Que Cristina no está genuinamente interesada en la presidencia del Partido Justicialista (PJ) es un dato que el sistema político no discute. La expresidenta sigue teniendo por ese puesto el desinterés que manifestó a lo largo de toda su vida pública, pero un mapa político en rediseño y la necesidad de cortar de raíz el primer desafío genuino a su liderazgo la impulsaron a un movimiento táctico. Un paso atrás (sentarse a la mesa con interlocutores por debajo de su jerarquía para conseguir un puesto menor, con el fin ulterior de revistar tropas) para dar dos adelante (no soltar las riendas y ser la única armadora de 2025 y 2027, con el proyecto de Axel Kicillof neutralizado).
El desapego a la marca del PJ es casi una huella de identidad del kirchnerismo, elemento que se puso en evidencia tanto en sus valoraciones simbólicas, como en la estrategia electoral. Alguna vez, más que desapego fue confrontación contra lo que Néstor Kirchner llegó a llamar “pejotismo”. Cuando hizo falta, los Kirchner apelaron a conversos radicales, líderes sociales, dirigentes de izquierda y outsiders. Les fue bien y mal, pero lo que opinara el PJ les resultó irrelevante. Sin ir más lejos, Axel Kicillof hoy levanta los dedos en V y conmemora el 17 de octubre tras ganar legitimidad a fuerza de votos, pero cuando Cristina lo impulsó, una década atrás, era más bien un liberal de centroizquierda de porteñidad innegable.
Sin Cristina, el sello del PJ tomado por personeros de la derecha peronista o mendigos del favor del Grupo Clarín se transformaba en una cáscara vacía
Al menos desde la muerte de Néstor, el peso político de Cristina fue lo suficientemente ordenador para marcar el rumbo, consagrar candidatos y vetar a otros. Incluso, cuando la expresidenta se vio desafiada por intrusos a los que sabía perdedores, la forma de recentrar el eje fue irse —o amagar con hacerlo— del PJ. Sin su presencia, ese sello tomado por personeros de la derecha peronista o mendigos del favor del Grupo Clarín se transformaba en una cáscara vacía.
Ahora, la expresidenta cifró su objetivo en “ordenar lo que se desordenó” en el peronismo. La frase requiere explicaciones.
El bloque Kirchner
La política argentina se debe rendir ante un principio de realidad. Cristina y Máximo Kirchner constituyen una identidad indisoluble. Podrán tener diferencias, pero no hay acción pública del diputado que vaya en contra de la postura real de su madre.
El abismo con Alberto Fernández comenzó a ser conocido ya en 2020 en forma de desavenencias y comentarios despectivos diseminados por lo bajo. En un principio, hubo diferencias entre el tenor de los cuestionamiento entre líneas de la entonces vicepresidenta y las ardorosas invectivas de La Cámpora. Tras la derrota de 2021 y el inminente acuerdo con el FMI por el préstamo otorgado a Mauricio Macri, llegó la hora del motín. La guerra fue total. Cristina dedicó los siguientes dos años y medio a explicar lo acertado que había estado su hijo al haber desertado, sin tomarse la molestia de abandonar los frondosos presupuestos asignados a La Cámpora en Energía, Anses y PAMI.
En ese punto, la secuencia con Axel Kicillof es calcada. Primero fueron reclamos de Máximo en sordina, sólo para entendidos, por el reparto de puestos y candidaturas provinciales. Luego el diputado elevó la voz. Terminó esta semana con Cristina sugiriendo una traición vía alusiones bíblicas a Judas y Poncio Pilatos.
El escándalo de Insaurralde en las costas de Marbella hace un año, a semanas de votar, disparó en Kicillof una convicción
El hecho de haber forzado, en 2021, la entrega de buena parte de la administración bonaerense al millonario Martín Insaurralde, en detrimento del círculo más próximo al gobernador, demoró la explicitación del conflicto. Fue una obra maestra del líder de La Cámpora y su madre que pudo haber costado la reelección provincial —y probablemente haya determinado la no victoria presidencial de Sergio Massa, cuando quedó a las puertas de ganar en primera vuelta—, de la que los Kirchner, por supuesto, nunca se hicieron cargo.
El escándalo de Insaurralde en las costas de Marbella hace un año, a semanas de acudir a las urnas, disparó en Kicillof una convicción. Resistirse a la coconducción de su Gobierno con La Cámpora podría generar tensiones y afectar la relación con su principal valedora. No hacerlo, es decir, someter su administración a un loteo ingobernable y a las decisiones electorales de Máximo, en un contexto de ataque a todo o nada de los hermanos Milei, era sinónimo de fracaso y ruleta rusa con otro traspié como el ocurrido con Insaurralde, que se volvería fulminante en los planos político y penal para el propio Kicillof. El gobernador reforzó los ministerios de su núcleo, sumó a figuras con peso como Gabriel Katopodis y repartió cargos entre tribus peronistas, La Cámpora y líderes sindicales.
