Cuando Lacan lee el libro de Freud sobre el chiste, señala que la relación entre chiste e inconsciente hay que buscarla en la forma. Dice que Freud vio las relaciones estructurales que hay entre el Witz –que en alemán no es sólo chiste, sino ocurrencia, ingenio, gracia, ironía, agudeza– y el inconsciente “únicamente en un plano que podemos llamar formal. Entiendo formal no en el sentido de las bellas formas, redondeces, todo aquello con lo que tratan de sumergirlos otra vez en el más negro oscurantismo, sino en el sentido en que se habla de la forma en la teoría literaria, por ejemplo”. La forma, para los formalistas, no se opone al contenido; tampoco se trata de que la forma se agregue al contenido, sino que el contenido es constituido por la forma. No sólo no hay oposición, sino que tampoco hay una tan clara separación entre ambos. Roland Barthes lo dice así: “El formalismo en el que pienso no consiste en ‘olvidar’, ‘descuidar’, ‘reducir’ el contenido […], sino solamente en no detenerse en el umbral del contenido”. Y también subraya lo siguiente: “Una vez abolido el sentido, todo queda por hacerse, puesto que el lenguaje continúa”. Todo por hacerse ahí donde se desplaza el contenido que sería, en rigor, que todo está ya hecho. Todo por hacerse porque ahí donde no nos detenemos en el umbral del contenido, se abre un espacio, se abre un mundo que no es el mundo pleno del signo, el mundo colmado de lo ya-sabido, el mundo aplastado y gris de lo repetido como disco rayado. Todo por hacerse escribe también la posibilidad de concebir el inconsciente, no como algo dado, sino como algo por decir, todavía no dicho, porque el inconsciente no expresa lo pensado: siempre hay un hiato entre lo que se piensa y lo que se dice. Para el psicoanálisis, la cosa está en la forma y no en el contenido, en el modo y no en el contenido. Se trata de la forma lingüística antes que del pensamiento. Y eso mismo, dice Ritvo, “puede formar parte de los axiomas fundamentales de la clínica psicoanalítica. En la medida en que lo que importa no es lo que alguien dice –lo que los latinos llaman dictum–, sino el modo en que lo dice –modus–. Esto es lo que hace síntoma, y es esto lo que escucha un analista, no el contenido, que sí se oye y se entiende, pero no en el sentido psicoanalítico del término”. Si el chiste es una formación del inconsciente, lo es justamente, sigue Ritvo, en su diferencia entre el dicho y el modo; “es un modo que se oculta en el dicho”. Leer la forma de decir, antes que el contenido, nos mantiene a resguardo, además, de hacer de la interpretación un simbolismo.
Me gusta detenerme en las formas de decir. Porque si algo tienen esas formas, es que no están separadas de lo que se dice. Podría consolarme con la frase que le quita peso a lo dicho y que relativiza y neutraliza los efectos: “Es una manera de decir”, pero no. Parafraseando a Barthes diría: tengo una enfermedad: veo las formas de decir. Freud inventa un método en el que se trata de leer las formas de decir: las verbales, pero que no están separadas del cuerpo. El cuerpo también tiene sus formas de decir: inhibición, síntoma y angustia acaso sean eso mismo. Y todas las formaciones del inconsciente son formas de decir, de decir algo que no termina de decirse del todo, porque no todo puede decirse, porque el lenguaje siempre es un poco insuficiente y porque el retorno de lo reprimido no es nunca absoluto. Sueños, lapsus, síntomas, chistes: formas de decir de lo inconsciente, formas de decir inconsciente.
