Estoy traduciendo Una habitación propia, de Virginia Woolf, para una reedición. Aunque haya pasado a la historia como texto feminista, Una habitación propia es antes que nada un ensayo de crítica literaria, y uno que se siente muy urgente (eso tiene, sobre todo, de texto feminista, aunque la urgencia no refiera solo a la conquista de derechos); ese espíritu, esa pregunta incómoda por la época, es lo que más me llamó la atención en esta relectura que estoy haciendo para traducirlo. No recordaba, por ejemplo, que hablaba tanto sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, sobre el sentimiento de habitar el después del fin del mundo. Igual que Adorno después del Holocausto, Virginia Woolf se pregunta si la guerra no habrá acabado con la poesía, e incluso con el romance; igual que otra gente se lo preguntó después de la caída la URSS o del Muro de Berlín, o de las torres Gemelas, o de la pandemia. Nunca deja de sorprenderme el hecho sencillo y desnudo de que es como dijo Dickens, todos los tiempos son el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, todos sentimos que vivimos el post y el pre del peor apocalipsis de todos, una era sin esperanzas en la que todo lo bello se ha terminado. Supongo que hay un sesgo, también: las personas que escriben, que son las que dejan relatos para que la posteridad entienda sus épocas, tendemos más a la melancolía que a la conquista, a la neurosis obsesiva que a la histeria. El resto de la gente está viviendo su vida mientras una escribe.
Me quedaron grabadas sobre todo un par de frases que Woolf no dice que hablan de la nostalgia, pero hoy diríamos que hablan de eso. Woolf viene citando poemas que le gustan, uno de Alfred Tennyson y otro de Christina Rossetti; todavía no queda tan claro a cuento de qué, porque así es el estilo de Woolf, vueltero, pero no en el sentido de enroscado sino en el de quien pasea como si no hubiera ningún apuro, como si te escucharan siempre con la atención de un amante. “En una suerte de ataque de celos, supongo, por nuestra propia época, por tontas y absurdas que sean estas comparaciones, empecé a preguntarme si alguien podía con honestidad nombrar dos poetas vivos tan grandes como Tennyson y Christina Rossetti habían sido en su tiempo. Por supuesto es imposible compararlos pensé mirando esas aguas espumosas. La razón por la que la poesía incita a ese abandonarse, a ese arrebato, es precisamente porque celebra una emoción que una solía tener (en los almuerzos de antes de la guerra, quizás) de modo que una responde fácilmente, de manera familiar, sin complicarse intentando entender la emoción o comparándola con alguna que tenga ahora. Pero los poetas vivos expresan un sentimiento que se nos está formando y arrancando en este momento. Una no lo reconoce a primera vista; a menudo, por alguna razón, le tememos; lo miramos con ansiedad y lo comparamos, celosa y sospechosamente, con esa otra emoción que sí conocemos. Por eso es tan difícil la poesía moderna”, escribe Woolf, y sigue como si nada, vuelve a sus paseos, como la gente genial que siempre tiene la elegancia de aparentar que no sabe que está diciendo algo genial.
No es que sea tan original, pero me gusta el modo en que reconoce que la poesía de su propia época (que para mí, desde el año 2023, es mucho mejor que la de Tennyson y Rossetti que evoca ella) es tan buena como la de los poetas muertos, y si no nos parece así es solo porque no nos lleva a un sentimiento conocido sino a uno por conocer, a uno que todavía nos angustia; de hecho quizás esa sería la definición de un arte que todavía fuera vigente, o de leer una obra como si estuviera vigente; leerla como si todavía nos pudiera angustiar. Las obras nostálgicas no suelen leerse así; al contrario, reconfortan, tranquilizan, entibian.
Para bien o para mal, casi nunca leo así; no hay ningún pasado que me haga sentir en casa. Si efectivamente se trata de una obra de arte cuya herida sigue abierta, que todavía tiene algo para decir, la leo con la misma angustia e incomodidad con la que me aproximo a las cosas nuevas que todavía no termino de entender. Estoy leyendo en estos días las Heroidas de Ovidio, una colección de cartas (ficticias, por supuesto) escritas por las heroínas de la mitología griega a sus enamorados: Penélope le escribe a Odiseo, Ariadna a Teseo, Helena a Paris. Una princesa que no conozco le escribe al hombre que espera: me dijiste que ibas a volver cuando la luna perdiera sus cuernos, ya pasaron cuatro lunas, ¿y dónde estás? Arreglé tus barcos, te di una isla, la virtud que una doncella entrega una sola vez, y ahora voy a matarme por tu culpa, por un tipo que ni siquiera está pensando en mí. Leo este texto fechado en el 25 antes de Cristo después de la décimo quinta nota firmada por un cincuentón que cree que el fantasmeo lo inventaron los celulares, que la gente ya no se enamora, que ya nada en el mundo tiene la intensidad que tenía cuando él era joven, qué casualidad. Lo leo como ya dije, lo leo abierto, como se leen las cosas que hablan de problemas sin solución; el desencuentro amoroso, la búsqueda del sentido, la condición de insatisfacción permanente del deseo de lo que está vivo.
La nostalgia es una forma de leer, pero también es una forma de escribir, de producir; hay obras que piden esa lectura más que otras. Cuando me acerco a una más nostálgica que abierta (que siga la vida, por ejemplo, de un grupo de jóvenes rockeros), sin embargo, tampoco siento ese calor del recuerdo, ni ese arrebato de deseo por un pasado que no pude haber vivido. Lo que me asalta, sobre todo, es la pregunta de si estoy viviendo mi presente, habitando mi época con la intensidad con que lo están haciendo esos protagonistas. Me sorprende que esa angustia no sea la emoción principal, o la más compartida. Supongo que tiene más suerte que yo la gente que puede ver la serie de Fito y pensar “yo estuve ahí” aunque por supuesto no estuvieron ahí, sentirse reconfortada con la idea de que la vivieron cuando lo más probable es que no la hayan vivido, que no hayan ido ni al primer recital de Fito, ni al primer recital de Sumo, ni al segundo, ni a ninguna fiesta, ni a ninguna sesión. Supongo, también, que caídas las esperanzas positivistas —no por razones objetivas, otra vez, porque todas las épocas son el fin del mundo, aunque en un país que no crece hace décadas sea más fácil efectivamente la añoranza—, caídos los ideales de la modernidad que subvencionaban nuestra fe en el porvenir, el pasado se convierte en el lugar imaginario al que vamos a almacenar ilusiones.
TT