Un Estado son capas de Estado: instituciones, símbolos, actos, fotos, íconos, escenas, leyes, alianzas, traiciones, rostros. Algunas de estas fuerzas de Estado empiezan a hacer contacto con las mujeres mediante las figuras de las primeras damas. ¿Cuándo la primera dama se convierte en una persona pública? Hasta Eva Perón no podemos retener el nombre de ninguna esposa de un presidente. Ni siquiera la de Yrigoyen, cuando el radicalismo amplía la participación de las multitudes en el Estado.
Aunque en esta genealogía puede hacerse una distinción: entre los efectos de esta estela pública –cuando las mujeres comienzan a estar en la foto– y la matriz íntima de los vínculos –la órbita de las mujeres en el poder –. Incluso los vínculos comunitarios más allá de las directrices de Estado. El libro Secretos de alcobas presidenciales: de Delfina Mitre a Cristina Kirchner, escrito por Cynthia Ottaviano, focaliza aquí: la alcoba como el lugar donde se cuecen las habas. Quizás el vínculo más fuerte que parió América Latina sea el de Manuela Sáenz y Simón Bolívar. En escenas, tiempos y contextos muy distintos la imagen de la alcoba vuelve sobre estas incógnitas: ¿a qué mujer le envía el presidente un WhatsApp consultándole cosas? ¿Quién lo anima detrás de un discurso? ¿Quién le susurra “mira esto” o le señala errores? ¿A quién le canta canciones un presidente? El combustible está en la alcoba.
La expresión, incluso lingüística, “primera dama” remite al consorte, a hacer partícipe, y arrastra, en la vida democrática, la noción nobiliaria de que una persona en el poder es una sangre en el poder; es decir, una familia. Nadie gobierna solo. Al poder del Estado moderno se llega de a dos, a veces también en familia, a veces en clan. Pensar como caduca o antigua a la figura de la primera dama –Juliana Awada, la esposa de Macri, solía ser calificada de “florero”– opaca que mediante estos modos ceremoniales y protocolares muchas mujeres en el siglo XX han podido dar grandes pasos, traficar, negociar y tensionar la cultura política, que solía estar centrada en los varones.
Sin primera dama no habría Eva Perón. Aunque además de ella, de su nombre, es una plataforma de toda una generación de primeras peronistas, como ha estudiado Carolina Barry. Por ejemplo, en el caso de Elena Caporale de Mercante, mujer del entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires Domingo Mercante. Muchachas de antes que superpusieron la “dama” con la “trabajadora” y dieron vuelta el dicho popular –“una dama en la calle, una señora en la casa y…”–. María Georgina Cecilia Acevedo Pérez, la esposa de Cámpora, apodada “Nené”, hija de una familia de cierta fortuna, contrasta con las tres esposas de Perón: Aurelia Gabriela Tizón “Potota”, Eva Duarte e Isabel Martínez, la primera presidenta de quien tanto cuesta hablar.
Macri y Awada se conocieron en un gimnasio; Néstor y Cristina en la universidad. Alfonsín conoció a su esposa en un carnaval en Chascomús. Y encontró a una compañera histórica en Margarita Ronco, su secretaria, quien decidió en la historia nombrarse así, en ese cariz público, el del trabajo, desde que lo conoció hasta que caminó anónima en su despedida. Los secretos de la primavera democrática, los secretos de la democracia argentina duermen en la almohada de Margarita.
Aunque este desplazamiento hace síntoma con la estela del radicalismo, un partido sin rostros canónicos de mujeres. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, de Silvia Martorell, la “Chunga”, pintora y esposa de Illia? La historia de las mujeres sin rostro del radicalismo, en la literalidad, hasta en el ácido que Barón Biza le arrojó a Clotilde Sabattini, como advierte Nora Domínguez. A su modo, El desierto y su semilla es la historia de esta familia radical, de esta violencia. Los rostros que faltan son también palabras sobre las muchas mujeres radicales que se metieron sus pueblos al hombro, participaron en cooperadoras, asambleas, comedores, fueron victimas de la dictadura y muchachas de la democracia.
