OPINIÓN

La fragmentación política y la democracia de las corporaciones

14 de mayo de 2023 00:01 h

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Juan Manzur, el hombre que había aterrizado en el gobierno de Alberto Fernández para insuflarle volumen político terminó vetado por la Corte Suprema, imposibilitado de elegirse en su provincia y gritando desaforado al cielo de Tucumán: “El jefe del peronismo soy yo”.

Cristina Fernández de Kirchner salió al cruce de Martín Lousteau en el Senado y, cuando el economista acusó al Gobierno de no haber aprendido nada de economía en estos años, la vicepresidenta respondió que será producto de las enseñanzas que dejó con la famosa resolución “125”. En el mismo acto, Cristina incendió a Lousteau—recordándole que su historial no está libre de humo kirchnerista— y desnudó su propia fragilidad como líder: la medida que en 2008 desató un enfrentamiento con las patronales del campo y dio nacimiento callejero a la oposición que luego la derrotaría en las urnas fue el producto de la impericia “técnica” de un ministro inexperto que ella no supo dimensionar desde la jefatura política.

Por último, Sergio Massa emitió un llamado desesperado a terminar con las internas porque “no nos entra un quilombo más”, y reclamó por un orden político para que haya orden económico.

Si el secreto de la conducción reside en que la paradoja del mando no debe manifestarse en la orden, la jefatura no se agita, se ejerce; el orden no se implora, se impone y el liderazgo no se reafirma cuando se entra en una guerra de bolsillo con un exministro (por más regocijo que el picanteo genere entre los propios), sino que se practica con el despliegue de un proyecto político que prometa algo parecido a un futuro.

Manzur era considerado el gran jefe del peronismo del norte, con vínculos íntimos entre en los factores de poder (nacional e internacional) y terminó desplazado del escenario por una medida cautelar. Massa ingresó al Gobierno con intenciones de emular a Fernando Henrique Cardoso (el ministro brasileño que “ordenó” la economía en los años noventa y terminó catapultado en la presidencia) y hoy pelea por no acabar como Juan Carlos Pugliese (el ministro de Raúl Alfonsín que preparó el terreno para la hiperinflación).Y Cristina—principal referente del espacio— descendió al subsuelo para chicanearse por un balance de un acontecimiento que tuvo lugar hace quince años. Todo el pasado por delante.

La deriva de las tres figuras del universo peronista habla de una desorientación generalizada que se agrava si se tiene en cuenta que la coalición decidió transformar a su presidente en un decorado más de la administración.

Pareciera responderse por la positiva —aunque con otros tiempos— el interrogante que en 2015 se preguntaba si al peronismo le había llegado finalmente su 2001. La erosión de su base social (y electoral) dinamitada por una crisis —con una inflación indomable— y un plan de ajuste que la tiene como principal víctima.

El único consuelo del peronismo se basa en la esperanza de que los otros sean peores. Porque los “halcones” y “palomas” de Juntos por el Cambio también se sacan los ojos por la irresistible tentación de desayunarse la cena. Horacio Rodríguez Larreta dice que es capaz de dejar la Ciudad de Buenos Aires en las turbias manos radicales con tal de llegar a la presidencia y Mauricio Macri dice que es capaz de dejar a Larreta en las dudosas manos de Dios con tal de no rifar a la gallina de los huevos de oro (la Ciudad de Buenos Aires). Patricia Bullrich dice que puede dinamitar todo y que tiene la puerta abierta para rajarse con Javier Milei, el libertariano de cabeza revuelta que los hace bailar a todos al ritmo de su música diabólica.

La famosa “fragmentación” del sistema político no es un “peligro” futuro, es una realidad del presente que los aparatos provinciales creen disimular con la algarabía del “triunfo de los oficialismos” en las elecciones locales.

Cuando el sistema político cruje son las corporaciones la que despliegan su vandorismo.

El arbitraje bonapartista de la Corte Suprema actuando como partido es otra demostración de la debilidad del sistema político. Horacio Rosatti (Yo, el supremo) envió un mensaje mafioso en el evento organizado por la Cámara de Comercio norteamericana en la Argentina (AmCham) cuando afirmó —después de suspender dos elecciones provinciales— que “el artículo 75, inciso 19 de la Constitución manda defender el valor de la moneda, lo cual tiene que llamarnos la atención respecto de la expansión incontrolada (sic) de la emisión monetaria”.

En este país oprimido y tenaz están vulnerados infinidad de derechos, por ejemplo casi todos los condensados en el artículo 14 bis: condiciones dignas y equitativas de labor, descanso y vacaciones pagas; retribución justa; salario mínimo vital móvil; igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario (…) jubilaciones y pensiones móviles o acceso a una vivienda digna. Sin embargo, Rosatti se acordó justo del “deber” que manda a defender el valor de la moneda exactamente con el método neoliberal que reclaman los jerarcas de la AmCham.

En el mismo escenario, Facundo Gómez Minujín, decano de la Cámara estadounidense y presidente de J.P. Morgan para Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, agitó el pliego de demandas del país al que representa (Estados Unidos): “Una vez que se elimine el déficit fiscal, se le dé verdaderamente independencia al Banco Central, y se recorte el excesivo gasto del Estado, el país comenzará a crecer de manera constante y beneficiosa para toda la población”, explicó el hijo de la artista plástica Marta Minujín. Facundo se considera habitado por dos mundos: el artístico de su madre y el racional de su padre, el economista Juan Carlos Gómez Sabaini. En el evento de AmCham supo combinar un poco de ambos: el arte del chantaje y la defensa irrestricta de los intereses económicos de las corporaciones.

Por allí pasaron Rodríguez Larreta, Bullrich, Daniel Scioli y Sergio Massa (además de Rosatti) para dar vergüenza ajena en una competencia infame por ver quién se consagraba como el más vasallo del imperio.

Nuestra patria vasalla fue el título que eligió hace una vida Liborio Justo (hijo de Agustín P. Justo) para narrar en cuatro tomos la historia de este país problemático y febril. Textos que mantienen más actualidad que mucho de lo que hoy rankea en la Feria del Libro de Buenos Aires.

Si semanas atrás asistimos al accionar violento del vandorismo financiero con la corrida cambiaria que impuso devaluaciones a la carta para los sectores más privilegiados, por estos días presenciamos la descarnada presión imperial y el apriete judicial que vuelven a desnudar a una democracia que en muchos casos se reduce a la ley del más rico.

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