Leer es, antes que nada, leer esas formas, leer la enunciación, las marcas, las pistas que hay en un texto, en un reel, en una imagen más allá del contenido de lo que se dice. Si no se lee la enunciación, si no se puede leer la forma no hay, en rigor, lectura. Hay más bien atribución, suposición, prejuicio, la violencia del prejuicio, etc. Por ejemplo: un autor escribió hace un tiempo una crónica sobre un supuesto viaje a Rusia con una comitiva oficial del gobierno de Alberto Fernández. Parodiaba las denuncias de “los curros”, “con la nuestra”, “el IVA de los fideos de los pobres” y todas esas frases llenas de ideología a cielo abierto. Parodia, pura parodia, frases desopilantes. Por supuesto que el texto está lleno de claves para poder leer que es una parodia, pero para poder leer esas claves se necesita, antes que nada, una disposición a sacarse de encima el prejuicio, cuestión nada sencilla. Muchos, pero muchos, reaccionaron denunciando que el escritor había viajado a Rusia “con la nuestra”. Ese tipo de bodrios pueden advertirse a diario en la esfera pública. Las evidencias sobran. Todas esas formas de decir que son la parodia, la ironía, la sátira, el humor, el chiste ya no se distinguen y, en cambio, todo se (no) lee del mismo modo. Me parece que la tiktoquización de la circulación de imágenes y textos, la fragmentación de todo, hizo que todo lo que se ve en las redes se consuma de igual manera, como si fuera verdad sin más, con la literalidad a flor de piel; sin advertir las distintas capas, las ambigüedades de la lengua, los distintos matices de lo que se dice. No importa quién hable, no importa ningún otro elemento de la escena, incluso aunque esos elementos estén puestos adrede para arrojar pistas de lectura. Adiós a la sorpresa de lo figurado, hola al tedio de la opa literalidad.
Por su parte, el psicoanálisis también está en las formas: en las formas de escuchar, en las formas de leer y en las formas de decir. El psicoanálisis no es una profesión, no es una técnica, no es una forma de ser; el psicoanálisis puede escribirse o leerse en la forma de decir, de decirlo incluso al psicoanálisis. El psicoanálisis no está garantizado por un título universitario, por una placa en la entrada del consultorio, por un título de posgrado, por una maestría, por un doctorado (no estoy diciendo que eso no importe, por supuesto que eso también puede ser parte de la formación). El psicoanálisis nunca está garantizado sino en sus efectos. Y ¿quién puede dar cuenta de que hubo efectos analíticos? No se trata del psicoanalista, sino del analizante. Analizante es la palabra que Lacan prefirió a paciente. Porque al lugar del analizante también se llega, no está dado. Y estar en ese lugar implica, sin dudas, dejarse llevar por la palabra, estar dispuestos a leer, en lo que se dice, algo más o algo menos, de lo que se dice. Los psicoanalistas que más me gustan son aquellos que se ubican justamente ahí, los que saben que no existe hablar “como psicoanalistas”, que esa es una posición impostada.
Por eso me parece un hallazgo que Andrés Mainardi le haya puesto de título Analizantes -editado por Endoxa- a su libro en el que compila una serie de nueve entrevistas a psicoanalistas. Me gusta mucho leer entrevistas a psicoanalistas porque, en sus formas de decir, se pueden advertir muchas cosas: que el psicoanálisis no es uno solo, que hablar implica siempre trastabillar, que los titubeos son parte del asunto, que el psicoanálisis sólo puede decirse así: con medias tintas. Las preguntas de Mainardi son muy buenas porque conducen al entrevistado a ese lugar de analizante. Son preguntas, la mayoría, muy personales. En el sentido en que cada uno da cuenta de lo que el psicoanálisis hizo en ellos, del modo en el que llegaron al psicoanálisis, del modo en el que el psicoanálisis llegó a sus vidas. Y, así como un escritor está hecho de lecturas, los psicoanalistas estamos hechos de nuestra experiencia de análisis, un modo de la lectura, sin dudas (por eso llama tanto la atención que muchas personas quieran ser psicoanalistas sin haberse analizado ni pretendan analizarse). El libro de Mainardi da cuenta de lo siguiente: ¿qué es un psicoanalista? Un psicoanalista puesto a hablar es un analizante. Y no se trata de la experiencia que se tenga, esa posición nunca se abandona ahí donde uno está dispuesto a escuchar lo que dice, lo que se dice, la forma de decirlo. Por eso Mainardi puede preguntar así: “¿Qué es para vos el psicoanálisis?”. Me gusta lo que contesta Patricia Fochi: “Es una pregunta incesante para los que estamos en esto”. Una pregunta incesante recupera, entonces, lo que no termina, lo que insiste, lo que, en su insistencia, no termina nunca de contestarse. Acaso como lo incesante del enigma del deseo. Un enigma que, como el del amor, no está para ser resuelto. Y entonces “todo queda por hacerse”.
AK/DTC