El 8 de enero de 1946, J. Edgar Hoover, el director del FBI que durante 37 años vio entrar y salir por la puerta giratoria del poder a seis presidentes mientras él mantenía su sillón de rey en el nido de buchones de la Avenida Pennsylvania de Washington D.C. (el J. Edgar Hoover Building), besó, quizás succionó, el anillo de zafiro del arzobispo de Nueva York y vicario de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, Francis Spellman, también conocido como el “cardinal moneybags” (el cardenal monedero) por su amor antibíblico al dólar.
De rodillas, digamos en contrapicada, el punto de vista desde el que se hacía ver en su escritorio montado sobre una tarima para reducir al interlocutor, Hoover le dijo a Spellman y a las decenas de jefes policiales que los rodeaban: “Pase lo que pase, cuando treinta millones de católicos hacen valer sus derechos, la nación debe detenerse y escuchar. Sólo hay cien mil comunistas que están organizados y saben lo que quieren, y están motivados por un frenesí fanático”. Frenesí fanático.
Atención a esta redundancia de sinónimos porque fue eso lo que de inmediato se descargó sobre Estados Unidos desde el lado de quienes lo denunciaban. Hoover siguió glosando su hervidero mental al borde de la descompostura ideológica: “Los comunistas son sembradores de una diabólica desconfianza”. Y aquí aparece, revelada por accidente, la noción fantasmática de comunismo que Estados Unidos implantó como narrativa basura paraestatal hace 75 años. Porque hasta Hoover tuvo inconsciente, y ese día se desató lo que lo encadenaba para asumir que es a través de la paranoia, nombre clínico de la “desconfianza diabólica”, que se viene luchando sin cuartel contra los ejércitos de fantasmas vestidos de rojo, especialmente desde que dejaron de existir.
Hoover es el pionero de la cultura anticomunista que aún hoy, a ciento cuatro años de la Revolución Rusa, sesenta y dos de la Revolución Cubana y treinta y dos de la caía del Muro de Berlín, ensombrece con sus lugares comunes bobalicones a buena parte de la sociedad argentina (si hay un “derrame” capitalista es el del cuento de hadas público desde el centro a la periferia).
Es un sinsentido que se desprende del miedo político, al que las clases sociales materialmente felices le temen más que a la muerte, y no pudo haber funcionado tan bien durante tantos años sin una voluntad de ignorancia. Si hay algo que tiene a favor la propaganda, es que quien la está esperando con los brazos abiertos no le exige nada porque lo que lo sostiene es el acto de no querer saber.
Charles Brennan, un halcón caza “subversivos” del FBI posterior a la era Hoover, dijo que ni sus subordinados sabían contra quién luchaban: “Nunca hubo una comprensión real de lo que significaba el comunismo. Se empleaba la palabra a modo de categoría general para designar lo que era extranjero, desconocido e indeseable”. Esa percepción febril acerca de los peligros imaginados, choca con el número al que el propio Hoover llegó contando de a uno todos los porotos. En 1946, Estados Unidos no tenía cien mil comunistas sino ochenta mil, siempre que se incluyeran a los anarquistas, a los homosexuales y a Groucho, Harpo, Chico, Zeppo y Gummo Marx, lo que equivalía al 0,0533 % de la población.
Estos comentarios sobre la enroscada salud mental de Hoover, de la que salió buena parte de la imagen publicitaria que vende a los Estados Unidos como producto con implantes de valor agregado moral, vienen de Oficial y confidencial (Anagrama, 1995), el maravilloso libro de Anthony Summers. Allí podemos ver al hombre fuerte del FBI tendido en una cama de hotel con medias de red y portaligas, mientras ordena redadas homofóbicas. O subestimando al doble agente Dusan Popov, cuando este le advierte que Japón va a atacar Pearl Harbor. O compartiendo su palco de honor en el hipódromo de Charles Town con el senador prototrumpista Joseph McCarthy, al que en 1953 acogió en un hotel de La Jolla, donde Hoover paraba con su amor y número dos del FBI, Clyde Tolson, el día que McCarthy, ya en caída libre desde las cimas cada vez más cómicas del anticomunismo, se emborrachó y revoleó a su novia a la pileta
Autor de una Gestapo para las Américas durante la larga temporada en la que se engolosinó con la intervención masiva de teléfonos, el chantaje y los escándalos sexuales que sembraron de terror las oficinas del Capitolio, en mayo de 1941 Hoover fue el anfitrión de una cumbre de la crema occidental del espionaje. En representación de los Estados Unidos estuvieron él y el coronel William Donovan, a quien el presidente Roosevelt quería como jefe global de los servicios de información. Por Gran Bretaña consumieron los vermús el comandante John Godfrey, director de los servicios de información de la marina, y el comandante Ian Fleming, quien describió el desinterés de Hoover por un buró mixto que no iba a poder controlar: “Su respuesta negativa fue suave como las garras de un gato”.
Frases como esas, efectivas pero un poco incomprensibles, digamos sin vida empírica (es evidente que nunca lo rasguñó en serio un gato), proliferan en las novelas de Fleming, encabezadas por James Bond, ese príncipe de la high tech bélica que es un poco Flemimg y un poco mucho Dusan Popov, y también sus parodias, desde Maxwell Smart a Antonio Stiusso.
Así y todo, a esta nota le gustaría fantasear con que, en ese encuentro, algo de lo que le faltaba a la literatura rudimentaria de Hoover lo obtuvo del refinamiento mersa de Ian Fleming y los dones de ser superior que le concedía a su héroe.
Casino Royal, la primera novela de Fleming es de 1953. Bond es un agente del MI6, apoyado por un colega de la CIA. Su primer enemigo es Le Chiffre, jugador de baccarat y asesor financiero de terroristas, del que no nos importa tanto que sea francés como que responda al servicio secreto ruso. En ese primer acto de la saga, queda inaugurado el policial político de bloques y una irrisoria división moral del mundo. Por fin, las ilusiones maniqueístas de Hoover se pueden ver encarnadas en alguien, aunque ese alguien sea sujeto de la ficción.
La “desconfianza diabólica” de la que hablaba Hoover alerta a Bond en Goldfinger (1959), cuando du Pont le ofrece fuego con su encendedor y Bond se niega a aceptarlo. ¿Por qué lo hace? ¡Por las dudas! ¿Qué importa que lo proteja el escudo de recursos materiales más fantástico del planeta, si lo que lo amenaza es la proliferación fantasmal de “lo ruso”?
Llegamos por fin a la importación argentina de vacunas rusas Sputnik V para inocular anticuerpos de coronavirus. Estamos en los últimos días de 2020. Alguien le pregunta a la primera persona con la que se cruza en la calle si se daría la vacuna “rusa”, y esta responde: “¡no!”. Es una respuesta que certifica el triunfo póstumo de Hoover, por el que las amenazas fantasmas del comunismo terminan concentrándose en un gentilicio frente al que se vuelve casi imposible reaccionar con libertad.
Es cierto que hay una literatura rusa inmensa, un cine ruso precursor, una carrera espacial rusa. Hay ensaladas y cremas rusas. Para los valientes hay ruletas y vodkas rusos. Para los viajeros: muñecas rusas. Pero son fragmentos que no nos llegan sino filtrados por la “desconfianza diabólica”. La misma que por identificación con los artificios del Bien nos convierten en James Bond, de quien “heredamos” la exposición al peligro, la contrainteligencia paranoide, el estatus de blanco móvil y el martini en copa de cono invertido con vista a la Costa Azul.
JJB