Concluye hoy el gobierno de Alberto Fernández, que fue también el de Cristina Fernández de Kirchner y Sergio Massa. Cierto que la expresidenta no tuvo las riendas en sus manos (como sí las tuvo Massa el último año y medio). Pero Fernández fue su apuesta y Massa asumió con su bendición. Será recordado como lo que fue: un gobierno muy malo. Y es justo que los tres carguen con este fracaso, que es también un fracaso del peronismo: entre los tres apellidos, representan bastante cabalmente las diversas facciones que el PJ tiene hoy en su seno.
Todos los atenuantes que se esgrimen son ciertos: la herencia del megaendeudamiento de Mauricio Macri, la pandemia, la guerra, la sequía. Todo es verdad. Pero, de todos modos, fue un gobierno olvidable. Deja un legado para la posteridad que es digno de mención: el derecho al aborto, cuya sanción facilitó. Pero eso no alcanza para contrapesar su irrelevancia en otras áreas y su fracaso rotundo en terreno económico.
Hay dos tipos de malos gobiernos. Están los que traen buenas intenciones y desean de verdad mejorar la vida de la mayoría, pero resultan impotentes: no saben o no pueden resolver los problemas fundamentales y terminan entregando un país peor que el que recibieron. De este tipo fue el gobierno de Fernández, como lo fue el de Raúl Alfonsín antes. Malos por incapaces: deseaban algo mejor, no pudieron. Luego, están los que causan daño porque encarnan la agenda del capital y llegan con la misión de concentrar ingreso, quitar derechos a los asalariados y vaciar de contenido la democracia. Aquí las consecuencias nocivas están presentes desde la concepción. No son no deseadas, sino buscadas, lo que es una diferencia importante. Son gobiernos que desean infligir el dolor que causan. Hoy comienza uno de esos.
A su vez, ese tipo tiene dos subtipos. Están los que cumplen con su misión con pericia, como el gobierno de Carlos Menem, que tuvo una eficacia devastadora. Y están los que avanzan en el mismo sentido, pero con una falta de preparación y un nivel de improvisación propio de novatos. Las bombas que traen les explotan en las manos a ellos mismos. El gobierno de Macri, como antes el de Fernando de la Rúa, serían de este subtipo. Malos en sus objetivos e impotentes al mismo tiempo. Está por verse a cuál de los dos subtipos pertenecerá será el de Milei.
Es justo y necesario recordar que el ciclo de la crisis actual –la inflación galopante, la volatilidad cambiaria, el endeudamiento y desquicio de las finanzas públicas y el crecimiento de la pobreza– comenzó durante el gobierno de Macri, que ostenta dos récords insuperables: el de haber recibido el mayor préstamo que el FMI otorgó en toda su historia (que todavía no sabemos adónde fue a parar) y el de haber declarado un default sobre la deuda que él mismo tomó. Alberto Fernández no pudo controlar la crisis que recibió, la empeoró de varias maneras, pero no es quien la inició. Suya es la impericia para dominarla, a la que hay que añadir las medidas económicas francamente irracionales que tomó Massa durante la campaña. Pero esta crisis es también un legado que nos deja la coalición que hasta hoy fue opositora.
Sin dudas, uno podría remontarse más hacia atrás. Porque Macri no recibió de Cristina Kirchner un país en crisis, pero sí con desequilibrios graves en su economía, que revertían el camino de ese orden en las cuentas públicas que había logrado Néstor Kirchner, una rareza en la historia argentina, un breve paréntesis de equilibrio fiscal en una normalidad histórica más bien caracterizada por los desequilibrios.
Y por supuesto, uno puede mirar más hacia atrás y ver los efectos de la crisis de 2001 que nos dejó la Alianza, la devastación económica de Menen, la híper de Alfonsín. Salvo Cristina Kirchner en su segundo mandato y Macri, todos los demás gobiernos de la posdictadura asumieron el poder en medio de una crisis.
