Hay algo en común que tenemos los televidentes de la serie de Richard Gadd, Bebé Reno. Y son esas preguntas punzantes que nos suelen aparecer hacia el final y que ahí se quedan, como estampitas. ¿Por qué me impactó tanto esta historia? ¿Por qué dejé que entrara a lo profundo de mi psiquis de esta manera? ¿Cuánto tengo de Donny, o de Martha, incluso de Teri? ¿Alguna vez fui tan perseguida por alguien? ¿Alguna vez hice sentir a alguien tan asfixiado? ¿Me hubiera dado cuenta? ¿Qué hubiera hecho en el lugar del perseguido? ¿y del perseguidor? ¿Hubiera enloquecido totalmente hasta desconfiar de mi propia realidad? ¿Quién fui yo? ¿Quién soy yo? ¿Quién seré?
La historia distribuida en ocho capítulos fue algo así como un suceso internacional, lo cual da a pensar que ese aluvión de preguntas también lo fue. Richard Gadd tiene treinta y cinco años, –mi edad– pero parece de muchos más, al menos para mí. Un rostro afilado en huesos y con una especie de preocupación milenaria, como alguien que nació con demasiada información. No todos supimos, de entrada, que esta historia de persecución de Martha hacia Donny era un caso real, y mucho menos que el mismísimo Donny era el productor, guionista, y actor de la serie de los eventos más traumáticos de su propia vida. La dirección estuvo a cargo de Werónica Tofilska y Josephine Bornebusch. Y claro, es difícil que pueda salir mal. Alguien que conoce la verdadera raíz de su desesperación no puede tener insipidez cuando la interpreta, aunque sean tres, cuatro, cinco tomas. Sabe lo que dijo, cómo lo dijo, y por qué. Richard Gadd es alguien que vio absolutamente vulnerada su confianza y ahora convirtió esa rotura en oficio. Su fuente de trabajo principal pareciera ser, entonces, la apertura total de su intimidad. Sin dejar ninguna confesión por fuera. Las cortinas se abrirán por completo y dejarán entrar los rayos UV hasta rasguñarle los ojos.
En el recorte citadino y personal que pude hacer yo, identifiqué algunas cosas a partir del golpe extremo de la serie. Estamos agobiados de ver historias basadas en hechos reales y sin embargo, esta despuntó. Por ejemplo, pensé en qué poco me había detenido a pensar en el irrisorio lugar que ocupa la verdadera intimidad en la contemporaneidad. En que todos esos instantes de videos o fotos que compartimos en Instagram, Tik Tok, Twitter e infinitos etcéteras, están configurando personalidades de gente que probablemente ya no somos, con vidas que tenemos pero no tanto, vistas por otra cantidad de gente que no sabemos quiénes son, dónde están, y si acaso les importamos. Si un día un extraño nos increpara en algún punto cualquiera de la ciudad, contándonos detalles acerca de nosotros, sería una escena horripilante pero totalmente posible. Probablemente ese extraño haya hecho muy poco esfuerzo para saberlo todo de nosotros. Está todo ahí, liberado y azaroso, como si haber conformado nuestra propia línea de vida se resumiera en una navegación de minutos en Google que puede resumirlo todo. Lo que me lleva a esa famosa escena de la película Lost Highway de David Lynch, del año 98, en la que Bill Pullman es increpado por Robert Blake en una fiesta en una casa en algún lugar estilo Texas, con casas prefabricadas, tan noventosa que duele. Como si lo conociera de toda la vida, se le acerca mirándolo a los ojos, como si fuera directamente a matarlo pero todavía no. Y sin decirle hola le asegura que se conocen de antes, en su propia casa, pero Bill por supuesto no lo recuerda, porque ese rostro redondo y arrugado es algo que nunca vio en su vida. Pero Robert insiste y le dice algo así como qué pena que no te acuerdes, porque por ejemplo, ahora mismo estoy en tu casa. ¿Cómo en mi casa? Le pregunta Bill, sobrador, como si le estuviera gastando una broma, y Robert vuelve: En tu casa. Llamame. Y le alcanza un Movicom del noventa y cinco y Bill llama, porque claro, ¿qué otra cosa podría hacer? Se acaba de cruzar con un petiso de cara blanca que parece un mimo a punto de entrar a escena, y al cabo de dos tonos, es la voz del mismísimo Robert la que atiende la llamada: Te dije que estaba acá. Y así como en las historias de Instagram, Tik Tok, Twitter o la mar en coche, estar allá, haber estado, o ahora estar en otra parte, es todo lo mismo. Creemos saber quién es una persona, o donde estuvo, aunque en el fondo no sepamos nada en absoluto.
O pongo este ejemplo personal. ¿Qué pasaría si escribiera una ficción que se publica en una editorial de amplia llegada? Una novela en la que pasan cosas que inventé, casi en su totalidad, y es leída por mucha gente. ¿Qué pasaría si un extraño me encontrara en un espacio de escritura compartida, y me compartiera su material para que le de algún comentario? ¿Qué pasaría si ese material fuera algo así como una reescritura, impávida, de mi propia novela? No podría pensar que eso no es una chanza, una cizaña muy bien formulada. ¿Por qué alguien haría eso? ¿Y si yo tuviera que leer todo su texto hasta el final, fingiendo un interés que no tengo, de esa broma de mal gusto en la que mis personajes son los mismos que los suyos pero bajo su ala, o su pluma, haciendo otras cosas, un poco más escabrosas, salidas de una mente que pareciera ser como un túnel fundido en una oscuridad que sigue y sigue y sigue y no termina nunca? Ese extraño que cree conocerte por algunas cosas que leyó de vos, para configurarse una personalidad tuya que a sus ojos es completamente sólida y que hace sentido. ¿Quién es uno en esos instantes de intimidad rasgada? ¿Quién era Donny cuando Martha lo esperaba sentada en la parada del colectivo enfrente de su casa, durante toda la noche, para hacerle saber que estaba dispuesta a morir de neumonía, solo para ha-cer-le sa-ber? ¿Qué es esa falsa sensación de pertenencia que generan las redes, y por defecto, la época en la que vivimos? Porque si estamos tan cerca, casi pisándonos los talones en ese bar en el que esa chica X acaba de tomarse esa foto que subió a la red, ese bar que queda tan cerca de mi casa y al que podría ir y saludarla, y acaso hacerme amiga suya porque vi que compartimos algunos intereses, si son solo unas cuadras, unas pocas cuadras que nos distancian de una vida plena, juntas y hermanadas, por qué no acercarme? Si estamos tan cerca, por lo que vi en su Instagram, ¿por qué no podríamos estarlo más? ¿Quién nos prohíbe la cercanía? ¿Qué es el consenso cuando todo está tan falsamente incorporado?
Y yo sigo preguntando: ¿Qué era la intimidad cuando todavía no existían las redes? Algo así como de tiempo completo. Porque en este presente, lo íntimo es todo eso que hacemos fuera de internet. Lo que decidimos no mostrar. Lo que dejaremos en mute. La intimidad ya no es un derecho adquirido. La intimidad, ahora, es una decisión. Tan pero tan cerca y tan pero tan rápido, que ya no hay nada. Se va. Se fue.
CF/DTC