No se puede saber si la Argentina es el país con más discusiones políticas en todo el mundo. Para saberlo, habría que vivir en todos los países simultáneamente y extraer, de la ubicuidad (el don que no tienen los hombres), algún resultado más o menos cercano a los hechos. Pero la sospecha está, y se funda en cuestiones vinculadas a fenómenos de “ocupación”. Hacia donde se mire, sean las pantallas de televisión o de streaming, habrá de brotar la cosa política como objeto constante de adoración u ofensa (o de adoración y ofensa).
En las señales de opiniones televisadas en las que la información ocupa un sitio marginal, más o menos como el de la literatura en las librerías, se alinean un sinfín de ofertas dramáticas. Hay de todo. Desde lo más bajo, que es el multipremiado Esteban Trebucq, disfrazado de árbol de Residencia Presidencial de Olivos en cuyas raíces mean cinco mastines ingleses (uno de ellos fantasma), hasta lo más alto: la hora cátedra de los lunes dictada por el crooner Carlos Pagni, en la que se leen los acontecimientos profundos del poder, incluyendo los desapercibidos.
Son horas y horas y horas de resúmenes, adulteraciones, alucinaciones y, en menor medida, reflexiones sobre el acontecer diario. Los ítems, expendidos por las máquinas parlantes que, por lo general, tienen bloqueadas las funciones “Silencio” y “No sé”, giran pegados a la rueda de la neurosis pública: gobierno y gobernantes, oposición y opositores, legislaturas y legisladores, sindicatos y sindicalistas, poder judicial y jueces, espías y espiados, militantes con y sin dos dedos de frente, dólar, Riesgo País, deuda externa, bicicleta financiera, piquetes, represión de piquetes, PBI, inflación, recesión, desocupación, pobreza, organizaciones sociales, internas partidarias, internas extrapartidarias. Mil rutas en busca de un culpable.
En las señales de cable, en los canales de aire, en las viejas radios de FM y en las aún más viejas de AM, en Olga, en Gelatina, en Cenital, en Carajo, en Neura: política. Y bajo las formas más variadas: intrigas, chismes, proclamas, amenazas, delaciones, operaciones, entrevistas, jingles, debates de sordos, opiniones permeables e impermeables. Como quien martilla noche y día un clavo de un kilómetro: política, política, política.
Es asombroso el volumen de lenguaje diario destinado a merodear ese objeto incandescente con dinámica de pelota saltarina llamado política. ¿Y para que existirían a semejante escala esas montañas de lenguaje si no es para que se derrame sobre la sociedad? Ese es el verdadero derrame del poder (y el único): el del lenguaje interesado, baldeando el país de arriba hacia abajo.
Si el Lanín entrara en erupción, no habría que sorprenderse que para el ambacentrismo informativo siga siendo más importante relevar el choque de dos taxis en Lacroze y Conde
El modelo de discusión implantado y mantenido con mucha facilidad dada la poca exigencia general de los públicos (hordas de entre casa que felicitan al espejo verbal en el que se ven bonitos y completos, y denigran el espejo en el que se ven deformados), es una réplica exaltada del modelo del periodismo deportivo. Salvo las excepciones, que consolidan las reglas hasta su invulnerabilidad.
Grita uno, grita otro. Uno dice, el otro lo contradice. Alguien “prueba” sus dichos con números (hay un extraño fetichismo de realidad con los números) y otro le sacude con la contraprueba (otros números). Pero ninguna diferencia, por radical que parezca, se salva de ser absorbida por la energía negra de la afirmación. Se habla como si se corriera desesperadamente hacia adelante dejando atrás una catástrofe y, dada la “urgencia”, nadie se toma el tiempo de desdecirse, con lo hermoso que es renunciar un poco a uno (ese ser hincha pelotas disfrazado de “yo”).
Esa presencia masiva de la política en las pantallas, en las calles y en las casas no sería socialmente ni -por añadidura- culturalmente dañina si no fuese porque bloquea hasta el exterminio otras presencias verbales. Es cierto que situar intereses marginales en el centro de la esfera pública sería un plomo para quien no desee recibirlos, pero ¿por qué no acercarlos al primer “anillo” para atacarlo cada tanto?
