La tesis de Rodolfo Fogwill sobre la última dictadura parece hoy una síntesis de estudios históricos pero se anticipó a los especialistas. Apenas se habían cumplido cien días del gobierno de Raúl Alfonsín cuando dijo que la “reorganización nacional” había comenzado a principios de los años 70 con la irrupción del terrorismo de Estado y no el 24 de marzo de 1976 y que su objetivo, una redistribución regresiva de la riqueza, estaba en segundo plano por las violaciones a los derechos humanos y seguía en curso. En su última formulación –“Estados alterados”, escrito en 2000 para un fallido relanzamiento de la revista El Porteño- extendió el análisis hasta el menemismo. Los datos de la pobreza en la Argentina, entre otros indicadores de la actualidad, podrían ser leídos como la continuidad del proceso.
Fogwill (1941-2011) planteó esas ideas a principios de 1984, contra la opinión mayoritaria que celebraba la recuperación de la democracia. Fogueado en polémicas sostenidas previamente en el campo literario, donde se encuentran las primeras escaramuzas de sus enfrentamientos con Ricardo Piglia, intervino en la discusión política a través de columnas que escribió para las revistas El Porteño, El Observador y Primera Plana en su segunda época. Por entonces había publicado tres libros de cuentos a partir de Mis muertos punk (1980) y la novela Los Pichiciegos (1983).
Así como pervirtieron el lenguaje con los eufemismos que encubrieron las prácticas del terrorismo del Estado, los militares impusieron según Fogwill “un léxico falso” a la política. En “La herencia semántica del Proceso” y “La herencia cultural del Proceso”, artículos que publica entre abril y mayo de 1984, Fogwill puntualizó esa degradación de los conceptos: “proceso” define en la conversación corriente “una conducta de Estado que comenzó en 1976 y concluyó en 1983”; “dictadura militar” oculta la participación civil y el modo en que un sector de la sociedad se beneficia con la redistribución de la riqueza; el concepto de democracia está restringido a la ampliación de libertades y garantías individuales sin afectar la forma de gobierno implicada en el término. La “mera enunciación” de esas palabras, dice, “supone un acuerdo de fondo sobre las reglas de juego”.
Los hitos iniciales, en la periodización de Fogwill, se encuentran entre 1971 y 1973 con las desapariciones del abogado Néstor Martins, Juan Pablo Maestre y otros cuadros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la masacre de Trelew y la irrupción de la Triple A, armada por sectores del gobierno peronista. “Las políticas bancarias y cambiarias que se sucedieron al cabo de la gestión de (el ministro de economía José Ber) Gelbard” contienen el origen del endeudamiento externo. La interpretación de la salida electoral como una conquista de “las luchas del pueblo”, según expresiones de la izquierda, le resulta irrisoria: la democracia tal como se configura en 1983 es desde su punto de vista la expresión de una derrota.
La ironía es un arma en sus artículos. Fogwill elogia Recuerdos de la muerte, pero dice que Miguel Bonasso, el autor, “consigue eludir explicaciones sobre las sinuosas componendas políticas de su organización”, Montoneros, y confía en que su obra “cuente las aventuras de alguien sometido a esa forma sutil de la represión que es el ocultamiento de la verdad y la adulteración de la historia”. También recurre al archivo y exhuma una entrevista de 1977 donde Raúl Alfonsín manifiesta “algún optimismo” sobre la situación de los derechos humanos, afirma que no tiene urgencias electorales y comparte “la necesidad de llevar a feliz término” el proceso militar. Esas declaraciones aparecen transcriptas bajo el título “Intentan deteriorar la imagen del Poder Ejecutivo” (El Porteño, agosto de 1984), como si fueran el producto de una operación de prensa.
Sus antagonistas son menos sutiles. Lo tildan de ultraizquierdista, de recién venido, de vocero de la cultura marginal. El periodista Enrique Vázquez reacciona porque Fogwill afirma que la cultura del gobierno radical está supeditada a los medios y el espectáculo, “desarticulada de la vida real”, y en última instancia continúa a la del régimen militar como la política económica. Vicente Zito Lema lo destrata como “una mierda” por sus críticas al informe que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas presenta en televisión en julio de 1984.
Fogwill considera que el informe presentado por el ministro de Defensa Antonio Tróccoli y el escritor Ernesto Sabato es “una mercancía más de los negocios sucios de la política y del espectáculo”. El cuestionamiento hace foco en la representación de un parto a modo de prólogo: la ficción marca con el signo del horror a los testimonios que siguen, y el horror, según su análisis, inscribe un sentido ajeno al devenir histórico y exculpatorio para la sociedad.
