Opinión

Humanistas y economistas sobre la tierra ardiente

1 de octubre de 2022 00:07 h

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Me encantan los economistas, me caen bien casi todos. Desde que era chico y hojeaba el suplemento económico de Clarín, aún sin entender gran parte de lo que allí se escribía, disfrutaba del tono tranquilo y seguro de las columnas y entrevistas. A la hora de elegir carrera universitaria opté por Historia pero, en lugar de ir a leer a la biblioteca de mi Facultad, prefería ir a la del Ministerio de Economía: tardaban menos, estaba limpia y bien iluminada, las bibliotecarias eran más lindas y tenían el último ejemplar de Desarrollo Económico. 

Una de las cosas que más admiro de los economistas en su resiliencia: es común que sus pronósticos resulten errados, por no hablar de su gestión, pero jamás se desmoralizan y siguen adelante, a diferencia de otros cientistas sociales, siempre tan tortuosos y dubitativos. El efecto multiplicador de esa resiliencia es que el mercado casi nunca los penaliza: no importa lo mal que hayan hecho las cosas, siempre tendrán otra oportunidad tanto en el sector público como en el privado. El peor ministro de Economía podrá dar charlas en las mejores universidades del mundo o abrir una consultora con una cartera de clientes de lujo. O volver a ser funcionario. Son pocos los profesionales que disfrutan de esa ley de olvido, quizás los arquitectos y los entrenadores de fútbol profesional. Pero mi mayor interés en los economistas es otro. Para explicarlo sin complacencias ni provocaciones voy a tomar una rotonda que llega hasta el Valle Hermoso de Córdoba. 

La primavera especulativa

Entre el 22 y el 24 de septiembre de 2022 se llevó adelante el coloquio Primavera Especulativa. Políticas del Antropoceno en la localidad de Vaquerías, Córdoba. Un evento inusual y un loable esfuerzo organizador de Arqueologías del Porvenir (Conicet y Universidad Nacional de Córdoba). Durante tres días, investigadores de distintas universidades del país y el extranjero nos reunimos para discutir sobre el posible aporte de las ciencias humanas a los problemas teóricos y políticos que plantean la crisis climática y la disrupción tecnológica. 

Fue una experiencia intensa desde todo punto de vista: el primer día hizo 3°C, el almuerzo despedida se hizo al sol con 25°C. Estuvimos tres días aislados en un hotel construido en 1910, rodeados por la reserva natural de Vaquerías, discutiendo desde las 9 de la mañana hasta las 8 de la noche sin ningún tipo de consigna, parando solo para comer todos juntos o escaparnos a alguna de las cascadas de la reserva. Eso no dejó de afectarnos: una tarde le pregunté a Agustín Berti de dónde venía ese olor a humo, temiendo algún foco de incendio forestal. Agustín me señaló un hogar gigante en donde ardía leña a menos de tres metros de nosotros. 

Durante el coloquio discutieron físicos con filósofos, feministas animalistas y aceleracionistas arrepentidos, hubo reflexiones sobre experiencias personales y abstracciones teóricas alucinantes. Alguien dijo buscar un Ser totalmente exterior e inaccesible. Cuando le preguntaron por las implicancias éticas o políticas de semejante cosa, dijo que eso no le importaba: él era peronista. Nunca nos vamos a olvidar de esta experiencia pero inevitablemente habrá un efecto rashōmon: cada quien se llevará distintos aportes, incluso distintos recuerdos. Si hoy tuviera que elegir mi momento preferido, sería la charla sobre filosofía de la técnica entre Andrés Vaccari, Javier Blanco y Darío Sandrone. Los tres con remeras negras y peinados idiosincráticos hablando sobre los tipos de máquinas-monstruo, la evolución autónoma de la tecnología y un gran cierre de Javier: «Preguntar si una computadora puede pensar es como preguntar si un submarino puede nadar: para qué, si puede hacer cosas mucho mejores». 

Primavera especulativa fue un evento excepcional, un debate sin red en donde llevamos nuestras preocupaciones más abstrusas sin saber qué dirían los otros, sin saber siquiera si nos preocupaba lo mismo. Escribo esto en un hotel cordobés donde espero mi vuelo de regreso. Afuera llueve. Tengo la cara quemada y mi ropa huele a humo, en la mesa de luz hay un libro de Whitehead que traje para no leer. Siento culpa y entusiasmo. Vuelvo con la cabeza y el Drive llenos de apuntes que sé valiosos pero no termino de entender ni de darles forma. Y pienso por qué se me ocurrió reivindicar a los economistas en medio del coloquio.

