Yo, libertario

Derecho a réplica

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En la Feria de Editores de este año compré dos libros de la editorial chilena Alquimia, uno con extractos de entrevistas a Pedro Lemebel y otro con fragmentos de entrevistas a Elvira Hernández. Ambos títulos empiezan con la palabra “No”: el de Lemebel, No tengo amigos, tengo amores; y el de Hernández, No soy tan moderna. El procedimiento de componer textos solo en base a respuestas y sin incluir las preguntas es conocido en medios periodísticos, pero hay que saber armar con eso un libro y que funcione. En estos casos, las ediciones son impecables en su coherencia y diseño: el libro del cronista y performer Pedro Lemebel está ordenado como una autobiografía involuntaria que va del nacimiento hasta la muerte, y el de la poeta y ensayista Elvira Hernández como una serie de reflexiones sobre temas diversos, desde el oficio de escribir hasta la importancia política del poema, el feminismo y los efectos de las tecnologías en el lenguaje, entre otros. 

Claro que, como figuras de autor/a, Lemebel y Hernández están en las antípodas, uno por la puesta en escena de cuerpo entero al escrutinio público y la otra por su sustracción a la mirada. Mientras el rostro de uno se ha difundido incontables veces con maquillaje, pañuelos de colores y hasta pintado con hoz y martillo, al de Hernández se lo encuentra serio, recatado, incluso ausente. En la portada de su libro ella posa de espaldas a la cámara, dejando ver sólo ese pelo lacio y oscuro cubriendo la nuca. Consistente con esa actitud, afirma: “Siempre he pensado que el poeta debe ser un ser invisible”. Y también: “Lo importante no es que el escritor sea visto, sino lo que ha podido ver. Por eso la poesía no es mediática. Se mueve desde rincones insignificantes que son observatorios de primera magnitud de la vida”. 

Por el contrario, Lemebel hizo de la extrema visibilidad una operación política y literaria: “Mi forma de vestir tiene que ver con la libertad”. Con ironía, proclama: “Yo no hice nada por hacerme visible, siempre fui evidente desde un satélite. Me dejé llevar por cierta porfía que experimentamos los niños raros frente al adiestramiento agresivo de la formación masculina, y escogí la posibilidad de una identidad siempre cambiante. En la magia tornasol me alejé del formato hombre para siempre, sin vuelta”. De allí que “en el álbum macho, familiar y tradicional del canon literario chileno, quizás soy la tía solterona cronista”. 

Por su parte, Hernández susurra: “El poeta pasa a ocupar un lugar marginal. Más que hacerse notar, es alguien que tiene que notar lo que está ocurriendo, no al revés. Observar, pero no ser observado”. La marginalidad es un tema que atraviesa ambas experiencias: “Cuando te imputan lo marginal, es una forma de anularte”, declara Lemebel. “Yo prefiero intentar otras estrategias, otro cruce de fronteras, moverse en los bordes. Lo que yo hago es un gesto al interior de la literatura, de lo rígido y patriarcal que son los géneros literarios”. 

Para Hernández, “el desafío es poder desautomatizar el lenguaje. Que es algo que de tanto usarlo va perdiendo su efectividad... Uno va reteniendo la palabra, soltándola de a poco. Y eso demora”. De allí el rechazo de la poeta a la “velocidad endemoniada” de estos tiempos, al tráfico de información que es tan difícil de asimilar, a la pérdida de la memoria actual y la entrega de los recuerdos más vivos e íntimos a máquinas que lo fotografían y lo registran todo: “Me siento adversaria de las máquinas en la medida en que estas se han convertido en un modelo para el ser humano. Nos hacen rendir como máquinas porque la máquina no se cansa”.

Las réplicas están anotadas con referencias a las fuentes al final de ambos libros. Claro que en toda entrevista se despliega el poder del interrogatorio, como lo estudió Barthes: la respuesta es una parte del discurso constreñida por la forma “pregunta”. Habría un “terrorismo de la pregunta”, dado que esta niega el derecho a no saber, o el derecho al saber incierto. Por eso “detesto la obviedad de la entrevista”, se queja Lemebel, “hay algo de superioridad en quien pregunta, el periodista juez, el periodista inquisidor”. De esa trampa salió siempre gracias a su velocidad de reflejos. Cuando le preguntan si no se cansa de tener que ser siempre un personaje, responderá: “No, porque tengo varios. Cada día me levanto con uno diferente”. Además, “¿por qué debo quedarme en la marginalidad y pudrirme ahí?”. De todos modos, “a la poesía le tengo un gran respeto, sin que yo sea un sujeto que respete muchas cosas. Y los poetas son buenos para la droga, para el trago, para los placeres. Si se descuidan uno les puede correr mano”.

Para Hernández, “no se puede estar cerca del poder sin contaminarse. Tengo muy claro que el poeta no puede ser parte del sistema”. Además, “es el tiempo de la mujer para hacer un viraje social”. En una de las pocas ocasiones en las que el libro incluye una pregunta, esta es sobre si el no tener hijos fue una definición. Ella responde: “Sí. Hay algunas mujeres que no están vinculadas a la maternidad”. Lemebel coincidiría: “Los discursos emancipatorios tienen que ver con mis alianzas y con mis interlocutores que en su mayoría son mujeres”. Después de todo, “cada uno hace lo que quiere y con quien quiere y por dónde quiere. ¿No es esa la huevadita de la democracia y la libertad?”. 

Uno con ostentación de rostro, maquillaje, performance y ademán provocador para hablar por su diferencia, y la otra con un susurro que incita a que la palabra poética irrumpa contra el ruido de la producción masiva, las dos intentarán despegarse “del pantano atmosférico en el que hemos caído”. Ahí está la magia de estas réplicas que fueron transcriptas de decenas de entrevistas: las frases sueltas se cruzan y se contagian y se abren a una multiplicidad enemiga del sentido único. En un libro dice Hernández: “La poesía busca que uno se haga todas las preguntas que puede hacerse sobre las palabras”. Y en otro añade Lemebel: “Escribir es una pregunta que no está contestada”.  

OB/DTC