Esa mirada se asocia con la crítica al “show del horror”, el “descubrimiento” del terrorismo de Estado por la prensa sensacionalista que presume de convicciones democráticas a la vuelta de haber hostigado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su visita al país (1979) entre otros gestos de apoyo al régimen militar. En “El doctor Cormillot y la gran máquina de adelgazar conciencias” (El Porteño, febrero de 1984), una respuesta hacia afirmaciones del médico dietólogo respecto a que los torturadores “no son humanos”, Fogwill sostiene que esas frases bien pensantes replican la lógica que fundamentó el terrorismo de Estado bajo la figura del subversivo.
El asombro que expresan figuras de la política y de los medios ante las revelaciones de la CONADEP es para Fogwill una forma de desentenderse de aquello que involucra a la sociedad argentina en la represión. Una observación similar a la que León Ferrari condensó en “Nosotros no sabíamos”, la serie donde expuso que los secuestros, los asesinatos y los hallazgos de cadáveres supuestamente desconocidos fueron de dominio público a través de la prensa.
Fogwill no menciona la teoría de los dos demonios expuesta en el prólogo original al Nunca Más, pero afirma que el informe de la CONADEP despolitiza el terrorismo de Estado. “Los deudos quedamos en deuda con nuestros muertos. Y endosar esta deuda a los asesinos y a los ejecutores equivale a licuarla, o a pagarla con una moneda que los muertos, al morir, reconocieron como falsa”, argumenta en “Hechos, frases, ideas” (Primera Plana, junio de 1984); se trataba de “operar sobre las fuerzas reales de la sociedad”.
También se opone a la legalización de las drogas –él, usuario de sustancias durante dieciséis años-, al divorcio y al aborto, “pero no por simple golpe de efecto”, dice María Moreno en la despedida que le dedica en Pero aun así, su último libro. Fogwill corre por izquierda en un ángulo imposible: el divorcio le parece conservador porque reafirma la posibilidad del matrimonio burgués y el aborto resguarda a la paternidad irresponsable. “En sus coqueteos fascistoides o en sus eslóganes reaccionarios había siempre un punto de razón, cuando no el síntoma de un duelo patológico por la revolución”, según Moreno.
Fogwill también apunta su dedo acusador contra la Academia Argentina de Letras y la Feria Internacional del Libro, “instituciones sospechosas” de complicidad con la dictadura. Se reivindica como francotirador: “la marginalidad piensa las ideas prohibidas, experimenta las nuevas palabras y las nuevas emociones, anuncia las nuevas teorías y recuerda las doctrinas que la gente del centro de la hoja preferiría olvidar”.
Sus columnas son incluso resistidas por los mismos medios donde se publican. “La herencia cultural del Proceso” aparece en El Porteño con un sello donde la redacción de la revista aclara que no comparte las opiniones expresas en la columna. Fogwill reniega del periodismo en 1985, entrevistado con Sergio Bizzio, aunque ya había anticipado su postura reactiva en “El periodismo no es para nosotros”, una mordaz respuesta a quejas de Sergio Sinay por la resistencia de los escritores a “contaminarse” con los medios masivos.
La apelación a un futuro que bien puede transcurrir en la actualidad se reitera por otra parte en sus notas de prensa. Los críticos por venir descubrirán que la literatura de la época se encuentra “fuera de los géneros y los formatos apreciados por la prensa dominical y su público, fuera de los catálogos de las editoriales masivas”; los historiadores tendrán que debatir los alcances del proceso que cataliza la última dictadura.
Mientras tanto, Fogwill abre interrogantes y propone respuestas: “¿Cómo se zafa de esta herencia cultural? Creo que el mejor camino es pensar lo que ella y sus administradores decretaron como impensable, y pensarlo con los modelos intelectuales que exorcisaron como intolerables”, dice. Sus preguntas siguen en pie: “¿Qué estamos haciendo con nuestras palabras para que no mueran, o, mejor, para que otros no vuelvan a dejarse matar por ellas?”
La mayoría de las intervenciones periodísticas de Fogwill están recopiladas en Los libros de la guerra (2008); el conjunto de sus papeles puede consultarse en el fondo que sus familiares donaron a la sección de Archivos y Colecciones de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
OB