Esta semana volví a ver Metropolitan (1990), la película de Whit Stillman, porque quiero escribir algo sobre Mansfield Park y leí en algún lado que Metropolitan era una “vaga adaptación” de la novela de Austen; no lo podría haber entendido la primera vez que la vi, porque es un homenaje más que una adaptación, el tipo de cosa que hay que tener cierta sutileza para ver porque no se copian tramas ni personajes. En Metropolitan, como en Mansfield Park, un grupo de jóvenes privilegiados de veintipocos se involucra en una serie de aventuras cuya banalidad se hace evidente a partir de la mirada de un par de personajes más “serios”: en Mansfield Park son protestantes ejemplares, en Metropolitan una chica tímida y un par de marxistas de universidad. Está bien pensada esa transposición: hoy que el desdén religioso por lo material ya no tiene ninguna importancia en esos círculos las únicas razones para despreciar la superficialidad son el anticapitalismo y cierta pretensión de profundidad. Así y todo, creo que en la película se ve bien algo que no se puede trasponer de una época a la otra: el rechazo de la banalidad hoy es más una posición estética que moral, y por eso a veces parece casi un capricho. Para decir lo mismo pero pensándolo desde otro ángulo: una vez que la frivolidad no es un pecado es más difícil explicar por qué da culpa o qué es lo que deberíamos hacer con ella, si es más elitista odiarla que disfrutarla, si hay que gozarla sin neurosis, o no gozarla, o gozarla con mucha neurosis o con muchas explicaciones sociológicas para purgar el error. Como quien necesita una tesis sobre la cumbia para bailarla, para demostrar que consume eso mismo que consumen todos los demás pero no de la misma manera en que la consumen todos los demás.
Pienso en el célebre monólogo de Meryl Streep en la película El diablo viste a la moda. Anne Hathaway, en la piel de una pasante con ganas de escribir cosas importantes que termina sirviéndole café a la editora en jefe de una revista de modas, se burla de dos estilistas que se paralizan de incertidumbre ante dos cinturones idénticos como si en esa elección se les fuera la vida. En respuesta, el personaje de Meryl Streep (la editora en cuestión) le da al de Hathaway una charla sobre el funcionamiento de la moda como negocio, industria y nodo de poder que la deja muda. A mí también me gusta ese monólogo, los monólogos bien actuados en el cine me gustan tanto que en general me importa poquísimo lo que digan, pero si pienso en texto me parece que se pierde el punto. Las personas que disfrutamos de la fruslería, del encaje refinado, el lacio perfecto o el delineado preciso no lo hacemos por los puestos de trabajo que se crean o las historias de superación de los diseñadores. La disfrutamos porque sí. Hay cuestiones de clase, por supuesto, pero tampoco es solo una cuestión de clase: los ricos se indignan cuando ven a una chica humilde con el pelo teñido o comprando un corpiño con puntilla, como si el derecho a la banalidad fuera patrimonio exclusivo de quienes no tenemos problemas tan graves.
Hasta los 14 o 15 fui la chica tímida de Metropolitan e incluso los niños marxistas, la que prefiere una biblioteca a una discoteca. Era una forma de distinguirme y también de sustraerme de algo que en principio parecía una competencia en la que yo tenía todas las de perder. Para las mujeres, y supongo que para muchas otras identidades, la belleza tiene esa doble faz, de juego y de guerra, de fiesta y de fracaso. Abandoné mi posición disidente en la medida en que fui entrando a la adolescencia. Recuerdo perfectamente algunos de mis últimos momentos en la resistencia, cuando mi moral empezó a flaquear. Mi colegio secundario exigía un uniforme bastante sencillo, pollera tableada gris y camisa blanca; mi mamá me compró un par de camisas preciosas, eso era fácil, pero todas las polleras grises de las casas de uniforme me parecían una pesadilla. Llegar a un colegio nuevo y a un mundo nuevo con uno de esos tubos de sarga chingados se me hacía el peor de los infiernos. Lupe, la modista que era hermana de la señora que trabajaba en mi casa, salió al rescate. Me hizo la pollera de colegio más linda del mundo, la recuerdo hasta hoy: una tela plana y reluciente, el tiro donde yo lo quería, las tablas justas, el largo justo. La ropa que te queda bien, aprendí entonces, tiene poderes mágicos: puede hacerte entrar a cualquier lado con una seguridad prestada pero igualmente efectiva. Fui aprendiendo despacio todo eso que podía darte la sensación de ser linda, la posibilidad de conversar, de escuchar, de registrar, de pasar sin ser vista y de hacer que todos te vean, según el momento. Algo de esa pavada que yo despreciaba conectaba con algo que estaba entendiendo que me podía interesar, las relaciones humanas. Entiendo que hay una parte de la vida de Instagram que parezca alienante, pero hay una parte del asunto que es todo lo contrario, y no es nada nuevo bajo el sol: son las páginas de las noticias sobre la alta sociedad, los retratos exhibidos de la nobleza, solo que ahora jugamos todos. No hay nada más social que querer decidir cómo te miran, elegir lo que otros ven de vos.
El monólogo de Meryl Streep en la película del diablo está escrito con linda música, pero fracasa en su intento de explicar la importancia de la moda y la belleza para las personas a las que en alguna medida, aunque nos parezca una idiotez, aunque estemos teóricamente en contra, nos importa. No sirve porque hace que lo importante de la moda sea otra cosa: la industria, el poder, la historia, el trabajo. Pero la película sí entiende el punto de la pilcha y las cosas lindas, solo que en otro lugar: la gracia de la moda está mostrada en la secuencia de montaje en la que Jane se viste bien y su vida cambia, en el hechizo de ponerse un vestido que cae bien. No importa que además esa magia pueda explicarse muchas veces en términos de pertenecer a un grupo social o a una hegemonía, porque no pasa solo por ahí, lo saben todas las que no pesan cincuenta kilos ni tienen miles dólares para gastar y así y todo conocen la sensación de relamerse ante una vidriera, o en la semioscuridad de un probador: importa ese momento en que nada más importa, en que te sentís una princesa. Un vestido cortado al bies que te recorre el cuerpo con la naturalidad con la que un río recorre su cauce, un labial nude que tiene el color que tus labios deberían tener; el rojo perfecto, los tacos perfectos, el saco que tiene la caída y el peso justos.
TT