Montaña, crónica de un cáncer, es la historia de un torbellino. Mejor dicho,de como Florencia Curi, cineasta y fotógrafa entrerriana, transitó la enfermedad, desde que supo de la existencia de un “alien” (así lo llamó) en su cuerpo. Una historia muy personal, porque aunque el diagnóstico fue similar al que recibieron muchas otras personas, la manera en que ella lo vivió fue sólo suya. Y hoy ¡hasta tiene dibujos!
Montaña es la enorme mole con la que se enfrentó y en la que el sube y baja de la autora (y también de quienes leen) fue físico y emocional. Lo ilustró con acuarelas preciosas sobre papel de algodón su amiga Marianela Müller, arquitecta y artista visual. La edición corrió por cuenta de Maite Diorio, otra amiga, también cineasta que me lo trajo hasta casa para que lo leyera.
El libro cuenta como se puso patas para arriba la vida de esta mujer, que en 2026 recibió la Beca Bicentenario del Fondo Nacional de las Artes por su proyecto documental La referí y que dirigió el largometraje Soñando a Madame Editah.
Como se dijo, Curi tenía “una manchita que no podía identificar bien qué era y que tenían que observar mejor”. La odisea por distintos consultorios, los gestos alrededor suyo que dejaban de ser amigables y se fueron convirtiendo en preocupables, el miedo a preguntar que le hacía sentir agujeros en la panza y la intuición de que “algo se avecinaba”, y no era precisamente la visita a un parque de diversiones la llevaron a refugiarse entre sus afectos. La escritora tenía entonces 35 años.
Florencia define sus actos como del estilo “palo y a la bolsa”: explicar montones de veces a distintos especialistas qué le andaba pasando sin inmutarse, por ejemplo. Lo fue comunicando con cierta frialdad a través de mensajes a sus amigos. “Sólo me limitaba a prender la mecha del petardo y salir corriendo”. La tristeza y el llanto vinieron en soledad, abajo de la ducha y también la decisión de hacer lo había que hacer.
Fue cuando llegaron la mastectomía, que es la extracción completa de la mama, luego la biopsia ósea y, al poco tiempo, la quimioterapia. Su madre se convirtió en Wonder Woman, la mujer maravilla que la sostuvo siempre.
“Nadie te prepara para el momento... se suspende todo, ves como alrededor tuyo siguen corriendo al ritmo acelerado y normal de la vida diaria mientras vos te sentís en cámara lenta y ves que tus prioridades se desvanecen en el aire”, dice en las primeras páginas la comunicadora feminista, fucking onqui (paciente oncológica) desde su diagnóstico en 2021.
Un polizón se metió en el cuerpo y no queda otra que viajar con eso extraño que decidió compartir tus días. “El cáncer es una enfermedad muy particular y cada persona lo atraviesa, lo pelea, lo sana, lo transita a su manera”, dice Selva Almada sobre esto que le tocó a la escritora también entrerriana (Curi es de Chajarí). “Flor lo hace acompañada de su madre (una señora que es súper heroína y a quien la ilustradora imagina de capa roja) de sus amigas y amigos, de su papá que la invita a hacer un viaje, de toda su familia, de los paisajes amados”.
Nada de penosa enfermedad o la gran C., Flor lo nombra con todas sus letras: cáncer. El libro está escrito con humor ácido: “Córtenla con el velorio, que entro al quirófano por una teta menos” o “Gurisas, por favor, lo único que les pido es que ¡no me dejen perder el glamour!”.
En sus páginas no queda casi nada sin radiografiar: desde el sistema de salud colapsado, las largas esperas cuando el tiempo presiona, el sostén de las creencias, las compañeras enchufadas a cañitos de plástico por donde pasa la quimio, los quiero y no puedo. “Un libro precioso sobre una de las cosas más aterradores y alucinantes de la vida: estar cerca de la muerte.”, dice la autora de No es un río y Chicas muertas.
“Una de las cosas más difíciles del tratamiento fue encontrarme con el espejo”, escribió sobre ese proceso en el que además se fue despidiendo (provisoriamente) del cabello, del vello en axilas y pubis, cejas y pestañas. “Ahí sí quien te ha visto y quien te ve”, recuerda. Alguien que la vio pelada por primera vez le dijo: “Ahora descubriste que tenés orejas”, porque, antes ocultas, asomaron a los lados de su carita. Sus sobrinas adoradas la ayudaron a cortarlo.
La idea de colocarse una prótesis mamaria le produjo risa. Sobre todo, después de escuchar la situación bizarra de una conocida, también paciente oncológica, que “la había perdido dentro de su casa”.
La relación con su médico, a quien rebautizó Doctor House, decidir si usaría pelucas, turbantes o cascos con hielo y optar por la pelada, la lista de lo que no hay que olvidarse de llevar a la sesión de quimio, aunque sea inútil. También la gran decepción que le provocó que su reciente ex pareja (con quien tuvo una relación de cinco años) fuera prácticamente indiferente hasta que... él mismo se enfermó.
La música, el rock de Creedence, “me salvó”, cuenta. Mientras escribo, yo escucho y gozo a Virginia Innocenti, que el fin de semana pasado dio un concierto en homenaje a Tita Merello en el Café Berlín. La actriz y cantante de Yo soy así y La morocha recomendaba por la tele hacerse el (método diagnóstico) Pap, cuando nadie hablaba de ello.
Cuando estaba terminando de escribir su crónica, Florencia viajó a Ushuaia con la idea de hacer trekking, alquiló un equipo especial y se lanzó a la aventura con la mochila cargada de lentes para tomar fotos. Atravesó llanuras, mucho barro, bosques con distintos tonos de verdes, caminos y senderos altos. También conoció a una chica con la que compartió parte del sendero. La marcha duró varias horas hasta llegar a la laguna Esmeralda, el destino que quería alcanzar.
Hoy es el día en que se celebra la lucha contra el cáncer de mama y muchas personas, sobre todos mujeres, se colgarán el lazo rosa para concientizar a otras sobre la importancia de realizarse la mamografía. Yo dedico esta columna a la memoria de mis amigas muy queridas Yanina Kinigsberg y Rosana Biset.
LH/MF