María Lorenza Barreneche, Zulema Yoma, Inés Pertiné, Chiche Duhalde, Cristina Fernández de Kirchner, Juliana Awada, Fabiola Yáñez. Se escribe algo entre esos nombres. Las primeras damas de la Argentina democrática. Algunas pusieron la casa por sobre el Estado. A otras el Estado les tomó la casa. Casa tomada. María Lorenza, a la que llamaban “la pueblerina”, la de más bajo perfil, custodia de su familia. Zulema Yoma, echada de Olivos por decreto, buscadora de justicia por la muerte de Carlitos Junior. Inés Pertiné, que tuvo su propio 2001 cuando, como analiza Soledad Vallejos en Olivos, mientras el país estallaba organizaba una mudanza fantasmal, de raje. Tuvimos cinco presidentes en una semana y también cinco primeras damas. Juliana Awada influencer para una patria soñada for export.
Desde su propio origen, las presidencias peronistas están montadas, más que en la alcoba, en el vínculo del partnership. Sociedades intelectuales que permiten, torciendo la “rosca”, proyectar carreras políticas para las mujeres. Hasta ahora las mujeres que más han escalado en cargos jerárquicos en el peronismo han sido “esposas de” (Eva Perón, Chiche Duhalde, Cristina Kirchner), “hijas de” (Malena Galmarini) o “hermanas de” (María Eugenia Bielsa). Pero menos importa esto –los nombres propios, las condiciones de una cultura política, subrayar los linajes o los modos de enunciación codificados sobre ellas– que lo que han hecho con esa palanca, o ese destino. No romper el sistema, torcerlo desde adentro.
Lo que importa es que han hecho estas mujeres con esa palanca, o ese destino. No romper el sistema, torcerlo desde adentro.
Pero Fabiola Yáñez no entra en la serie de primeras damas peronistas post 2001. No participa de los armados políticos ni proyecta una carrera política propia. Es una mujer civil. Imaginamos una mesa de luz sin los consumos que codifican esa cultura (pañuelo verde, foto con una madre de Plaza de Mayo, cancionero de los setenta). Es una chica que puede votar al kirchnerismo más que coagular su cultura simbólica. Es más objeto de su representación que sujeto de su identidad. Forma parte de las ampliaciones históricas del peronismo –“venir del Interior a la Capital a estudiar”– más que de la exhibición de ciertas bibliotecas de clase. Cuando la lógica del Estado se pone nobiliaria, también puede ocurrir lo común. Es más una princesa plebeya que una defensora de las princesas plebeyas.
Alfonsín fue el padre de la ley de divorcio y Menem el primer presidente en ejercicio en divorciarse. Kirchner fue el “primer ciudadano”, el primer varón en acompañar a una mujer en la presidencia. Macri, el primero en llegar separado y con una familia ensamblada. Alberto, el primer soltero que ejerce la presidencia no estando casado. El amor líquido llegó a Balcarce 50. Las familias en el poder no reflejan la sociedad pero funcionan como brújula rota.
El Estado se hace con algo, con la alcoba o con el partnership. O con las dos. No se trata sólo de que el rol de primera dama permita históricamente –aunque no obligue– el acceso de las mujeres a la “rosca” (todas las que fueron presidentas antes fueron primeras damas), sino que no existe Estado sin simbología estatal. La acusación de banalidad o superficialidad oblitera una serie de prácticas minoritarias donde también se juega lo común. ¿Qué hacés con lo que el rol te hace? Pero Fabiola corre el mismo riesgo que Alberto en sus descuidos: reproducir una versión del poder que es vacua, que dice, en esa parte, el poder no está ahí. Cuando actúa como novia adentro de Olivos no es una outsider: es una insider de los privilegios de las capas del Estado, cuando compartir la cama se vuelve elite.
FA