COLUMNA NÓMADE

El hombre que pudo salvar al mundo

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Estoy viendo caminar a David Bowie hacia el centro del escenario. El teatro está oscuro y él camina tranquilo, elegante, hacia el micrófono. Va a cantar una canción extraordinaria: Life on Mars?. Su cara está un poco hinchada y en una mano sobresale una venda. ¿Se cayó y se dobló la muñeca? ¿Es un truco escénico? Lo cierto es que está performance va a ser una de las últimas veces que cante este tema en vivo. Problemas cardíacos y un cáncer con el que va a batallar hasta su muerte lo tienen demacrado. Pero la forma en que canta, su voz tan cálida y a la voz potente, esa manera de verse extranjero en cualquier lado y la característica camaleónica de estar siempre desplazado, un poco en el pasado y otro poco en el futuro, me recuerdan una frase de Ernest Hemingway que siempre me gustó mucho y que le gustaba hacerme repetir a mi amigo Circo cada vez que nos veíamos y estábamos en situaciones, digamos, alarmantes: Elegancia en el sufrimiento.  

Pienso en Circo viviendo sus últimos años en Tokio, donde había ido contratado para bailar tango y donde se quedó a vivir. Venía al país sólo esporádicamente. Recuerdo su voz gruesa, espectacular, una voz de esas que pueden tanquilizarte por un teléfono de línea si la escuchás en una noche mala. Hoy que estoy desesperado mirando un techo oscuro de una habitación rectangular de las afueras, me la fijo como un mantra. Repito con Circo las palabras de la última llamada telefónica que recibí de él mientras caminaba por la calle. Soy yo, desde Japón, amigo, me dijo. Y hablamos, después de muchos años, un largo tramo, unas largas cuadras. Hasta que me detuve bajo el sol del invierno para que no se fuera la señal y pudiera escuchar mejor a mi amigo Circo que estaba allá donde se creó el Karate Do, el imperio del sol, el país de la ceremonia del té y los rituales demenciales.  

En un departamento muy chico estamos en la televisión mirando Mala sangre, de Leos Carax. La película nos produce un subidón de adrenalina. Ese es Hugo Pratt, le digo a Circo cuando aparece el creador del Corto Maltés enfundado en un traje blanco haciendo de un gánster. No, no me cuentes nada, le dice el personaje masculino a la chica de la película. Pero ella sigue hablando y él le repite: Ahora me has condenado a las imágenes. Rodolfo, que está con nosotros –somos cinco o seis treintañeros tirados a la marchanta– dice que esa frase es genial y después la veremos aparecer en uno de sus poemas que tanto nos gustaban. Como escribió Bajtin, nada se pierde para siempre, todo sentido tendrá su fiesta de retorno.  

Mala sangre es una película de gánsters que esconde una película de amor no correspondido que esconde una reflexión sobre el Sida ya que los ladrones intentarán robar un lote de vacunas que podría curar una enfermedad que afecta a los que hacen el amor sin estar enamorados. En el medio de la película hay un clip genial. El joven ladrón que se llama Alex –protagonizado por el actor fetiche de Carax, Denis Lavant– corre desesperado y la cámara lo sigue en esa carrera mientras se golpea a sí mismo en la cara y en el estómago mientras de fondo se escucha Modern Love, de Bowie. La película se convierte en un musical, con ese efecto de vanguardia que tienen los musicales: la gente se pone a bailar y después como si nada retoma el hilo realista de la escena.  

Esa noche, cuando salimos a la calle prendidos fuego por Mala sangre, nos pusimos a correr con Circo sin parar mientras cantábamos Modern Love y nos golpeábamos y nos reíamos. Estoy bajo la lluvia, pero nunca digo adiós, pero lo intento, lo intento: no creas en el amor moderno, nunca voy a caer en la trampa del amor moderno. Pero lo intento, lo intento.  

Llevo la maravillosa voz de Circo en mi memoria y salto de la cama. Camino por un escenario a oscuras y llego a la ventana. Titilando, se ve el planeta Marte. En su superficie roja, el hombre que pudo salvar al mundo cuida una rosa frágil y tiene branquias que le han salido detrás de las orejas. Nunca para de evolucionar.  

FC/DTC