Pero eso no sólo no ocurre en los hechos, sino que, además, cualquier manifestación por afuera del centro protagonizado por la política (por su troncos y su millón de ramas), aunque no sea política, es leída en clave política. Es, sencillamente una plaga. El efecto de absoluto que produce es tan desolador que se oye hablar de literatura kirchnerista, series libertarias, sonetos macristas, etc. La política es el código para decirlo y leerlo todo, al costo de hacerlo mal, que es lo que habitualmente sucede con los códigos (el código es Chasman; y el “sujeto” es Chirolita). Casi todo lo que ocurre es reducido a la política: el arte, los deportes, ¡el amor! La política es la escritura y la lectura, lo que vuelve casi imposible vincularse con cualquier cosa si no es por medio de una toma de posición (política).
Por supuesto que la pretensión de que la presencia ecuménica de la política se repliegue no es para que sea sustituida por un sistema de discusión pública en el que el núcleo sea el arte, si es que hubiera que imaginar una situación inalcanzable. Sobre todo si los discutidores son los mismos de siempre. Es cuestión de imaginar al Gordo Dan contándonos sus impresiones sobre El Gran Vidrio, de Marcel Duchamp, o al Gato Silvestre revelándonos la “realidat” acerca de si los relojes de Sin título - Amantes perfectos, de Félix González Torres, están o no están sincronizados, o -ya en los extremos de la experiencia- a Manuel Adorni dando una clase de atril en la Casa Rosada sobre Osvaldo Lamborghini (el escritor que podría haberlo inventado para cargarlo en su lista de víctimas de baldío), para quedarnos con lo malo conocido.
La pretensión es más modesta: que la política afloje un poco su presión ambiental para que corra aire en los pasillos de la vida. Que brille un poco por su ausencia, que se haga desear y que se llame al saludable silencio porque es evidente que el silencio a menudo es salud (sobre todo para el que lo hace). Lo que no significa no hacer política o no hablar de política sino bajarla del pedestal de totalidad en la que la instala el poder. su jefe enmascarado.
Pero lo más probable es que después de escribir estos párrafos de descarga mental, el ganso que los escribió caiga de nuevo en la trampa de despuntar la adicción de verlos de nuevo a todos estos charlatópatas para recibir de ellos lo de siempre. Una y otra vez lo mismo. ¿Qué otra cosa puede haber ahí sino lo mismo otra vez?: Alejandro Fantino filosofando como un alumno en busca del cuadro de honor (para lo cual se exige en hablar como un maestro), los brazotes fláccidos del Gordo Dan abrazando los ajustes del porvenir, la solemnidad de entierro del Gato Sylvestre con su tonada de fin del mundo, el bruxismo de ventriloquia de Luis Majul dándole batalla a la vergüenza humana, el periodismo para idiotas de Trebucq, el cinismo profesional de Eduardo Feinmann, la revolución inconclusa de Fernando Borroni a caballo de la palabra “derecha”, el español artístico de Marcelo Bonelli, el bananeo de Danann (de un “estilo” asombrosamente similar al de Elías Kier Joffe, el conductor jeropa de Elo Podcast: comparen y saquen sus conclusiones), etc. Ellos son los fogoneros, la política es el fogón y nosotros los homínidos extasiados por el fuego.
Hace tres años, FOPEA hizo un informe alucinante sobre los desiertos, semidesiertos, semibosques y bosques informativos de la Argentina. Un dato que no causó sorpresa fue el carácter ambacentrista de la información que circula afuera del AMBA. Por lo que, si el Lanín entrara en erupción, no habría que sorprenderse que para el ambacentrismo informativo siga siendo más importante relevar el choque de dos taxis en Lacroze y Conde.
En Mendoza, Córdoba y Santa Fe son las zonas con más “bosques”, según el estudio, y las más desiertas están en La Rioja, Santiago del Estero y Formosa. Sin intención de querer intervenir sobre las decisiones de tan magna institución, ¿es mucho pedir un Mapa de Silencio Informativo Saludable en el que figuren pueblos en los que haya cortes programados del parloteo político? Y si no los hay, ¿se podrá inventarlos?
JJB/MF