COLUMNA NÓMADE

La fábula del hombre misterioso

0

No se puede escribir solo. Ni siquiera al tenis se puede jugar solo. Necesitás un adversario. En medio de la clase, el sensei nos dice que en Japón –él fue unos años a practicar en la universidad donde se enseña karate y otras disciplinas– antes de entrar en kumite, se dicen palabras celebrando la presencia del compañero de dojo que te enseña a ser mejor, a dar más de lo que pensabas que podías dar.  

También te puede dar un golpe letal en la cara si no te cubrís.  

Pero el adversario, el testigo, ese por el que hacemos todo, en realidad es nuestro doble, ese que toma muchas formas a lo largo de nuestra vida. Mientras el sensei habla pienso en esos versos que tanto me gustan de John Ashbery. “Siguiendo al doble que crece del otro lado del humo de mi cigarrillo”.  Muchas veces el gusto toma la forma de nuestro doble. Entonces el gusto–lo que pensamos que nos define– funciona como la sombra que se interpone en todo lo que intentamos conocer. En el mundo físico, el misterio sostiene las relaciones, pero cuando éste se acaba, hasta los matrimonios más sólidos empiezan a hablar un discurso castrense y terminan mal.  

En una mudanza que hice hace poco, se me apareció un libro de Francis Scott Fitzgerald que no había leído, Suave es la noche. A diferencia de El gran Gatsby, que es una perfecta obra de relojería, este libro es más inestable, son como tres cajas que no terminan de encastrar. Tanto que Fitzgerald lo escribió dos veces; en la primera, lo publicó en ráfagas en una revista literaria y después en formato de libro. En la segunda no lo llegó a terminar porque su vida terminó antes –murió muy joven, porque estaba pasado de rosca– y lo que estaba haciendo era alterando el orden cronológico del libro. De alguna manera, le estaba quitando misterio.  

Suave es la noche –la primera versión– empieza lentamente. La maestría de Fitzgerald para meterte de a poco en el ambiente es total. Una joven actriz y su madre están en la playa glamorosa de la riviera francesa. Todo el comienzo es una obra maestra de cómo crear personajes con pocas y precisas anotaciones, cómo utilizar comparativos inusitados. Por ejemplo, cuando describe el lugar físico donde va a empezar la aventura, escribe que en la costa francesa, “se alza orgulloso un gran hotel de color rosado. Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante”. Y después mete un passing shot: “El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo”. ¿Cómo era la madre de esta chica? “La madre tenía un rostro de lindas facciones, ya algo marchito, que pronto iba a estar tocado de manchitas rosáceas, su expresión a la vez era serena y despierta, de una manera que resultaba agradable. Sin embargo la mirada se desviaba rápidamente hacia la hija”. ¿Cómo era la hija? “Tenía algo mágico en sus palmas rosadas y sus mejillas iluminadas por un tierno fulgor, tan emocionante como el color sonrojado que toman los niños pequeños tras ser bañados con agua fría al anochecer”.  

La chica y la madre se adentran en la playa del hotel rosado y mágico y nosotros con ellas, mientras Fitzgerald se pone a describir a las personas que se mueven en grupos, gente aristocrática: bellos, inteligentes, quemados por dentro, frívolos de todo el mundo que, como la camisa hawaiana, se convierten en turistas globales.  

Pero el epicentro de la novela, la fuerza centrífuga que va a enloquecer de amor a la chica y provocar la desgracia de todos está encarnada en el matrimonio que forman Dick y Nicole Diver, una pareja norteamericana que oculta un pasado inesperado y misterioso. ¿Queremos resolver el misterio o no? 

En la última película de Luis Ortega hay un personaje que se parece físicamente al Malevo Ferreyra, casi un cowboy urbano. Este hombre misterioso no es nadie, trabaja en el centro vacío de la narración, es el que te hostiga en tu cabeza desde que te levantás hasta que te acostás, el pinche tirano, no tiene identidad porque está hecho con la densidad ontológica de nuestro doble. No soporta tener identidad porque es asintáctico.  

FC/DTC