Opinión

La historia secreta del plan original

14 de febrero de 2021 21:44 h

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Treinta y dos años y nueve meses antes de morir, Carlos Menem ganó las elecciones presidenciales de la Argentina. Esa noche, la del 14 de mayo de 1989, él y su equipo pusieron en marcha las dos iniciativas con las que imaginaban no sólo gobernar el país sino refundar su democracia. El nuevo gobierno debía asumir el 10 de diciembre, pero la fecha parecía lejana en un país cuya inflación de mayo había sido del 79 por ciento. Para adelantar su asunción, Menem exigía que la UCR votara dos paquetes de medidas en el Congreso, con el argumento de que los miembros nuevos que reflejarían su triunfo arrasador recién asumirían en diciembre. Los votos radicales aún resultaban necesarios. 

Uno de esos paquetes es conocido por todos: las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado. La primera suspendía por seis meses prorrogables (y prorrogables, y prorrogables) buena parte de los mecanismos de intervención del Estado en la economía, desde la promoción industrial hasta la estabilidad del empleo público. “Un golpe frontal al corazón del capitalismo asistido”, en palabras de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach. La segunda establecía el marco para la privatización de las empresas de servicios públicos y la venta de ferrocarriles, complejos siderúrgicos, petroquímicos, rutas, autopistas, puertos.

El otro paquete es menos conocido. Después de obtenerlo todo, el equipo negociador de Menem encabezado por Raúl Granillo Ocampo exigió algo más: un indulto de Alfonsín a los miembros de las Juntas Militares encarcelados por violaciones a los derechos humanos. La exacción parecía extemporánea, alejada del espiral inflacionario en el que se iba la suerte del país. ¿Qué tenía que ver el indulto con un país que se derretía en las góndolas? Alfonsín, que había retrocedido en aspectos clave de su política de derechos humanos con las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, percibió que el impacto simbólico de un indulto redefiniría tanto su legado como su futuro. Su equipo, como pudo, se mantuvo inflexible en su negativa. Con esa derrota a cuestas, modesta pero significativa, Menem aceptó asumir el gobierno con anticipación, el 9 de julio de 1989, con las dos leyes económicas aprobadas. 

Si Menem tenía una visión del país, la tenía in péctore, por repetir un modismo al que era afecto. Al menos hasta 1989, cuando abrazó la idea de una transformación liberal del país con una violencia de la que ni los conversos son capaces. 

¿Pero por qué el indulto, en medio de tanto berenjenal? Desmontar un régimen también es abatir el sentido de las voces que le dan sentido, quizás a Menem la palabra le importaba más que lo que su sugiere su prosa distraída. La Argentina emergió de la última dictadura en 1983 parecía tener al menos un punto de consenso desde el que ordenar el sistema, al resto, a los dueños: que los derechos humanos y los derechos sociales eran dos y una misma cosa. Esa no era una singularidad argentina, pero era extemporánea, porque aquella asociación que estaba en la misma base de la Declaración de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas había sido cuestionada por la revolución conservadora de los años ’80. Aquel triunfo electoral de Menem se produjo 10 años y 10 días después de que Margaret Thatcher llegara al gobierno en el Reino Unido. La dictadura en la Argentina había terminado hacía menos de seis años. La experiencia acumulada para rearmar una sociedad estaba ahí para quien quisiera tomarla.

Quizás Menem percibió que para deificar el derecho de propiedad como piedra basal de un orden tenía que cambiar las bases sobre las cuales se definía la legitimidad de un Estado democrático. Y tenía que restituir la violencia como elemento disciplinador con un fragor que en el país estaba asociado al Terrorismo de Estado. ¿Se podía ganar elecciones y gobernar con aumento de la desigualdad, desempleo creciente y desamparo social sin legitimar una y otra vez la violencia que garantizaba esa transformación? Nunca lo sabremos.

Si no lo percibió en ese momento, se dio cuenta enseguida, porque el 29 de diciembre de 1990 decidió declarar el indulto y pagar los costos (gobernó el resto de la década con una oposición mayoritaria a esa medida en todas las encuestas). En noviembre de 1994, después del caso Carrasco que derivó en la supresión del servicio militar y mientras las fuerzas armadas vivían un cierto retroceso salarial, declaró: “Nosotros, gracias a la presencia de las FFAA, en este caso el Ejército -lo cortés no quita lo valiente- triunfamos en esta guerra sucia que puso al borde de la disolución a nuestra comunidad”. En el año de su partida, 1999, la cantidad de muertes en hechos de violencia con participación de fuerzas de seguridad en Capital Federal y el conurbano fue la más alta de la historia hasta entonces (275), sólo superada desde entonces en el 2001 (317), cuando se suman los muertos por las represiones alrededor de la caída de Fernando De la Rúa, acto final del menemismo dos años después de su final de mandato.

