Engordé, no quiero salir, ni probarme ropa, ni comprobar que todo me queda chico. No quiero que me vean, tampoco que opinen ni me den consejos que no pido, quiero desaparecer. Deseo no estar, esfumarme, esconderme.
Incómoda, me encuentro en medio de una situación paradojal. Escribo desde hace tres años en esta columna contra la gordofobia, hace mucho más tiempo que lo hago en privado, sin destino de publicación. Como catarsis y ejercicio narrativo. Pero, aunque escribir ayuda, no evita el sufrimiento. Soy la primera que se condena por los kilos de más. Soy una que quiere ser libre de los mandatos sobre cómo debemos alimentarnos para vivir como corresponde en este mundo, aunque también soy esa otra que se juzga y penaliza. Soy vasta, contengo multitudes, decía el poeta.
Hay días en que ser gorda es un orgullo, es cuando me siento empoderada, con ganas, segura y confiada en mí misma; pero hay otros en que aparece la vergüenza e iría corriendo a encerrarme o a probar alguna de esas terapias extremas que consisten en una intervención quirúrgica, o una internación en donde te prometen convertirte en sirena y cambiarte la vida. Vaya si no sería una transformación mutar la condición humana por la de un ser mitológico.
Y cuánta ilusión hay puesta en nombre de esa mutación desgrasada e hipocalórica.
Una sirena: ninfa mitad mujer, mitad pez sentada on the rocks de una isla del Mediterráneo, despreocupada y alabada, aunque sin necesidad del poder de atraer a los marineros con su canto dulce, al modo Odiseo de que se estrellen sus barcos contra los acantilados. Una ninfa que no necesitara devorar a quienes han sido seducidos por ella, ni que desee el suicidio por ningún fracaso, ni que ponga en peligro a los Argonautas en su búsqueda del vellocino de oro.
Quisiera ponerle un candado a la heladera, tapar con telas los espejos, darlos vuelta para no encontrarme con esa imagen que rechazo de mí. Evitar todo contacto con el cuerpo y con la comida. ¿Será esa la forma de calmarme? ¿Lograré pasar del anhelo por un lleno, una plenitud, la completud de un vacío, de una sensación de nada material y emocional, a otra escena, bien diferente, en la que la ingesta no determine mi estado de ánimo y mi vida social?
¿Cómo reconfiguro mi inconsciente para dejar de percibir que ciertos alimentos están demonizados? ¿Cómo dejar de sentir que hay transgresión o pecado (y eso que soy atea), si saboreo el chocolate, la galletita, el azúcar? En la taxonomía infantil que padres, tutores y encargados impusieron y perdura hasta hoy en las profundidades de la mente, hay comidas buenas y malas, una clasificación que supone una ética y una estética determinadas. Comés bien, sos saludable, sos bella, sos recompensada. Comés mal, estás enferma, sos fea, sos castigada.
Estoy gobernada por el miedo.
En Manual para armar un sueño, la obra que La Zaranda, Teatro Inestable de Ninguna Parte, estrenó esta semana en el Teatro Regio, una criatura teatral, olvidada en el fondo del espejo, maquilla su derrota. En un presente estéril sale a irradiar la esperanza que arroja luz en la oscuridad. Pero antes de andar, desarma. Toma conciencia de que habla la lengua del patrón. Si le ha ido a mal es porque hablan en él las voces de la opresión, lo han tomado como una marioneta que vocifera un texto que no es propio.
La habitación blanca, del dramaturgo catalán Josep María Miró, en Timbre 4, da cuenta de que la infancia que tuvimos no es tal como la recordamos y de que el trato que le dimos a nuestros pares tiene efectos. En la cadena de decisiones que hemos tomado en el pasado puede haber un eslabón perdido, o escondido por nuestra memoria, donde el cuerpo de otre se ha visto perjudicado. Los juicios, las acciones u omisiones que encarnamos, han generado un callo, un dolor, un trauma, que no pudo ser elaborado y que regresa como una sombra para devorarnos o para darnos la oportunidad de hacernos responsables.
Dirigida por Lautaro Perotti, La habitación blanca es una invitación a revisitar ese pasado en el que tejimos la trama de que estamos constituidos. Una obra en la que se destaca la excepcional Miriam Odorico, al componer a una antigua maestra de grado que ha sido despojada de todo y se reencuentra, en apariencia de modo casual, con tres adultos que alguna vez fueron las criaturas que aprendieron junto a ella. Un elenco integrado por Andrés Ciavaglia, Melisa Hermida y Alfredo Staffolani despliega humor, drama y ternura durante ese viaje hacia un tiempo íntimo y primario.
Es tal la fuerza y el poder de los mandatos, del deber ser vital y corporal, que a veces no hay doctrina ni reflexión que alcance para aliviar el peso del sentimiento persecutorio. Padres y amigues, coach nutricionales, influencers, médicos y hasta licenciados en nutrición se han convertido en “policías de los cuerpos”, según nos enseñaron Laura Contrera y Nicolás Cuello en el libro Cuerpos sin patrones: resistencias desde las geografías demesuradas de la carne, que vi hace unos días en el puesto de Madreselva de la FED y cuya existencia material le agradecí al editor.
Conocer el activismo gordo, hace unos cuantos años ya, me cambió la cabeza. En primer lugar, por descubrir que hay otras personas padecientes como yo, sojuzgadas por un sistema cultural gordofóbico que nos condena por no habitar el cuerpo delgado impuesto por la publicidad, la medicina, la industria de la ropa. Por otro, porque algunas de esas personas militan contra la patologización de la gordura y porque cuestionan la asimilación de la delgadez a un estilo de vida saludable, haciendo una contrapedagogía de la crueldad. ¡Cuánto me ha ayudado y ha colaborado con otras personas el activismo gordo!
Campo político con más de 50 años de vida en los países angloparlantes, ligado al movimiento de los derechos civiles, cierto feminismo y lesbianismo radical, en los últimos años tiene existencia propia en América Latina, con su particularidad anticolonialista.
Como ha escrito Mauro Cabral, sobre su padecer, la gordofobia es una forma doméstica de violencia, que consiste en controlar y obturar el acceso a la comida. Quien come como quiere, traiciona la salud, el peso justo, el deber parecer, a uno mismo.
La persona gorda, como el pobre, como el negro, como el judío queda estigmatizada. Y ante el maltrato social, su deseo es desaparecer, que no se note su singularidad. Por eso, Michael Jackson hace un tratamiento para blanquear su piel o tantas chicas padecen anorexia. El descuido, el goce masoquista, el consumo excesivo surgen asociados con el ser o estar con un cuerpo que no cumple con las pautas del peso deseado. Y hay que apostar al adelgazamiento, la dieta, la restricción.
Al escribir sobre mi gordura pongo en jaque el imperio de la norma, que nos domina. Pero incluso así, aunque haya algo de sosiego y el malestar se atenúa, no es suficiente. Resisto la tempestad como el hilo de una cometa, pero habrá que ir cambiando el lenguaje, la forma de pensar, la realidad misma, para entablar una relación amistosa con el cuerpo y con los demás. Y eso no se hace de a uno.
LH/MF