El secretario de desarrollo urbano de la Ciudad de Buenos Aires hablando de espacio público en la sección Propiedades de La Nación. Todo un síntoma de época.
La entrevista -autopercibida manifiesto de urbanismo- atraviesa varios temas estructurales sobre el rol de la planificación urbana y sobre cómo se piensan y se gestionan modelos de ciudad. Los planteos de Álvaro García Resta como responsable de la Secretaría de Desarrollo Urbano no son, por lo tanto, opiniones incidentales; constituyen un sentido político que define significativamente cómo vive la gente en Buenos Aires.
Hay tres cuestiones cruciales; la primera tiene que ver con la concepción del espacio público. Por un lado, el diseño está atravesado por una mirada clasista que entiende que las plazas y parques son para correr y pasear el perro, mientras soslayan otras dimensiones como las ambientales (si se lo diseñara con menos cemento, claro) o las políticas (su papel simbólico como lugares de manifestación colectiva, de despliegue cultural). Es una reducción funcionalista del ciudadano estereotipado que construye el gobierno de Buenos Aires. Por el otro, está el tema de qué variables definen el ideal de espacio público. En una extraña reflexión cuantitativista, García Resta afirma que una persona que se queda todo el día o varias personas que se quedan unos minutos pueden dar cuenta del éxito de un parque en términos de concurrencia y permanencia. Eso no es ser disruptivo con las políticas públicas, es hacer un promedio -que, además, no tiene ninguna racionalidad de planificación urbana-. Pero lo notable es que el secretario también simplifique las críticas: en la audiencia de Costa Salguero, las 1.163 declaraciones en contra (frente a 30 a favor) desplegaron una diversidad y solidez de argumentos inédita que explican por qué “hacer ciudad” no es edificar ni tampoco privatizar tierra pública para consumo suntuoso. La concurrencia a grandes parques urbanos depende fuertemente de la infraestructura de movilidad y el servicio de transporte público; la permanencia, de la calidad del espacio y el paisaje para usos diversos, impredecibles. Para el secretario, sin embargo, quienes participaron de la audiencia son personas que se oponen a vender un par de hectáreas. Esto no sólo pone en evidencia los límites de argumentación de la gestión para sostener el proyecto sino que visibiliza que la participación social válida es la que no interfiere con el esquema de negocios de los funcionarios del PRO. Más aún, plazas y parques han surgido allí donde hubo movilización social y resistencia a los desarrollos inmobiliarios propuestos desde la secretaría -como el caso paradigmático de Manzana 66-; el espacio público en CABA no es mérito de la antropología urbana, es producto de una ciudadanía que disputa activamente las decisiones sobre el espacio urbano.
Y ahí emerge una segunda cuestión: la del modelo de gestión democrática. La supuesta dicotomía entre el “viejo urbanismo” y uno nuevo -encarnado en la visión antropológica- es una mera operación retórica para posicionarse como una vanguardia que ahora sí entiende y se preocupa por lo que necesita la gente. No hay nada de nuevo en eso, desde su configuración como disciplina a finales del siglo XIX, el urbanismo siempre ha tenido como objeto cómo se vive y se podría vivir en las ciudades. Los cambios desde abordajes más centralizados, que exaltaban la voz de los técnicos, hacia modelos participativos, dan cuenta de una trayectoria histórica y cada vez más compleja de los problemas urbanos. En ese devenir, la literalidad de hacer “lo que dice el vecino”, más que una propuesta innovadora de participación social, es una fórmula demagógica que la gestión de la ciudad ha encontrado para validar su falta de capacidad técnica y su incompetencia para gestionar el conflicto. ¿Qué vecino dice? ¿el que tiene acceso a redes, tiempo, ganas, incentivos para participar? BA Elige ha sido la apoteosis de esta metodología, con propuestas que tras cumplir con un procedimiento administrativo y ser las más votadas (que en el mejor escenario no llegan ni a 500 votos en una ciudad de 3 millones de habitantes) están en condiciones de implementarse sin ningún criterio de planificación territorial -así impliquen, por ejemplo, temas sensibles como instalar más cámaras de seguridad-. Esa lógica, escalada, resulta en la reciente convocatoria de convenios urbanísticos abierta a propietarios de terrenos; un collage de proyectos de desarrollo inmobiliario, que denigra un instrumento valioso para la gestión de suelo, sobre la premisa de valorizar la tierra urbana.
Desarrollar mecanismos para que las plusvalías de la urbanización (que surgen del esfuerzo colectivo de la sociedad) no queden en manos de los propietarios del suelo, es la base de una gestión urbana justa.
Ahí, la tercera -y extremadamente sensible- cuestión. ¿Por qué encarecer el precio de la tierra en una ciudad que cada vez tiene más gente sin ingresos suficientes para acceder a una vivienda? Porque el gobierno, bajo un supuesto de redistribuir riqueza que nunca se cumple, se financia capturando parte de esa valorización. Desarrollar mecanismos para que las plusvalías de la urbanización (que surgen del esfuerzo colectivo de la sociedad) no queden en manos de los propietarios del suelo, es la base de una gestión urbana justa. Promover desarrollos inmobiliarios para generar artificialmente ese flujo, es hacer caja. Hay muchas maneras de financiar el desarrollo urbano, pero implican creatividad y, sobre todo, mucha audacia política; hace cuatro gestiones el gobierno porteño elige promover el desarrollo inmobiliario especulativo y vender tierra pública sistemáticamente (de manera irregular y, casi siempre, bajo precio de mercado).
Pero además de creatividad y audacia, hay que tener funcionarios y técnicos capacitados. La tierra urbana no es renovable. De hecho, es un recurso finito y escaso. No tener conocimientos adecuados sobre cómo funcionan los mercados de suelo redunda en que se afirmen y difundan errores conceptuales como este. ¿Tal vez el periodista y el secretario hayan intentado referirse a los procesos de destrucción creativa que se dan en las ciudades? En cualquier caso, lo segundo sólo reafirma lo primero: al ser un bien escaso en un contexto donde la producción inmobiliaria genera rentas enormes, “liberar” suelo para que esté disponible para nuevos desarrollos es una estrategia central de reproducción del capitalismo. Cuando eso se traduce en las 150 hectáreas que las gestiones del PRO vendieron entre 2009 y 2019, implica que la ciudad perdió suelo para aumentar 40% los espacios verdes o para construir más de 86.000 viviendas que reduzcan el déficit habitacional, como surge en el informe del despacho del diputado Barroetaveña. Esto no es un problema técnico: la decisión política es debilitar al Estado, que debería ser un actor central en la regulación del mercado de suelo para garantizar que efectivamente quienes viven en la ciudad tengan vivienda, equipamientos y espacios públicos accesibles y de calidad.
Tomar decisiones de política pública implica tener, ante todo, creatividad política para proponer soluciones colectivas que no surgen, que no podrían surgir, de la suma de individualidades; supone la capacidad de ir más allá de los sentidos comunes instalados, de acompañar la escucha sensible con un rol activo en el desarrollo de propuestas superadoras. Pero sobre todo, implica respetar la esencia pública de la planificación urbana, gestionando los recursos de la ciudad como genuinos bienes comunes. Con participación comunitaria escenográfica, incapacidad técnica y gestión empresarial, el costo social de este modelo urbano es altísimo.
GG