Leo dos notas en este diario. Inevitablemente dialogo con ellas. En una, Fabián Casas habla sobre Werner Herzog. Recuerda una foto en que se ve al director de cine y escritor visitando el set de filmación de la película argentina Ya no hay hombres, dirigida por Alberto Fischerman, mi tío, con guion de la escritora Elsa Osorio (Ya no hay hombres es, además, el título de esta “columna nómade”). Casas menciona la granulosidad de las imágenes de Herzog y yo recuerdo a Alberto hablando del sueño de Kaspar Hauser. Un sueño filmado en 16 mm y llevado luego a 35 mm. Un sueño granuloso –arenoso– acerca de “ein grosse caravana”. A Alberto lo fascinaba el recurso y, sobre todo, esas palabras –y su entonación–, donde el personaje recordaba algo nunca visto.
Agustina Larrea, por su parte, en su bella columna Mil Lianas, se refiere a la nostalgia, al diálogo que Liliana Heker mantuvo con Inés Garland en la última Feria del Libro, a una cita de su reciente novela, Noticias sobre el Iceberg (“…lo que siempre la ha invadido como una corriente de tristeza sin remedio, es la nostalgia de lo que nunca ha vivido…”) y, de paso, a la controvertida aparición de la nostalgia, en el film Intensamente 2, de la fábrica Pixar, como una emoción a la que se le debe cerrar la puerta. Woody Allen, con más gracia, mayor tino y menor pacatería, en uno de los capítulos de Todo lo que usted quería saber sobre el sexo, pero temía preguntar, contaba el cuerpo humano –de un hombre, claro– desde adentro. Se intentaba comandar, desde la sala de control, una escena amatoria aparentemente destinada a un (nuevo) fracaso y se descubría que la falla se debía a un sabotaje: encontraban un sacerdote en la sala de la conciencia.
No sé si sería posible vivir sin nostalgia, pero lo que, con certeza, no existiría sin ella es el arte. Y, claro, algo que lo constituye: su manera de dialogar con la propia historia del arte. La escena de la película de Allen no existiría sin El viaje fantástico, de 1966, donde Raquel Welch era parte del equipo médico que, dentro de un submarino reducido a dimensiones microscópicas, debía recorrer el flujo sanguíneo para realizar una complicada intervención quirúrgica (incidentalmente, en ambos films el diseñador de producción fue el mismo, Dale Hennesy). Sin nostalgia no habría búsquedas de tiempos perdidos –ni tés con madalenas– y a nadie le interesarían dos extraordinarias ediciones discográficas de esta última semana, el segundo volumen dedicado a los álbumes de Joni Mitchell editados por el sello Asylum, que reúne lo publicado entre 1976 y 1980 –la etapa en que Jaco Pastorius entra en escena– y la nueva encarnación, “Super Deluxe”, de Fragile, del grupo inglés Yes, remasterizada por Steven Wilson y abarcando cuatro Cds (la publicación física abarca también un vinilo y un disco Blue Ray) con tomas alternativas, actuaciones en vivo y temas no incluidos en el disco original, como la versión de “America” de Simon & Garfunkel.
Más allá del afán enciclopédico, la edición conjunta de Hejira, Don Juan’s Reckless Daugther, Mingus y Shadows and Light, permite una escucha distinta, en serie –en diálogo–. Se establece –dirían en Puan– un corpus. Ya no se trata de cuatro álbumes sino de una obra compuesta por obras que, a su vez, forma parte de una Obra que la abarca. Hasta el momento se han publicado varias cajas recopilatorias: The Reprise Albums 1968-1971, The Asylum Albums 1972-1975, sus dos volúmenes de Archives, dedicados a demos, grabaciones caseras y tomas alternativas, The Early Years (1963-1967) y The Reprise Years (1968-1971) y The Complete Geffen Recordings, con sus discos malditos de la década de 1980, maltratados en su momento por el sello discográfico (“me dijeron que esos discos no estaban en sintonía con el espíritu de los 80’s; yo no estaba en sintonía con el espíritu de los 80’s, gracias a Dios”, explicó la artista). El conjunto posibilita leer –escuchar– una trayectoria signada por el cambio y la búsqueda permanente y, al mismo tiempo, un estilo, una firma, que trasciende los buceos en distintos géneros –y con músicos de distintas tradiciones, empezando por los saxofonistas Tom Scott (que toca en For The Roses), Wayne Shorter (que participó en casi todos sus álbumes a partir de Don Juan’s Reckless Daughter) y Michael Brecker (descollante en Shadows and Light)- y las mutaciones de su voz, desde los agudos juveniles de las primeras grabaciones a la maravillosa rugosidad de la madurez y del folk al jazz y sus satélites.