La violencia como experiencia de opresión social acompañó el periodo de mayor flujo de capitales hacia los países en desarrollo en toda la historia, un cambio mundial que en Argentina se tradujo en la llegada de inversión extranjera directa y la colocación de bonos entre inversores privados y fondos de inversión. A nivel mundial, 200 mil millones de dólares en 1996. La violencia era algo así como lo “social” de la “economía social de mercado” que Menem proclamó en 1989 y el mundo vivió en los años siguientes. Visto así, la necesidad del indulto es mucho más que capricho o una concesión. 

Primacía de los derechos de propiedad, desmantelamiento de los sistemas de bienestar y socavación de la crítica al Terrorismo de Estado. Menem no era de ultraderecha, estaba de ultraderecha. Ser y estar son tan distintos e indiferentes, tan útiles al castellano. En Argentina eso se llamaba de otra manera, casi nunca de ultraderecha, sobre todo si era algo que se producía dentro del peronismo. Aún hoy, sobre todo hoy, muchos trastabillan a la hora de caracterizar al menemismo con vacilaciones que no tienen frente a fenómenos más recientes como la de Cambiemos.

Hay muchas razones para ese titubeo conceptual. Una es la percepción acertada de que esa década también significó la modernización del país y la actualización de su estructura social, como si modernización y violencia tradicional fueran polos opuestos en lugar de socias indestructibles. Quizás, el legado de la gestión de Mauricio Macri ayude a una saludable revisión de ese equívoco. Leer a Menem a través de la experiencia de Macri o Patricia Bullrich puede devolvernos una imagen de aquella época aún más genuina que la que obtendríamos si miramos a los ’90 a los ojos.

Otra razón es la que atribuye a Menem menos ideología y más pragmatismo. Acompañando por tres meses en Santa Fe a quienes reformaron la constitución en 1994, era asombroso (y un poco espeluznante) observar la estrechez de la dirigencia oficialista, percibiendo al peronismo como un “campo de posibilidad” más que como una ideología. Un hombre de la época, un tipo que entendió su tiempo. Celebrar el pragmatismo de Menem es como regodearse con el realpolitik de Henry Kissinger, amputado de toda trayectoria, cercenado de toda consecuencia. Fake news intelectual.

Otra clave, me temo, es la saludable incomodidad intelectual de repetir algo tan trillado, aún si se trata de una incomodidad que se desliza fácil al esnobismo de decir cualquier idiotez a condición de que sea novedosa. Pegoteados en esa carencia de ideas, huir de los lugares comunes produce el mismo efecto que repetirlos: el vacío de ideas, la incapacidad de interpretar. Una salida a ese brete: vivimos bajo el influjo de esa década que hoy pasó a la inmortalidad, no tanto en la ambición de quienes buscan resucitarla sino, sobre todo, en las limitaciones de quienes se conciben como su superación. 

En los dos intentos más formidables por correr a Menem del centro de la Argentina, el peronismo mostró tanto su vigor como sus fragilidades. El primer intento fue el de Chacho Álvarez -quizás el tipo más interesante de la política argentina- que abandonó el peronismo tras la declaración del indulto junto a otros diputados y llegó a vicepresidente nueve años más tarde. Pero la dificultad de su fuerza para imaginar un país con otros consensos económicos magnificó en comparación la vitalidad del legado de Menem.

El segundo intento, más exitoso, fue el de Néstor y Cristina Kirchner desde el 2003. Sí, el kirchnerismo se legitimó en cuestionar el legado de desigualdad social del menemismo (y en revertir los indultos con los que Menem quiso iniciar su gestión). Pero también encontró pavorosas limitaciones para imaginar alternativas a las formas de crecimiento que habían generado esas mismas desigualdades y depositó sus esperanzas en un modelo exportador que, casi por definición, no podía sostener perpetuamente un mercado interno. Una parte importante de ese modelo exportador descansaba en una réplica de la década que buscaba repudiar (precios internacionales altos y uso intensivo de capital en una tierra cuya propiedad estaba más concentrada -el número total de unidades de tierra bajó un 21 por ciento en los ’90, la concentración más acelerada del siglo), lo que nos dejaba de nuevo frente a la alarma de El Día de la Marmota a las 5:59 de la mañana. Para desesperación de millones, algo que no cambiará por arte de magia ni con la partida de Menem es la terquedad asfixiante con la que, una y otra vez, el país fracturado y semihundido está ahí, siempre a un minuto de reaparecer.