Eran gritos agudos, tal vez soprano. Una chica joven repetía una palabra que me costaba mucho llegar a entender. Una palabra breve hecha de muchas ¨ó¨, como Rocco u Otto. Insistia, la chica. Se movía entre la gente que a esa hora de la tarde ya caminaba despacio, con un cansancio más por convención que por cierto. Mientras esperaba el semáforo, podía notar que los gritos eran cada vez más cercanos. Al instante pude ver una criatura de cuatro patas que respondía a ese nombre hecho de muchas ¨o¨. Un perro adulto y mediano cruzó la calle a las corridas y con la lengua afuera. No estaba extraviado porque su dueña gritaba su nombre detrás de él, pero el perro igualmente huía. Huir como otra forma de extravío, pensé. El perro atravesó la calle esquivando Fords y Citroens como la bola de un pinball, con un azar tenaz. La joven dueña lo seguía llamando y el perro no acusaba recibo. Llegó a la vereda de enfrente de inmediato y siguió corriendo hacia adelante, por momentos también hacia atrás. Algunas personas erguían los cuellos y afilaban la mirada, querían entender qué estaba pasando. El perro volvió a sumergirse en el tránsito de la calle, como un insecto que busca la luz que lo quemará. Dos mujeres se arrojaron a la calle con él, porque cualquier cosa menos el espectáculo de una mascota arrollada. Levantaron los brazos para detener el tránsito y lo lograron. Algunos taxis frenaron, y también autos particulares. La dueña del animal seguía gritando y alzando las manos, en el intento de interpretar el gran escape, la verdadera estafa del supuesto mejor amigo del hombre. El perro había anulado la escucha y la vista, solo tenía activadas las patas, como si alguien le hubiera dado cuerda. El plantel de civiles hizo lo posible por recuperar a la criatura de la enajenación. Finalmente lo lograron. La chica, resignada, abrazó a la mascota, como si su amor no hubiese sido correspondido. Habrá pensado: si no me quiere mi perro, ¿entonces qué?
El tránsito se acomodó con urgencia y sin solemnidad. Todos los vehículos avanzan hacia adelante porque hay un punto al que hay que llegar, y después de haber llegado, toca regresar, y una vez en el regreso toca volver a salir. La ley del asfalto. Y yo seguía ahí, acumulando emociones, llevando bolsas de Jumbo, mientras cruzaba la calle. Miraba a la chica acariciar a un perro que necesitaba estar más en contacto con su aflicción que con ella, entonces pensé en mi huida. En mi contrato de alquiler, por ejemplo. En la vida forzosamente itinerante que me tocó. En el vencimiento de los contratos inmobiliarios que nos convierten en ciudadanos nómadas, sin nuestro total consentimiento. En la suerte que corremos los inquilinos, en la que habitar un espacio es una circunstancia temporal, aunque pretendamos olvidarlo permanentemente, así como se olvida sentir frío durante el verano ó viceversa. En el contexto salvaje, pensé. En los alquileres que en la ciudad de Buenos Aires escalan las seis cifras para gente que no supera un sueldo mínimo, en la total y absoluta imposibilidad. En las expensas que escalan como una fuga de monóxido de carbono. En los gastos, los depósitos, los meses de adelantado. La comprobación de ingresos, como una especie de currículum del desánimo. El eterno respeto por los espacios ajenos, la abrumadora certeza de que nada te pertenece, en realidad. Vi a ese fox terrier perder el aliento en la corrida, sin querer preguntarse nada más. ¿Una huida planeada supone menos peligros?
Más allá de los casos particulares, ¿no hay algo en este contexto que no de la sensación de que solamente nos quieren expulsar? Cuando, por ejemplo, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) emite un comunicado en el que informan que de ahora en más el Festival de Cine de Mar del Plata, por ejemplo, se financiará con medios privados y que, entonces, para poder aplicar con proyectos propios habrá que pagar una tarifa tipo matrícula como en el resto de los festivales de Clase A (todos pertenecientes a países del primer mundo) y ante lo cual, sabemos que esa información es solamente una antesala de todas las tarifas e impuestos que querrán cobrar de ahora en más. ¿No hay algo que nos esté susurrando que de ahora en más encarar nuestros proyectos artísticos será como avanzar en un tablero de Buscaminas? ¿Que lo que hacemos, en realidad, no es lo suficientemente importante o trascendente? ¿Que lo que pensamos, en realidad, no le importa a nadie? Pensar espacios privados, habitar espacios privados, en un territorio que borra lo público.
Mientras esté pintando las paredes de ese departamento que habité durante tres años pero que ya tengo que abandonar porque se me hace imposible pagar, mientras evalúe la extraña opción de estar lejos por un tiempo, en ciudades más o menos elegantes pero ajenas, mientras habite espacios prestados por tiempos breves para intentar coordinar un presente estable, quizás piense en ese juego tan simpático que nos ofrecía Claudia, nuestra profesora de Educación Física, en la escuela primaria. Ese que consistía en arrojar una gran cantidad de aros de plástico al suelo y en correr alrededor, como una especie de juego de la silla pero sin muebles. Un juego que invitaba a exigirle al corazón y a las piernas, en el afán de perder aros y recuperar aros. El juego que se llamaba Buscando Casa, que hacía las veces de un grupo de inquilinos –niños de primaria– que corrían alrededor de propiedades sobrevaloradas e imposibles en barrios céntricos –aros de plástico– hasta que alguno se quedara, lamentablemente, sin un techo y tuviera que quedarse afuera del estrato social por un tiempo abstracto, teniendo que mirar el movimiento ajeno, preguntándose por qué las cosas de repente ahora funcionan así, en esta Comuna, en esta ciudad, en este país. Niños que se agitan en una clase de gimnasia, corriendo detrás de objetivos muy claros, perros que se agitan mientras huyen de los brazos de sus dueños, dejando sus patas traseras al ras del arrollo o de la desgracia.
Este presente se parece mucho a correr durante un tiempo demasiado prolongado sin llegar a ninguna parte. Una cinta de running infinita. Cuando el sonido no llega, y la luz todavía tampoco, y nuestro sistema circulatorio está amontonado ahí, en una especie de reunión de Consorcio. Todo un sistema trabajando para encontrar soluciones que no llegan. En ese extraño afán de amar demasiado un lugar que ya no existe, que pareciera haber entrado en pausa por un tiempo indefinido. Hay algo muy verdadero en los que huimos. Una especie de gesto identitario y nacional.
CF/DTC