OPINIÓN

El dolor en la histeria

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Hace muchos años, después de un análisis que concluyó con la muerte del analista, quise volver a buscar un espacio. En realidad, ya había consultado a diferentes colegas, para hablar un poco del duelo y otro poco de cuestiones más inespecíficas.

Lo que ocurrió es que una tarde tomé un café con un colega con el que habíamos compartido algunas actividades y, sorpresivamente, me contó que estaba atravesando una separación de pareja. Hablaba tranquilo, triste, me dijo una frase que me impresionó: “Yo creí que mi relación era más estable, me confundí”.

Escribí que me impresionó, porque después me encontré pensando: “Este tipo se está separando, la mujer lo dejó y no solo lo cuenta sin avergonzarse, sino que tampoco se quiere tirar de un puente”. En fin, yo no sé si así es como lo vivió; sé que así lo pensé y que luego lo llamé y le pedí una entrevista.

Le quería preguntar cómo hace un hombre para vivir sin el amor de una mujer o, mejor dicho, cuando una mujer dice “Ya no te amo más” –porque son dos cosas distintas. Esto lo entendí después.

Fui muy feliz cuando volví a sentir esa transferencia espontánea, que es más fuerte que las ganas de curarse de algo o de no sufrir. Espontánea no quiere decir casual, quizá sea mejor decir inmotivada. Es tan ridícula esa idea de que se puede producir transferencia o se la puede prestidigitar. Esa idea, incluso común entre analistas, es lo contrario del psicoanálisis y de su práctica. La gente que piensa así nunca se analizó, aunque haya ido años a un analista.

Gracias a esa felicidad pude sufrir mucho. La transferencia no es una relación en la que uno sabe y el otro no, es más simple y complejo: es la relación en que alguien quiere saber algo de sí mismo a través de algo que otro tampoco sabe de sí mismo y, además, tiene que funcionar como una suposición.

Confundir la transferencia con idealización, con búsqueda de protección, con creencia en el saber, etc., no tiene nada que ver con el análisis. La transferencia es la forma mínima de efectuación del deseo como deseo del Otro y eso tiene que estar en el inicio del análisis o no hay análisis.

Es cierto que a veces los pacientes creen que los analistas son personas que tienen sus problemas resueltos, que tienen un dominio sin conflicto sobre sus pulsiones, que disfrutan de un amor pleno, etc. Lo suponen o lo esperan. Sin ser paciente, a veces alguien dice “Vos que sos psi…”, con la expectativa de que el terapeuta encarne un justo medio armónico.

Y en esto ni siquiera se trata de una idealización, sino que es un efecto inevitable de la posición ante una figura a la que se le atribuye una condición parental. Es la posición del niño: el otro goza de algo que yo no. Por eso la evaluación desde el ideal es mucho mayor con un psicoanalista que con cualquier otra profesión.

La posición de niño es fácilmente reconocible cuando, por ejemplo, alguien pregunta si vimos tal o cual serie (o película) y agrega: “Tenés que verla”. Es una recomendación como cualquier otra, claro, pero también incluye la demanda al otro de ser la causa de su deseo: quisiera que mi deseo te haga desear.

Confirmar esta demanda es lo contrario del análisis, ya que, además –si el paciente es neurótico– la confirmación sería vivida sintomáticamente: rechazo en la histeria, fastidio en la obsesión. Lo planteo para la neurosis porque es donde es más claro que el deseo como causa queda reprimido por la localización del sujeto como objeto en la fantasía: me sacaste algo, solo te interesa de mí lo que puedo darte, te aburro, etc.

La encrucijada clínica es aquella en que se decide el tratamiento, porque si esta posición no se invierte el paciente solo será paciente, es decir, alguien que solo está en condiciones de recibir y no tiene nada para dar. Voy a ilustrar esto último con otra referencia personal, a partir de un fallido de lectura.

Cuando en mis años de estudiante leí El dolor de la histeria, de Juan David Nasio, creí que era un libro más. En estos días volví a leerlo y ahora pienso que es un gran libro y que yo no supe leerlo bien.

Quizás en aquel entonces lo leí con cierta suspicacia y no estaba muy dispuesto a dejar que me afectara –como si solo quisiera saber qué decía y, a lo mejor, ya de antemano me negaba a su influencia. Esta es una pésima posición de lectura.

Por suerte en estos días, cuando le mencioné a alguien el título del libro, tuve un fallido, que el otro no notó, pero yo sí –unas horas después. Dije El dolor en la histeria y ese tropiezo en la preposición fue lo suficientemente significativo –para mí– como para justificar una transferencia renovada.

Entonces busqué el libro y a partir de esa división subjetiva que se me impuso (¿qué cambia para la histeria entre un “de” y un “en”?) me puse a trabajar como lector. Ya no quise leer “a ver qué dice”, sino que leí para escuchar(me).

Y esa distinción entre preposiciones me llevó a situar algo que el libro desarrolla de manera extraordinaria y que es el estatuto del sujeto histérico como radicalmente escindido, sufriente de su falta de representación psíquica, de su incapacidad para decir “yo” o de ponerle a un acto su nombre –donde la obsesión tiene más a mano el narcisismo. Incluso en su queja más acérrima, permanece lo inexpresado; en su berrinche más caprichoso, se trata de que no es lo que quiere; en sus actings para apropiarse de la palabra no puede menos que mentir.

Este es el dolor “de” la histeria, por su dificultad para asumirse como sujeto de deseo –salvo que sea a través del fantasma de la sujeción pasiva. “En” la histeria no hay mucho, de ahí su sufrimiento vacío al final del día, los desencantos cuando los ideales no se sostienen, la sensación de inexistencia que a veces se confunde con la locura.

Qué gran libro este de Nasio. Porque no solo es un alegato en defensa de la histeria como tipo clínico, sino una justificación de la necesidad de conservar esta categoría en psicoanálisis como matriz para pensar el sujeto psíquico.

LL/MF