No deja de ser al menos risueño que los dos directores técnicos que ganaron los primeros títulos mundiales para Argentina –y que a la vez se supusieron creadores de escuelas futbolísticas, de corrientes de pensamiento, encarnaciones dilectas de izquierdas y derechas ideológicas, representantes de dicotomías intocables y enemigos irreconciliables con bandas extensas de hinchas fanáticos– hayan sido escuetos triunfadores en su oficio: el palmarés de César Luis Menotti incluyó apenas un título nacional (Huracán), dos Mundiales (mayor y juveniles con Argentina) y tres copas locales (pero no la Liga) con el Barcelona. El de Carlos Salvador Bilardo fue aún más parco: un campeonato local con Estudiantes y el título de México. Nada más.
Esto bastaría para refutar cualquier tesis del fútbol argentino como exitista, si no fuera porque el encumbramiento de ambos tuvo que ver, justamente, con ambos éxitos, porque fueron demasiado cruciales: el primero, “contra” la dictadura, y el segundo, con Maradona y “contra” Inglaterra. En 1978, Menotti comandó un equipo inolvidable, pero no por el pretendido “lujo” de su juego, sino por su potencia y su prepotencia, aunque arltiana: pura prepotencia de trabajo. El Huracán de 1973 era fantástico y fantasista, irrepetible, pero no podía jugar un Mundial (a duras penas, jugó una Copa Libertadores digna en la primera rueda, y lo trituraron en la segunda, a medias entre Independiente y Peñarol, en 1974).
Como lo que le sobraba a Menotti era inteligencia, sus grandes inventos fueron dos: el primero, convertir a la Selección en prioridad para la AFA, dándole una perspectiva estable y continua de trabajo riguroso, que incluía cambiar la preparación física para equiparar a los equipos europeos en velocidad y potencia; el segundo, hacer de cuenta que todo eso no importaba y que lo imprescindible –su “logro”– era recuperar pretendidas esencias inmemoriales, apodadas la nuestra, basadas en el toque y la gambeta. Cuando Mario Alberto Kempes convierte los goles de la final contra la entonces Holanda, demuestra la importancia decisiva del primer invento (se lleva a la rastra a todos los holandeses). Cuando Menotti comienza a hablar, demuestra que, además, toda práctica precisa de un relato que la interprete y le asigne un sentido, aunque la propia práctica lo contradiga. Por eso, no paró de hablar hasta su muerte.
(Lo de Bilardo, en cambio, fue igual: sus dos equipos triunfadores estaban llenos de grandes jugadores, desequilibrantes y decisivos, muchas veces lujosos –Ponce, Sabella, Trobbiani; Maradona, Burruchaga, Borghi, Valdano–, pero los explicaba como tacticistas y defensivos: ambos equipos, el de 1978 y el de 1986, tuvieron casi la misma diferencia de goles; el equipo defensivo, uno más en contra. Y lo de Bilardo también fue distinto; sólo habló hasta por los codos durante casi cuarenta años).
Ambos compartieron esa excepcionalidad: ganaron esas dos Copas. Pobre Menotti, lo suyo fue cuesta arriba, porque la dictadura fue un monstruo grande que pisaba fuerte, y nunca pudo saldar ese estigma –como si la sociedad argentina hubiera sido un modelo de resistencia y rebeldía anti-fascista y tuviera el derecho de reprocharle haberle dado la mano a Videla y a Galtieri (se supone que no podía escupírsela, ni siquiera negarle el saludo, así como yo no podía matar a Videla el día que desfilé delante de él con un FAL cargado, mientras hacía la colimba)–. Al menos, cuando pudo trató de marcar alguna diferencia: alguna firma en solicitadas por los desaparecidos, por ejemplo, que no demasiados se animaban a firmar. Supongo que fue esa experiencia la que lo decidió a asumir con más franqueza –o al menos, con retóricas más convincentes– posiciones progresistas después de 1983. Pero convenció a unos cuantos de que había protagonizado una revolución táctica basada en volver a jugar como la Máquina de River Plate en 1942, lo que, por supuesto, era falso.
Bilardo, en cambio, también la tuvo difícil: ese gran equipo de 1986 siempre será el de Diego Armando Maradona y diez japoneses, como dicen que decía el técnico noruego Egil Olsen (“Bilardo encontró a los diez japoneses”), y el de 1990 era una caricatura de sí mismo, a pesar de lo lejos que llegó y lo bien que jugó sólo un partido (la semifinal contra Italia). Pero convenció a unos cuantos de que había protagonizado una revolución táctica –para mí, basada en sacar a Clausen, a Garré y a Pasculli: la revolución la encuentra recién con Bélgica, su mejor partido– y no paró de hablar de ella como si hubiera transformado el fútbol galáctico.
Ambos eran muy distintos: ególatras, narcisistas hasta la exasperación, aunque Bilardo le añadía su paranoia desarrolladísima, como dijo el amigo Matías Bauso ayer en su nota. La pretensión de ambos de construir una suerte de weltanschauung sobre sus preferencias futbolísticas no resiste ningún análisis serio, y sin embargo convencieron a la comunidad futbolera durante cuarenta años de que era cierto. Posiblemente, el mérito sea aquí más del Flaco que del Narigón: el primero aceptó algún romance con su comunismo, era amigo de Serrat y la Negra Sosa le dedicó una canción desde el escenario. Bilardo, en cambio –ahora sí: ¿en cambio, por el contrario? –, era peronista, aunque jamás se proclamó “de derecha”: con algo más de certeza, descartó esa dicotomía, que para él era meramente futbolera, pero esencial (y acusó a su colega de “rabanito”: rojo por fuera, blanco por dentro).
Entiendo que he hablado de Bilardo como si se hubiera muerto, y el que se murió fue el Flaco. Pero Jekyll y Hyde, yin y yan, mundo de oposiciones y relaciones, ambos se construyeron en contra del otro en un juego de espejos invertidos. Lo que es indiscutible logro de Menotti no es su modo de tirar el offside, sino el haber conseguido que un director técnico de la selección durara ocho años –Stábile duró casi veinte, pero antes de la Copa de Suecia 1958 nada cuenta–, se tomara las cosas en serio y trabajara para hacer entrenar como energúmenos a sus jugadores –y volverlos profesionales hiper competitivos, capaces de pisotear a la Holanda de 1978. No había nada de izquierda en eso, sino pura inteligencia futbolera, que para eso le pagaban.
El fútbol, como buena mercancía, es de derecha, porque sólo busca aumentar la plusvalía. Siempre será un juego bello, antes y después de las declaraciones de los jugadores y los técnicos, y los triunfos mundiales, como ha quedado palmariamente demostrado hace tan poco, son grandes proveedores de felicidad en tiempos aciagos. Posiblemente, entonces, el otro gran mérito de Menotti no fue futbolero, sino poético: haber convencido a tanta gente, con el único arsenal de la palabra, de que las paredes entre Ardiles y Kempes tenían algo de izquierda.
PA/MF