Durante este año, Cristina dejó correr a Mayra Mendoza, Wado de Pedro y Mariano Recalde en sus deslices mortificantes contra Kicillof. No ocultó con quién prefería sacarse fotos y subirse al escenario. El gobernador hizo lo propio con su ministro Andrés “Cuervo” Larroque y los intendentes Jorge Ferraresi (Avellaneda) y Mario Secco (Ensenada), promotores abiertos de un cambio de liderazgo en el peronismo.
El círculo original de Kicillof (Carlos Bianco, Augusto Costa, Christian Girard) tenía una convicción. Como a diferencia de otros disidentes que terminaron a las patadas con los Kirchner (los Duhalde, Alberto Fernández, Sergio Massa, Florencio Randazzo), el gobernador no sólo tiene una cosmovisión parecida a la de Cristina, sino que fue su sustento teórico en varios tramos, el conflicto con la expresidenta se podría diluir. “Ingenuidad y amateurismo de quienes se encontraron ocupando puestos gracias a la fuerza de Cristina”, describe con acritud una voz que orbita en el eje La Cámpora-Instituto Patria. “Creyeron que era posible heredar a Cristina y quedarse con su capital simbólico, sin pelearse. Pero resulta que Cristina está viva y opina distinto”, agrega.
No en vano, Larroque y Ferraresi, peronistas clásicos que fueron muy próximos a la exmandataria, comprendían que el choque era inevitable y convenía acelerarlo. Ellos son, para el cristinista consultado, “profesionales de la política que no estaban pensando en ser jefes de gabinete de una Presidencia de Kicillof, como Bianco, sino en poner a uno propio como candidato a diputado de la tercera sección electoral. Para eso lo empujaron a Axel”.
La negó tres veces
En el cristinismo mencionan tres oportunidades que Kicillof desatendió. Su participación en la inauguración de un polideportivo en Quilmes, el 27 de abril pasado, cuando Cristina compartió escenario con Mayra Mendoza y dejó al gobernador en la platea; el anuncio de su candidatura al PJ dos semanas atrás, con la mención a la “falta de comprensión” de “protagonistas” que habían surgido de sus Gobiernos, y el acto encabezado por el mandatario bonaerense el 17 de octubre en Berisso, cuando pudo haber declarado su preferencia por la expresidenta frente al riojano Ricardo Quintela. “No lo hizo y prefirió hacer un acto duhaldista”, dice el dirigente cristinista, con menciones mordaces a la estética sepia y la lista de los presentes.
Cristina es capaz de realizar movimientos ajedrecísticos como pocos dirigentes argentinos, si es que hay alguno con su pericia. No se precipitó a confrontar con Kicillof; lo encerró.
Quintela venía recorriendo pueblos y ciudades para recolectar apoyos para presidir el PJ. Es un opositor neto a los Milei, gobierna una provincia chica y tiene un estilo campechano, que le permitiría tender puentes con peronistas antikirchneristas. Nadie podría sospechar que Quintela alberga intenciones presidenciales. En ese camino, obtuvo el aval de Kicillof.
Cristina no se precipitó a confrontar con Kicillof; lo encerró
El 7 de octubre, el mero anuncio de Cristina de aspirar a presidir el PJ ya evidenciaba una competencia desnivelada con Quintela. Tres días después, CFK denunció con nombre y apellido a los gobernadores de Tucumán, Osvaldo Jaldo, y de Catamarca, Raúl Jalil, y a Alberto Arrúa, secretario general del PJ en Misiones, por haberse vendido a las filas de Milei y hacer que sus diputados votaran a favor del recorte de los sueldos universitarios. No es algo que la expresidenta suela hacer, entre otras cosas, porque trabaja con traidores si es necesario.
Con ese paso doble, Cristina mandó a Quintela a buscar los apoyos de esos saltimbanquis gauchitos con un ultraderechista. En una pobre definición, el gobernador de La Rioja hizo explicito que se propone sumar a dirigentes que hace años se borocotizaron y terminaron medrando de lo que repartiera el macrismo antes y el mileísmo ahora. Quintela mencionó a Randazzo, Miguel Ángel Pichetto, Juan Schiaretti y el misionero Carlos Rovira entre repatriables. Kicillof quedó en un lugar incómodo, porque si algo anticipan los cristinistas, es que la expresidenta se ocupará de adosar la derrota del riojano al gobernador bonaerense, si en efecto se vota el 17 de noviembre.
Sin cuartel
En el Instituto Patria se preparan para machacar cómo Larroque, Ferraresi y otros juntaron los 50.000 avales necesarios para Quintela, y avizoran lo que sería la frutilla del postre. Dudan de la legitimidad de las firmas conseguidas por el gobernador de La Rioja.
