No elegir, no conversar, no hacerse cargo
Un amigo una vez me relató la definición de cura que le dio su psicoanalista: un paciente puede tener el alta una vez que se da cuenta de que tiene un trabajo más o menos, una pareja más o menos, una familia o menos y un analista más o menos. Esto fue hace ya muchos años, diez o más: me temo que nuestro clima social y económico genera subjetividades que están cada vez más lejos de esta especie de aceptación que te pide el psicoanálisis (y, en parte, quizás, en eso se juega su pérdida relativa de popularidad). “Lo que hay” ya no le alcanza a nadie: si esto es lo que hay ni vengo, piensa la gente, y así se van retirando gradualmente de los espacios compartidos, sean sociales, públicos o políticos. Pienso que lo veo más acentuado en Estados Unidos porque las lógicas que vienen del consumo están mucho más exageradas acá que en un país como el mío. De hecho, el razonamiento “si no te gusta ni vengas” está mucho más en línea con una democracia con voto optativo que con una de sufragio obligatorio. Y digo que son lógicas que vienen del consumo porque lo que siento es que la brecha entre el modo en que consumimos y el modo de vida que necesitamos para hacer política están llegando a una brecha quizás insalvable.
Ya nadie está dispuesto a tener un analista más o menos, un par de zapatillas más o menos, una pareja más o menos o un colegio más o menos: hemos aceptado colectivamente que es más lógico volverse loco buscando la pareja perfecta, el analista perfecto, las zapatillas perfectas y el colegio perfecto (y volver locos a todos los que nos rodean en el proceso) que intentar acomodarse a lo que la vida nos ofrece. La sensación, cuando leo discusiones en Twitter sobre las elecciones, es que muchos quieren aplicar a la política esa misma forma de pensar: enloquecer encontrando un candidato que piense lo mismo que ellos, sobre todos en los temas relevantes y, si eso no es posible, sustraerse del juego. No elegir, no conversar, no hacerse cargo. Pero ahí está la belleza de la tragedia: la política es hoy, quizás, el dominio de la vida que más se resiste a ser incorporado a esa estructura. Sigue habiendo pocas opciones, y una fecha clara para decidirse por uno. La perfección, igual que en el resto de la vida pero mucho más claramente aquí, no existe como horizonte: es curarse o quedarse afuera.
TT/MF
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