Más de la mitad de los argentinos tiene ingresos por debajo de la línea de pobreza y prácticamente el 20% por debajo de la indigencia. La contundencia de los datos lleva a preguntarnos sobre tres cuestiones: la importancia de la herencia, la responsabilidad del programa llevado adelante desde diciembre de 2023 y la factibilidad de enfoques alternativos.
A fines de 2023 la pobreza era del 42% y la indigencia del 11%. Estos números, ya elevados, se explicaban por una macroeconomía que, a pesar de mantener el desempleo en valores bajos, duplicó la inflación año tras año, afectando los ingresos reales, en particular aquellos de los sectores más vulnerables. Quienes tuvieron la posibilidad de negociar su salario en paritarias pudieron defenderse mejor que los trabajadores informales y quienes cobraban ingresos del Estado. Así, la alta inflación trajo consigo un paulatino deterioro de la distribución del ingreso.
El nuevo gobierno debió abordar prioritariamente el problema inflacionario. La nueva política económica enfrentaba un contexto signado por ingresos muy bajos (los salarios eran los peores de los últimos 12 años), jubilaciones en baja (apenas las mínimas podían mantenerse gracias a bonos cada vez mayores), y un régimen de controles cambiarios en el que destacaban la desorganización y las incongruencias, más que los niveles de atraso cambiario. En términos técnicos, el problema de la Argentina a fines de 2023 era más nominal que real. Es decir, que el programa antiinflacionario que debía llevarse adelante debía hacer énfasis más en bajar la inflación que en pronunciar el ajuste del salario y las jubilaciones en términos reales.
Lejos de tomar en cuenta estas premisas, el programa del nuevo gobierno asumió el rumbo opuesto. Los resultados están a la vista: llevó rápidamente a un empeoramiento sin precedentes de la desigualdad (medido por el índice de Gini) y de los indicadores socioeconómicos (saltos de la pobreza e indigencia de 25 y 50%). La velocidad e intensidad del ajuste fueron, como le gusta presumir al Gobierno, inéditos.
Diferenciar los costos inevitables del proceso de estabilización de aquellos inducidos por un enfoque demasiado optimista respecto de las bondades del ajuste requiere caracterizar algunos de los pilares del programa en curso: i) el nivel elegido en la devaluación inicial; ii) las características del ajuste fiscal y su velocidad; y iii) la ausencia de políticas que ataquen la inercia inflacionaria.
La normalización de la política cambiaria es una pieza central de cualquier programa de estabilización. A su vez, el desarme de controles cambiarios tan distorsivos como los vigentes a fines de 2023 requiere siempre algún tipo de devaluación. En este marco, podemos afirmar que una devaluación era inevitable, aunque la discusión sobre el nivel resulta central. El salto del tipo de cambio impone a la economía un shock, con impacto en la distribución del ingreso y en la nominalidad (inflación). Un salto cambiario más alto es más inflacionario y con peores consecuencias distributivas, en particular ante la ausencia de políticas compensatorias. El enfoque del Gobierno priorizó realizar la mayor devaluación posible en vistas de minimizar la brecha cambiaria. Esta elección era consistente en el marco de un programa de shock con una dolarización, convertibilidad o alguna forma de eliminación de los controles cambiarios. Aunque esa agenda fue dejada de lado hace meses, sus consecuencias se siguen haciendo sentir en la economía.
Los primeros meses de 2024 permitieron al Banco Central juntar cuantiosas reservas en el marco de una brutal aceleración inflacionaria y un ajuste histórico en los ingresos reales. Sin embargo, no hubo después reforma monetaria que rompiera el régimen anterior, solo sacrificio social. A 10 meses de iniciado el programa, la acumulación de reservas se agotó, el tipo de cambio se acerca a niveles similares a los finales de 2023 y tenemos una inflación que no termina de bajar.
Una segunda característica central del programa es el ajuste fiscal. Se trata de un pilar fundamental y sostenido del programa. Una de las claves de la política fiscal fue la desarticulación de la política social y la licuación de las jubilaciones. Si bien la Asignación Universal por Hijo se duplicó, el resto de los programas -como la tarjeta Alimentar y el exPotenciar Trabajo- se contrajo, llevando a una caída del gasto total en prestaciones sociales del 17% en el primer semestre.
Es evidente que resultaba imposible que la elección por una brusca devaluación, que aumentó los precios de los alimentos, y un ajuste en los programas sociales no lleve a un impacto especialmente agudo sobre la indigencia. La implementación de una política compensatoria (aun aminorando la velocidad del ajuste fiscal) resultaba imprescindible para paliar los efectos sociales. Sin embargo, la necesidad de mostrar un ajuste histórico, rápido e intenso por parte del Gobierno que le permitiera recuperar credibilidad ante los mercados primó en el enfoque.
Por último, el actual programa de estabilización tiene las falencias tradicionales de los programas ortodoxos (y antiguos). Se trata de programas extremadamente dolorosos social, productiva y políticamente, que demoran mucho en poder derrotar la inflación. De hecho, este tipo de enfoque suele fracasar antes de vencer definitivamente a la inflación. Se confía en exceso en los ajustes de mercado y su respuesta a la señal de equilibrio fiscal, mientras se soslaya el problema de la indexación de contratos que está en el centro de la explicación de las dificultades del descenso de la inflación mensual. Son programas que se vuelven intolerables antes que efectivos. Esta lectura surge de la literatura de la inflación crónica y la necesidad de establecer políticas de ingreso que permitan atacar la inercia inflacionaria.
El Gobierno asegura haber evitado una tragedia y decidió presentar los guarismos de los indicadores sociales del primer semestre del año como el resultado inevitable de la herencia recibida. Sin desconocer las dificultades que planteaba el escenario, el conjunto de políticas elegidas evidencia que, al no incluir mecanismos de amortiguación de los problemas sociales ni una herramienta para lidiar con la indexación y la inercia inflacionaria, la magnitud de los costos asumidos por el programa era en gran parte evitables.
Luego de 4 meses consecutivos en los que la inflación no logra perforar el 4% mensual, la posibilidad de que se consolide un proceso estanflacionario es el fantasma más importante que enfrenta el programa. En dicho escenario, los costos del Plan Milei amenazan volverse no solo excesivos, sino también inútiles.
FP/PM/JJD