En fin, el momento actual habla también de un fracaso de la democracia argentina, que festeja sus 40 años observando impávida el ascenso a la presidencia de un personaje francamente autoritario, secundado por una defensora de los peores criminales de la última dictadura. Alberto Fernández empezó su mandato hace exactamente cuatro años invocando el legado de Alfonsín y termina más o menos como él: con el país al borde del precipicio y en manos de un incendiario que logró que creamos que es bombero. Otra vez sopa.
Nuestra vida política viene siendo la de una alternancia entre dos ciclos que se repiten. Un turno es el de la derecha pro empresarial que llega al poder para expandir todo lo posible el imperio del capital sobre nuestras vidas. Invariablemente dejan tierra arrasada. Cuando sus efectos se vuelven ya intolerables, votamos otro gobierno que llega para ofrecer cuidados paliativos, para ponernos curitas, para darnos un refrigerio y un respiro antes de que el ciclo vuelva a empezar.
El juego al que jugamos es finalmente solo uno, con un botón que permite optar entre dos intensidades: Máxima o Baja. Es como una escalera única y siempre descendente, con algunos descansos en el camino. Es cierto que el ciclo de los Kirchner no fue solamente de cuidados paliativos: también consiguió revertir algunos de los avances del capital en la década de los noventa. Volver un escalón hacia atrás.
Cambiamos de presidentes, elegimos hoy un partido, mañana otro, apretamos el botón de máxima intensidad o el de parar un poco, pero las reglas del juego de la frustración siguen siempre en pie
Pero el juego que jugamos, finalmente, no cambió. Luego de 2001 alternamos entre esfuerzos por establecer políticas de bienestar e impulsos para destruirlas. Pero la base material del juego no se pone en cuestión. Las pocas políticas de bienestar que avanzaron, hay que decirlo, no se sostuvieron en el aporte de los que más tienen, sino en el de la gente del común. Los ricos pagan cada vez menos impuestos, tanto en Argentina como en el resto del mundo, lo que significa que las políticas de bienestar son transferencias horizontales entre pobres: le sacan al ocupado para darle al desocupado, al registrado para darle al no registrado, al que no tiene hijos para el que sí, al que aporta jubilación para la moratoria del que no pudo. Es una receta para la frustración ciudadana. Está pensada para eso: cada frustración abre camino a un nuevo bombero incendiario.
Releo la primera columna que escribí en elDiarioAR, justo para esta misma fecha en 2020. Hablaba entonces sobre la “democracia devaluada” que habíamos sostenido desde 1983, un juego en el que participamos bajo la ilusión de que estamos decidiendo, pero que en verdad define pocos de los resortes fundamentales que afectan nuestras vidas. La mayor parte del poder real está en otro lado: en el mercado y en las estructuras económicas y políticas globales. Hasta allí nuestro derecho ciudadano no llega: en esa mesa se sientan otras personas, no es para nosotros. Tanto la arquitectura del orden económico global como las instituciones de nuestra república fueron cuidadosamente diseñadas para la frustración, para que el voto valga de poco, para que el poder del dinero prevalezca siempre, para que siempre haya algún contrapeso institucional que impida tomar decisiones más de fondo.
Alberto Fernández se definió a sí mismo alguna vez como un “liberal progresista”. Lo sucederá un liberal no-progresista. Cambiamos de presidentes, elegimos hoy un partido, mañana otro, apretamos el botón de máxima intensidad o el de parar un poco, pero las reglas del juego de la frustración siguen siempre en pie. Son las mismas. La hegemonía del capitalismo liberal y de esta versión limitadísima de la democracia permanecen incuestionadas.
Viviremos siempre escalera abajo, en una democracia devaluada, de frustración en frustración, hasta tanto no encontremos la manera de poner en discusión las reglas del juego que jugamos. Las económicas y, también, las institucionales.
EA