ENSAYO GENERAL

Hablar de plata

17 de marzo de 2024 00:03 h

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He escrito muchas columnas sobre hablar de plata. A favor de hacerlo, sobre todo. Nací en una familia de clase media sin lujos, en un barrio de comerciantes y en una comunidad judía. Me crió mi madre sola y llegué a un mundo (el de la cultura) en el que muchos de mis compañeros de universidad enmascaraban con sus privilegios de nacimiento lo difícil que era abrirse camino sin dinero de sobra y sin familias bien contactadas. Por eso me gusta hablar de plata, sobre todo con gente que vive de lo mismo que yo o gente un poco más joven que lo está intentando: es poco sano para el ambiente en el que trabajamos no hablar de cuánto cuestan las cosas y, sobre todo, va en detrimento de mejorar el acceso a ciertos bienes y ciertos espacios. Yo fui esa chica de veinte años que no entendía cómo sus amigos de veintipico pagaban vidas glamorosas con tres laburitos del mundo del arte, si yo tenía cinco y seguía teniendo que vivir con mi mamá, y prefiero que ninguna chica de veinte años tenga que volver a preguntarse de qué viven todas. Y así y todo, estoy para hacer un voto y no hablar de plata nunca más.

Siento que hace meses que nadie habla de otra cosa, de mil maneras distintas y en contextos diversos. Mis amigas que tienen negocios hablan de cambiar proveedores y, si llegaron a hacer algo de ingreso o apenas a pagarse un minisueldo, mis amigas freelancers hablan de la necesidad de encontrar un trabajo más solo para no caerse de la vida que llevan, mis amigas que tienen sueldos hablan de cómo inventarse un laburo para sumar a otro que teóricamente es full time. Una chica, en el ascensor, me pregunta si alquilo, porque hay unas expensas más caras para arreglar no sé qué cosa que podrían ser extraordinarias, pero se pasaron como ordinarias y, entonces, el propietario se las está haciendo pagar. Una conocida médica no entiende si tiene sentido seguir atendiendo en el consultorio porque con la miseria que le pagan las prepagas apenas llega a cubrir el alquiler y el sueldo de la secretaria. No importa cómo, no importa con quién: ninguna conversación en la Argentina de hoy está completa sin la sección sobre lo caro que está todo, la comparativa de precios de prepaga, cuotas de colegio o aumento de alquileres.

Noto, además, que ya casi nadie habla de trabajo. Cada vez circula más la versión de que la vocación es una mentira, un invento que le arruinó la vida a demasiada gente que pensó que la vida profesional se trataba de alcanzar alguna suerte de realización y no de (por supuesto) ganar plata. Es lógico: ni los profesionales a los que les va relativamente bien en sus respectivas ocupaciones tienen un peso. El que no tiene una red (una familia relativamente afluente que le haya regalado un departamento o, en su defecto, pueda prestarle mil dólares ante alguna eventualidad), incluso si hoy se arregla, vive con miedo. La certidumbre de tener trabajo ya no es la certidumbre de poder pagar la vida. Y, entonces, es lógico que dé un poco igual de qué trabaja uno, si la sensación es que vivimos en una especie de aristocracia de estamentos fijos.

Recordar todas las cosas importantes que hacemos parar sostener nuestras vidas y las ajenas aunque nadie nos las esté reconociendo en dinero, y justamente por eso

En alguna época se decía (nunca supe si era efectivamente cierto) que en 2001 y los años posteriores habían crecido las matrículas de las carreras humanísticas, porque en un mundo y un país que no ofrecía ninguna garantía daba lo mismo estudiar cualquier cosa y mejor estudiar algo que a uno le guste, entonces. Quizás fue así esa vez, pero yo no veo nada parecido a eso hoy. Intuyo que se explica por un cambio cultural (y social) que excede a la Argentina, pero, sea por la razón que sea, la sensación es que esta crisis no nos está conduciendo a pensar que hay que valorar otras cosas porque la plata va y viene.

En este contexto, pienso varias cosas en relación con la reivindicación materialista de hablar de dinero, reivindicación que tomo de lugares tan disímiles como mi crianza en el Once, la tradición marxista y la tradición feminista: por un lado, que así como es importante hablar de que todo sale plata, de que para casi todo hace falta plata y de que no todos los problemas se solucionan con plata pero la mayoría sí, es igualmente vital recordar todo lo que pasa por fuera de esa esfera: las comunidades que se organizan con dos mangos para pintar una escuela o hacer una obra de teatro, el amor con el que se ejercen profesiones tan mal pagas como los trabajos de cuidado, la pasión que exigen tantos trabajos, incluso la responsabilidad que exigen aquellos trabajos en los que quizás hablar de pasión es difícil, el esfuerzo que hace la gente por cumplir a pesar de todo. No se trata de conformarse, de dejar de pedir financiación, diría que se trata casi de lo contrario: de recordar todas las cosas importantes que hacemos para sostener nuestras vidas y las ajenas aunque nadie nos las esté reconociendo en dinero, y justamente por eso.

Sigo con mis obsesiones de siempre y las miro a todas a través de este cambio de opinión (puede parecer que le doy demasiada importancia, pero una no cambia de opinión tantas veces en la vida) sobre el hábito de hablar de plata. De pronto siento que Un cuarto propio, ese ensayo que releo todo el tiempo y en el que Virginia Woolf dice que una mujer solo necesita un cuarto propio y un ingreso fijo para escribir ficción, es un ensayo que habla de plata pero sobre todo habla de trabajo, del derecho de las mujeres de vivir de algo que las haga sentir no artistas, necesariamente, pero sobre todo útiles. No habla de que tu marido te mantenga para escribir, habla de vivir de escribir, y no solo por la independencia que eso te da, sino también por lo contrario, por la red de interdependencias sociales en las que te inserta trabajar.

En Instagram me cruzo a Caro Pardíaco, esa rubia tarada espectacular que hace años representa el actor y cantante Julián Kartún: “Comer es de pobre”, dice Caro, explicando algo que todos pensamos cuando lidiamos con chicas ricas de 40 kilos, y me hace pensar en una frase que suena igual de absurda pero que me resuena cada vez más: hablar de trabajo es de rico, poder hablar de lo que uno hace y no solamente de la plata que entra y la que sale es, cada vez más, un lujo absoluto. En Twitter, leo, la gente se pregunta dónde está la política estudiantil, qué pasó con esas juventudes movilizadas de las tomas universitarias de los 90 y los 2000.

Yo soy joven, en algún sentido, pero en otro ya no tanto, y no puedo evitar preguntarme cómo será ingresar a la adultez en este mundo en el que toda la gente parece decepcionada y descreída del trabajo, en el que nadie te diría que esperaras nada de ahí. Pienso en el boom de las apuestas online del que me hablan mis amigos profesores que trabajan con adolescentes, en el modo en que quizás los chicos leen las apuestas como una extensión natural del boom micro de las inversiones, del que participo, por supuesto, en un país en el que dejar la plata quieta es literalmente perderla, no perder la chance de hacer más sino perderla en serio.

Pienso en cómo será hacerse adulto pensando en que no hay manera de hacer plata trabajando y que lo único que importa de cualquier actividad económica es eso, hacer plata, y no me sorprende tanto la apatía o el cinismo que yo también a veces les veo, siendo que ya ser un adulto medianamente experimentado en este momento del mundo a mí me resulta bastante difícil.

TT/MF