Las declaraciones de la ex gobernadora de la provincia de Buenos Aires y actual precandidata a diputada nacional por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, suscitaron un debate en el que dos planos diferenciados terminaron mezclados. Por un lado, el jurídico, referido a la pertinencia y la oportunidad de legalizar (o al menos despenalizar o descriminalizar) el consumo de marihuana. Por el otro, un plano sociológico vinculado con la forma en que las prácticas de consumo de sustancias psicoactivas se ven influidas por los distintos escenarios sociales en que ocurren.
Que existan distintas realidades y escenarios para el consumo de drogas no puede ser un argumento para obturar el debate en relación a la despenalización del consumo ni tampoco puede abrir una discusión clasista, descabellada e inconstitucional sobre la posibilidad de penalizar (o no) una práctica dependiendo del ámbito en el que ocurra. Como señaló el periodista Fernando Soriano, no hay ninguna conexión lógica entre la posición de Vidal en relación a la diferenciación de escenarios de consumo y su negativa a la despenalización.
No es la primera vez que se pone sobre la mesa el argumento de la presunta “falta de preparación” de la sociedad argentina para oponerse a la despenalización del cannabis. Ya en 2009, en ocasión del fallo “Arriola” -que declaró la inconstitucionalidad del artículo de la ley 23737 que penaliza la tenencia de drogas para uso personal-, un heterogéneo conjunto de actores sostuvo que, antes de legalizar, había que garantizar la inclusión social y el pleno acceso a los tratamientos de las personas con consumos problemáticos de drogas. Se señalaba también que despenalizar, descriminalizar o legalizar (que no son lo mismo) era dar un mensaje negativo a la juventud que se vería acompañado de un aumento exponencial del consumo. Similares argumentos se esbozaron cuando se debatía la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. La realidad se encargó de mostrar la falacia de dichas posturas.
Se afirma también que mantener la penalización ayuda a las personas con consumos problemáticos o adictas a realizar un tratamiento por vía judicial. ¿No sería mejor y menos nocivo trabajar en la accesibilidad a los servicios de salud que inculpar a personas, procesarlas y abrirles causas judiciales? Lejos de ofrecer mejores condiciones de salud y acceso a derechos, la penalización agrava considerablemente sus situaciones de vulnerabilidad, interrumpe y limita sus trayectorias escolares y laborales y, cuando tienen hijas/os a cargo, perjudica notoriamente sus redes de cuidados.
Se afirma también que mantener la penalización ayuda a las personas con consumos problemáticos o adictas a realizar un tratamiento por vía judicial. ¿No sería mejor y menos nocivo trabajar en la accesibilidad a los servicios de salud que inculpar?
Despenalizar el consumo de drogas significa algo mucho menos drástico de lo que suponen sus detractores: se trata simplemente de sacar el problema del ámbito penal y trasladarlo –cuando corresponda– al ámbito de la salud. Lo que sí viene acompañado de la despenalización es la reducción de las consecuencias negativas que el uso de sustancias ilegalizadas produce en los sujetos y en la sociedad. ¿Por qué? Porque legalizar la marihuana implica sacar del mercado de venta ilegal a la porción más significativa de quienes consumen drogas ilegalizadas. La ilegalidad no sólo los expone a riesgos e inseguridad, habilita también la disponibilidad de un menú de sustancias al que de otro modo no accederían y convierte en problemáticos (por ejemplo, por los conflictos con la ley) consumos que no deberían serlo.
Desde el plano sociológico, resulta innegable –y numerosas investigaciones lo han mostrado– que el contexto social o el escenario en que tiene lugar una práctica de consumo es un elemento central para entender sus características y sus riesgos.
Hace más de 35 años, el psiquiatra estadounidense Norman Zinberg mostró la importancia de comprender el contexto al momento de analizar una práctica de consumo de drogas. Desde entonces, la tríada sujeto-sustancia-contexto mostró la obsolescencia de cualquier análisis que se centre en la “personalidad del adicto” o que otorgue capacidad de acción a una droga. Sin embargo, no puede desconocerse que el estatus jurídico de muchas sustancias trae aparejado que se consuman drogas de muy diversas calidades, con distintas toxicidades y potenciales adictivos.
Vidal afirma que en las zonas pobres el consumo de marihuana “no es un consumo ocasional y de recreo, plenamente elegido, sino que es parte del inicio de un camino mucho más jodido”. Si acierta cuando deja entrever que no todo consumo es problemático, se equivoca al sostener que el consumo recreativo es patrimonio exclusivo de un sector social determinado.
No son originales los discursos que ven a los consumos de jóvenes de barrios vulnerabilizados como portadores de un carácter problemático inherente. En Argentina, de acuerdo con las investigaciones que hemos realizado, se han consolidado dos prismas muy distintos para mirar el fenómeno del consumo de drogas. Por un lado, cuando los protagonistas son de sectores medios y altos el uso de drogas suele verse como “recreativo”, es decir, se lo asocia con la sociabilidad, con la búsqueda de sensaciones placenteras, con la experimentación y con la apertura a nuevas formas de percepción. Cuando de varones jóvenes pobres se trata, todo consumo de drogas es negativizado y toda conexión con el placer y lo recreativo es desplazada, lo que refuerza el estereotipo que asocia a la “droga” con el delito y la violencia.
Es discriminatorio negar la existencia de consumos recreativos en este sector. Pero también es necio y peligroso no tomar en cuenta que los riesgos no son los mismos y que estos consumos, con mayor probabilidad, devienen problemáticos. Entre muchas otras cosas, la menor cantidad de soportes educativos, laborales (y muchas veces afectivos) junto con la falta de oportunidades acrecientan las posibilidades de que la experimentación con sustancias desemboque, con más frecuencia, en consumos problemáticos. Nuestra experiencia en el trabajo de campo nos ha mostrado, una y otra vez, cómo el consumo de drogas expone a las personas de barrios pobres a mayores situaciones de vulnerabilidad y violencia, padecimiento de enfermedades y muertes y conflictos con la ley.
Así como no podemos poner en tela de juicio que los escenarios sociales condicionan las prácticas de consumo de drogas, tampoco dudamos de que la penalización no garantiza el derecho a la salud.
ACC/MG