Empecé a viajar en el colectivo con una chica que me llamó la atención. Estaba siempre leyendo un libro. Ella subía en la mitad del trayecto entre mi casa y la facultad. Un día yo estaba en la fila larga de asientos de atrás y ella subió y se sentó a mi lado. Nos sonreímos porque nos habíamos visto por los pasillos de la facultad y al encontrarnos en el colectivo nos reconocimos. Era compañera mía en el práctico de antropología que dictaba Carmen Guarini. Y después me la cruzaba por los pasillos, en el bar, sentada en algún asiento sola o rodeada de un grupo de varones que parecían los Grateful Dead. Tenía una amiga flaca y larga que fumaba de manera intensa. Intenté coquetear con ella una vez que estaba sentada en los escalones de la entrada. Le pregunté que libro leía y me miró y se rió y me dijo: “Estoy leyendo a Peirce. Nunca lo entenderías”.
Me acordé de ella porque acaba de salir un libro hermoso de Pierce que se llama Claves semióticas. Está editado y traducido de manera magistral por Sara Barrena. Es un libro difícil, con un lenguaje lógico estricto, matemático, un libro que hay que leer una y otra vez, parando a hacer minuto como hacen los entrenadores con sus jugadores en el básquet para entender el partido, para armar estrategias. Tal vez también sería bueno leerlo escuchando La máquina de hacer pájaros, mientras la banda canta ese estribillo: “No te dejes desanimar..”.
Antes de que empiece el libro hay una página que no está firmada por nadie, escrita en bastardilla y que puede ser de Peirce o de la editora o de Dios. Dice esto: “El pensamiento no está conectado necesariamente con un cerebro. Aparece en la obra de las abejas, en los cristales y en todo el mundo puramente físico; y no se puede negar que está realmente ahí. Si uno se adhiere con consistencia a esa negación sin fundamento será llevado a alguna forma de nominalismo idealista semejante al de Fitche. No solo está el pensamiento en el mundo orgánico, sino que se desarrolla ahí. Pero así como no puede haber algo general sin casos que lo encarnen, de la misma manera no puede haber pensamientos sin signos. Aquí debemos darle a ”Signo“ un sentido muy amplio, sin duda, pero no tan amplio que no se pueda definir. Admitiendo que los signos conectados deben tener una cuasi- mente, puede más aún afirmarse que no puede haber signos aislados”.
Charles Sanders Peirce nació en Cambridge, Massachusetts, en 1839. Su padre era un reconocido matemático. Peirce se interesó por la lógica, la semiótica, la filosofía de la ciencia y fue adicto –para criticarlo– a la obra analítica de Kant. Lo llamativo de su manera de pensar era que nunca daba nada por terminado. Tuvo un pensamiento en constante evolución y se fue corrigiendo una y otra vez sin problemas. Cuando murió, en 1914, dejó más de 100 mil páginas en manuscritos, en su mayor parte inéditos. Fue iniciador y fundador de muchas disciplinas, como el pragmatismo y la semiótica moderna.
Me encanta esto que escribió cuando estaba cerca de la muerte: “El único lector al que le puedo ser de utilidad es aquel que lea lo que escribo y que reflexione cuidadosa y críticamente sobre ello. Estoy seguro de que él y sólo él se beneficiará, aunque concluya que estoy equivocado de principio a fin”.
Para Peirce todo era signo. El mundo es un gran signo de Dios y es tarea del científico esclarecerlo e interpretarlo (tal vez este Dios sea parecido al Dios de Spinoza, el Dios de los ateos). Cuando Peirce se puso a estudiar la lógica de la ciencia, le sumó el concepto de abducción. Para Peirce la abducción es un complemento de la inducción y de la deducción. Sostenía que esto último no se encuentra sólo en el método científico, sino que forma parte de nuestra vida cotidiana. Cuando nos encontramos frente a un fenómeno que difícilmente podemos explicar, uno despliega un abanico de creencias, que al no ofrecer solución a nuestra dudas, nos llevan a generar múltiples hipótesis. Después tratamos de deducir estas hipótesis y las ponemos a prueba mediante la experiencia. Lo cual no nos permite tal vez saber cuál es la hipótesis correcta si no en qué consiste cada una y cómo se distingue de las demás, lo que nos hace valorar cada uno de los recorridos emprendidos sin impugnar a los otros.
Algo parecido sucede cuando analizamos un poema. Le proponemos múltiples hipótesis de corrección, pero ninguna es definitiva. Son solo conjeturas. Pero deberíamos tener en cuenta todas las versiones propuestas ya que entre el poema, y el que lo lee, hay un tercero inmaterial, al que podríamos llamar con Peirce, el interpretante, que sabe cosas que nosotros no sabemos que sabemos.
Para Peirce el pensamiento no tiene un caracter incognoscible. De hecho cuestiona a ciertos físicos a los que les dice que no deberían sentirse demasiado seguros sobre el carácter lógico de la hipótesis de la impenetrabilidad y sus consecuencias que –remarca- ya ha sido atacada por hombres de importancia. ¿Dónde empieza y termina mi mente? O como se pregunta Frank Black ¿Where is my mind? Para Peirce dos mentes pueden llegar a ser una sola: “Pero ¿estamos encerrados en una caja de carne y hueso? Cuando comunico mi pensamiento y mis sentimientos a un amigo con el que estoy en perfecta sintonía, de modo que mis sentimientos entran en él y yo soy consciente de lo que él que siente ¿no vivo en su cabeza tanto como él en la mía? Casi literalmente. Hay una noción probablemente materialista y bárbara según la cual el hombre no puede estar en dos lugares a la vez”.
Y en su ensayo sobre la definición de la lógica, deja páginas hermosas, como estas: “El mundo interior es el mundo de la memoria , pues es claro que no podemos recordar nada excepto lo que está adentro. Sin embargo el mundo de la memoria es el mundo del tiempo. Por lo tanto el mundo interior y el mundo del tiempo son lo mismo”.
Después habla de cómo la experiencia se afinca en nuestra memoria, para ser nuestra experiencia. Y rápidamente da un salto ornamental cualitativo: “Hemos considerado ahora a la experiencia como una determinanción del objeto que modifica y del alma modificada: ahora bien, sostengo que puede ser y es naturalmente considerada también como una determinación de una idea de la mente Universal, una idea preexistente, arquetípica. La aritmética, la ley del número, era antes de que se hubiera creado algo que numerar o alguna mente para numerar. Era, aunque no existía. No era un hecho ni un pensamiento, pero era una palabra no pronunciada”.
De la misma manera, había poesía en la tierra antes de la llegada de los humanos y seguirá habiéndola cuando nos hayamos ido.
FC