El cristinismo transmite que el intento de Kicillof de independizarse es un caso terminado. No admiten reconciliación, aunque conciben un eventual retorno del gobernador en plan de sumisión, lo que debería tener un correlato en puestos y formas de administrar el Gobierno de la provincia de Buenos Aires. En la Legislatura provincial, la expresión pura del kicillofismo es exigua, por lo que depende bastante de La Cámpora y del Frente Renovador de Massa, cuyo apoyo es todavía más inestable.
Para tener idea de la magnitud en que Kicillof comparte la idea de su entorno de que hay espacio para reivindicar a Cristina al tiempo que se construye una agenda y un liderazgo distintos, no hay más que leer el texto difundido por el gobernador ayer por la tarde. Escudo y red son figuras que su sector viene manejando hace tiempo. Nunca como en ese documento, Kicillof reconoció el conflicto con La Cámpora, deslizó diferencias con Cristina y habló en términos crítcos de los años del Frente de Todos sin exceptuar de responsabilidades a su exjefa política, un verdadero sacrilegio para el Instituto Patria.
Kicillof confrontó abiertamente con la exmandataria por la calificación de “traición”.
En un párrafo con destinataria inequívoca, escribió el gobernador bonaerense: Pareciera que no se registra del todo lo que está pasando en el país y en nuestra fuerza política: hay enojos, diferencias y desacuerdos. Esos reclamos, esos enojos deben ser escuchados con humildad y de ninguna manera pueden ser descalificados como signos de traición.
La trampa
El sustrato de la acusación de “Judas” que Cristina regala a Kicillof encierra una trampa burda por donde se la mire.
No sólo hay una presunción generalizada, sino también pruebas de que el sello del kirchnerismo y la conducción electoral de la expresidenta y su hijo son una carta electoral con altas chances de fracaso. La exmandataria fue la arquitecta de cinco derrotas desde 2013 y ha demostrado que no tiene fe en sí misma, ni en Máximo, ni en exponentes puros de La Cámpora, para encabezar listas.
Los Kirchner remiten al período 2003-2015 como virtuoso, sin matices. La proclama es polémica, pero aceptable para una identidad política que se despidió del Gobierno con plazas colmadas de adherentes, hace nueve años.
Cristina pega un salto ornamental con el que pretende obligar a omitir las consecuencias lacerantes que tuvo su propia intervención como vicepresidenta en el Ejecutivo de Alberto Fernández
El razonamiento de los santacruceños es que nadie que haya participado de aquella administración puede intentar un proyecto propio y ser dueño de su destino, sin incurrir en traición. Ayer, Kicillof le puso título a esa maniobra: “disciplinamiento”.
Cristina y Máximo pegan un salto ornamental con el que pretenden obligar a que el resto del arco político verdaderamente opositor omita los desequilibrios de la economía en 2015, la incapacidad demostrada para rever ese proceso y la obscenidad de casos de corrupción conocidos en profundidad tiempo después, con el secretario de Obras Públicas José López y el socio de los Kirchner Lázaro Báez a la cabeza.
Sobre todo, la aspirante a presidir el PJ aspira a incluir en la amnesia las consecuencias lacerantes que tuvo su propia intervención como vicepresidenta en el Ejecutivo de Alberto Fernández y la incapacidad de éste para “agarrar la lapicera” y trazar su propio camino.
Con ese bagaje, Cristina se da otra oportunidad como conductora plenipotenciaria que sólo consulta con su hijo y un puñado de dirigentes cuyo activo es la obediencia. Sin candidatos taquilleros en sus filas, los Kirchner apelan a terceros, que para encabezar listas, deben dejar sus convicciones en las escalinatas del Instituto Patria. Atractivo plato recalentado.
Acaso puede haber un gobernador de la provincia en la que viven 17 millones de personas, revalidado en las urnas, con aceptables niveles de popularidad —superiores a los de Cristina—, que considere que ese plan está destinado al fracaso.
La senda que le queda a Kicillof es angosta. La carta de actuar como si el conflicto no existiera está fuera del mazo, porque su lectura sobre la mala estrategia de Alberto Fernández es categórica. Tampoco hay margen para un retorno a la obediencia acrítica, lo que hubiera supuesto sumarse al clamor para la presidencia partidaria de Cristina. Esa actitud le habría significado la entrega del sector que sostiene su Gobierno, el descrédito ante el resto de lo gobernadores y el punto final a cualquier intento de autonomía.
No hay más que mirar la historia del peronismo y el kirchnerismo para comprender hasta dónde puede llegar el enfrentamiento.
Una posibilidad es que salga todo mal. Que los Milei muevan los hilos del Estado nacional y el Gobierno bonaerense entre en una guerra interna paralizante, y el próximo turno presidencial se dirima entre variantes de la derecha y la ultraderecha.
Otra es la construcción de una propuesta progresista popular sin rémoras de los bolsos de López, ni caprichos de familia, ni tonterías sobre la inocuidad del déficit fiscal.
SL/DTC