Dos columnas de humo

Creo no exagerar si digo que la relación entre las ciencias económicas y las humanidades no es buena. Ni siquiera es. El desprecio es mutuo aunque asimétrico: las humanidades cada tanto deconstruyen el lenguaje de la economía para demostrar que es falso e interesado; los economistas sencillamente ignoran a las humanidades y, si necesitan algún concepto fuerte, apelan a las neurociencias, los estudios conductuales o, de última, algún filósofo analítico ganchero.

Es lamentable porque, aún con los sesgos de cualquier disciplina profesional, la Economía podría brindarnos herramientas para pensar de manera abstracta y operativa el problema de la época. La humanidad ha alterado tanto su medio dado («la Naturaleza») que hoy vivimos en un entorno híbrido que combina a los viejos procesos físicos del planeta (lluvias, enfermedades, evolución y extinción de especies), con las alteraciones que la acción humana introdujo en ellos y con los procesos de la infraestructura que construimos los humanos (urbanización, industrialización, digitalización). No controlamos ninguna de esas capas ambientales, ni las que encontramos, ni las que alteramos, ni siquiera las que construimos. Si alguna vez fuimos dueños del mundo, hoy somos inquilinos del planeta. O sujetos hibridados con un entorno también híbrido. Diego Parente deslizó que esa condición híbrida quizás ponga en cuestión nuestros atributos como individuos. A la Teoría política y el Derecho les espera un duro trabajo estudiando cuánto de nuestro legado de garantías y libertades individuales habrá que alterar, preservar o desechar cuando la gestión del entorno requiera decisiones soberanas sobre una población. La pandemia y la actual crisis energética son apenas portentos.

A las ciencias humanas también nos espera un trabajo. Al abrir el coloquio, Emmanuel Biset advirtió, con cierto fastidio, sobre la tendencia humanística a sobrecargar el lenguaje y enroscarse en la crítica de la crítica de la crítica... Quizás el problema sea que las Humanidades nacieron para la formación de cortesanos renacentistas, y la democratización de la Academia las transformó en una profesión estatal. La sofisticación intelectual se masificó y estandarizó, la deconstrucción hoy es un nuevo dogma, los conceptos se disuelven pero nadie los desaloja, el recinto del pensamiento se llena de humo y ya no se ve nada, mientras seguimos acumulando citas y neologismos con un deleite casi onanista. Como sea, es tarde para lágrimas: debemos conducir y adaptar nuestra capacidad abstractiva y crítica hacia el nuevo problema.

Aquí es donde la Economía, con todas sus taras, puede ayudarnos. Agustín Berti ponderó a las «ciencias grises», como la logística y la archivística, para pensar cómo se distribuye lo humano. La Economía es una ciencia gris: estudia la producción, distribución y consumo de objetos físicos y simbólicos a través de procesos no lineales, vectorizados sobre la conducta agregada de los agentes y contingencias como una sequía o una ley. Saquemos al estúpido homo oeconomicus del medio y pongamos allí a cada persona natural o artificial, consumiendo y produciendo, girando a ciegas y conectada con las otras de maneras que ignora. 

No estoy proponiendo nada nuevo. Nos gusta hablar de «ensamblajes de humanos y no humanos» citando a Latour o DeLanda, pero fue el economista Joseph Schumpeter en 1906 el que consideró a la empresa una «combinación», ni una unidad ni un agente: un ensamble aleatorio y flexible de ideas, recursos y posibilidades del entorno. El materialismo cibernético incluye a la información y apela a la teoría de Claude Shannon, pero 30 años antes el liberal Von Mises convenció al socialista Oskar Lange de que los precios, un dato tan preciso como inestable, son la única fuente de información con la que contamos para tomar decisiones en un medio incierto. Incluso Deleuze y Guattari, probablemente los filósofos más citados del coloquio, pueden leerse como una interpretación económica del psicoanálisis: si Freud todavía pensaba bajo el paradigma termodinámico (el inconsciente como una olla a presión que por algún lugar descomprime) y Lacan lo hizo bajo el lingüístico (procesos de significación, etc), los autores del Antiedipo lo entienden como producción y circulación de deseo. 

Son solo tres ejemplos de cómo dos saberes imperfectos y malqueridos podrían encontrarse. A la vuelta de Vaquerías pude ver desde el avión dos columnas de humo fundirse en el cielo sucio sobre la pampa. Ya problematizamos los conceptos (medio, materia…), ahora podemos ponerlos a rodar en ese mercado imperfecto que es la Tierra ardiente.

AG