Si el cambio es una constante en Joni Mitchell, en el período de esta última edición aparece en primer plano. En Hejira, además de algunas de sus canciones más importantes – “Amelia”, “Coyote”, “Furry Sings The Blues”, “Black Crow”–, hay un tratamiento instrumental totalmente novedoso, con el bajo sin trastes de Pastorius en permanente contrapunto con la voz. “Supongo que un montón de personas podrían haber escrito muchas de mis otras canciones”, dijo Mitchell alguna vez. “Pero siento que las de Hejira sólo podrían haber salido de mí”. De la misma manera, sólo podrían haber sido las que son con Pastorius. Y, de hecho, en el futuro, por ejemplo en la suntuosa relectura de Travelogue, debió convertirse en otra cosa. Y lejos del último lugar en importancia, allí está también la guitarra de Larry Carlton.
“Lo mejor que se puede decir de Don Juan's Reckless Daughter es que es un fracaso instructivo”, escribió la revista Rolling Stone, como siempre no entendiendo nada cada vez que algo se alejó de los moldes. “Está lleno de ideas que deberían haber seguido siendo caprichos, melodías que deberían haber sido riffs, y canciones que tendrían que haber permanecido como fragmentos”, dictaminaba acerca de uno de los discos más importantes de su época. Un disco en que una artista ya consagrada se arriesgaba adonde nunca había ido, con zonas de improvisación colectiva y una excitación y electricidad que, evidentemente, resultó incomprensible par quienes seguían esperando la introspección de Blue y Hejira.
Y después llegó Mingus, ese retrato de hombre con sombrero –“pastel de cerdo”–, dedicado a quien había tocado con Thelonious Monk y con Charlie Parker, a quien había sido capaz de mirar a Duke Ellington desde un ángulo nuevo y había convertido al blues y las plegarias matinales –de nuevo– en una de las bellas artes. Pastorius era nuevamente una pieza fundamental y junto con él estaban Shorter en saxo soprano, Herbie Hancock en piano eléctrico y Peter Erskine en batería. Shadows and Light, grabado en septiembre de 1979 en el Santa Barbara Bowl, es, sencillamente, uno de los mejores discos en vivo de todos los tiempos. Mitchell se ha convertido ya en otra clase de cantante, y la banda, con Brecker en saxo tenor, Pastorius, desde ya, y Pat Metheny en guitarra, está en estado de gracia. Y la nueva edición aporta, además de la visión de conjunto, una remasterización notable, en la que afloran infinidad de detalles nuevos que, no obstante, siempre estuvieron allí para ser descubiertos.
El grupo Yes, como Mitchell, pertenece a una época en que la música no solo se transformaba a sí misma sino que transformaba vidas. Tal como sucedía con Hejira, o antes con For The Roses o Blue, la escucha de Fragile, que se publicó en 1971, descubría un mundo nuevo. Suele ponerse el acento en los teclados acromegálicos de Rick Wakeman. Para mí, aquello que vuelve a este grupo –y a este disco– en único es el entretejido del bajo de Chris Squire, la batería de Bill Brufford y Steve Howe en guitarra. Es posible que ningún otro grupo haya tocado con el ajuste y esa extraña y mágica conjunción entre detalle y fuerza arrolladora que caracterizaba los pasajes más intrincados y frenéticos. Esta exhaustiva edición incluye no sólo la reveladora y meticulosa remasterización de Wilson sino versiones tempranas de algunas de las piezas y numerosas tomas inéditas, algunas de ellas en vivo, registradas durante la gira de presentación del álbum.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/