Homofobia y medios Un análisis sobre la figura de Oyarbide

Enano trolo

“Yo soy enano, trolo, pero traidor no soy y mentiroso menos” aseguraba Norberto Oyarbide hace un año, cuando el núcleo convocante eran las escuchas ilegales pero el verdadero núcleo convocante era (y es) su homosexualidad, ese “desvío” original que muchos imaginaron capaz, per se, de torcer hasta romper la honorabilidad del señor de sombrero y frac. Ese cariz indeleble -devenir puto violentamente desclosetado, esto es, dejar de ser sólo Juez Federal sospechado y pasar a ser sobre todo y antes que nada, mariquita- es la marca de la que Oyarbide nunca más pudo desprenderse; un signo que el funcionariado judicial heterosexual jamás porta. 

Artífice de una vida sexual aparentemente dorada, la leyenda Spartacus narraba supuestas sesiones grupales de búsqueda y experimentación. A fines de la década del 90 (y hoy también) esas delicias encendieron la sospecha punitivista de proxenetismo encubierto, porque si el denunciado se dedicaba a pagar, tomar y fifar, contribuía así a sostener una red de trata y no el trabajo sexual de algunos. Claro: el argumento más importante en aquel momento era que el magistrado había pedido coimas a cambio de protección del lugar. ¿Y por qué entonces el pedido de juicio político, del que finalmente se salva gracias al ala peronista del Senado? ¿Por el pedido de coimas? ¿Por asistir a un prostíbulo? ¿Por enriquecimiento ilícito? ¿O por todo eso junto y porque la república necesitaba un enano trolo con una vida privada, pero privada de privacidad? 

Así, para la iconografía manflora, la figura de Oyarbide pasó a ser la de la marica recoletera que debió esperar a que muera su madre para salir del segundo de los armarios, como él mismo contó. Del primero, lo sacó de prepo Mariano Grondona en la televisión de aire y secuaces varios en el sistema de inteligencia estatal. El uso de cámaras ocultas dio cuenta de la verdadera intención de aquel montaje: exhibir lo prohibido; capturar al delincuente en plena comisión de un delito alternativo, mucho más condenatorio que el supuesto delito principal. Hipersexualizado -como no le pasaría jamás a Rodolfo Canicoba Corral, a Sebastián Casanello o Servini de Cubría, por citar ejemplos resonantes- el resto fue actuar el quiebre de muñeca; bailar en pantalla, ostentar anillos caros y hasta dejarse fotografiar con figuras del circo vernáculo. Incluso, hablar de su novio. Hay un desenfreno propio de aquel que fue empujado del ropero y fan de las luces como casi toda loca, sobreactúa orgullo después de la vergüenza. Algo de eso transmitía. 

 El deambular prostibulario de los señores jueces jamás habría derivado, como en el caso Oyarbide, en la difusión masiva y concreta de sus presuntas fantasías, sus hábitos más firmes y sus debilidades; el detalle de los atuendos y las prácticas sexuales favoritas. No hay registro periodístico semejante sobre ningún otro integrante de algún poder. Sobre él, en cambio, hasta existió un libro y una película de 2011, en la que entre otros el periodista Luis Ventura lo trata de “enano maricón” muchos años antes de que el destinatario de ese epíteto pueda decirlo él mismo sobre sí mismo. La detallística con la que se narró todo aquello se extendió hasta los últimos años, como lo prueba el tratamiento escénico que el periodista Jorge Lanata le dedicó en 2014 en su programa PPT (El Trece). En esa ocasión, el actor cómico que imita al ex Juez ingresa al estudio sumergido en la espuma de un jacuzzi móvil que empujan dos jóvenes musculosos y aceitados. El falso Oyarbide toma champagne y mueve influencias vía celular. Si bien el sketch no incurre en comentarios sobre la sexualidad, el conductor lo define como “atildado” y no hay en la situación signo alguno que no remita a la postal decisiva (y desaprobada) del sexo grupal, pasado de lujuria. La emisión tampoco dudó en volver a compartir las imágenes de aquellas sesiones en Spartacus. Ese mismo año, la revista Noticias publicó en tapa una foto suya en calzoncillos con el subtítulo de “Sushi, lomo y hemorragias digestivas”. 

La historia de la vida cosmopolita del gay promedio está llena de escenarios grecoromanos y gladiadores siempre dispuestos a dar batalla. Esa crueldad mediática fue homoodio diseminado en fascículos con aroma a telo sórdido, la risa socarrona ante el deseo de un amanerado bien peinado que se la(s) come. Cuando hace poco, Oyarbide fue columnista del programa de Coco Silly en Radio 10, su llegada fue en limousine. Una evocación de su propia caricatura, diseño nacido de una exposición repentina desvinculada por completo de sus posibles pecados. Esa tarde dijo que “El erotismo nos acompaña hasta el momento en que morimos, nunca deja de construirse en cada ser humano”. Hasta el final, dando cuenta de Eros, narrándose una y mil veces y apostando por hacer de sí mismo. 

Como surgido de las notas al pie de página de la novela El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Oyarbide partió ayer hacia el reencuentro con su madre, que a juzgar por la psicóloga de esa ficción, es la posible hacedora de su mariconería. Y eso sí, la responsable confesa de la tendencia de ambos por los espumantes. Un brindis perpetuo al que sólo le quedó como alternativa la puerta siempre abierta y el juego simulado.

FT