Hay un costado de la cuestión sobre el cual, con alharaca de alarma y relamido regocijo más o menos disimulado, expresaron su solidaridad y apoyo casi todos los gobiernos. Para algunos, la irrupción violenta en el Capitolio de los manifestantes que buscaban, por lo menos, repudiar la consagración del nuevo presidente era un ataque a la democracia. Que el propio Presidente en funciones fuera cómplice o instigador o apologeta de este ataque ahondaba la crisis política de la mayor democracia del mundo. Que esta nación gustara fundar su liderazgo mundial en señalarse a sí misma como modelo bicentenario de la democracia por la imperturbable sucesión de mandatos presidenciales de cuatro años, separados por elecciones que decidían continuidades o recambios del titular del Ejecutivo, y al mismo tiempo juzgara con la propia y alta vara a las demás naciones, y que esta vez la transición, lejos de ser apacible, fuera espectacularmente interrumpida por el incontenido asalto al Congreso de una horda de personajes de cómic, fue recibido con alivio risueño por los destinatarios habituales u ocasionales de la pedagogía del reproche en nombre de la perfección sin brecha. Encontrar una falta en quien siempre las señala permitía la satisfacción de mostrar mayor generosidad que la habitual en los pedagogos. Así lo hizo Venezuela, pero no estuvo sola en esta entonación del comentario y la comunicación diplomática.
En otros casos, como el de China, el énfasis estaba puesto sobre lo que veían como una crisis de gobernabilidad, cuando la población no acepta las decisiones legales de las instituciones del Estado –y comparó a la multitud de Washington con las multitudes que en Hong Kong tomaron por asalto la Legislatura, cuya represión condenó el Congreso norteamericano. Para este punto, lo que importa no es el respeto por las elecciones, ni el reconocimiento de Trump y sus partidarios de esos resultados, sino que la crisis política está en el desconocimiento de las autoridades. Fue la posición del presidente brasileño, que no vincula los acontecimientos de Washington con la limpieza del proceso electoral, y afirma que sigue creyendo que Trump puede tener buenos motivos para pensar que le han robado la elección de noviembre, y que ningún acontecimiento de orden público ni demuestra ni refuta esa hipótesis. Jair Bolsonaro, como su aliado el argentino Mauricio Macri, ha declarado ya previamente que de la oposición es capaz de todo, incluso, o especialmente, de un gran fraude electoral.
Junto a estas pías comunicaciones de las cancillerías –alevosas o rituales- por las crisis políticas de la transición administrativa, un hecho mayor parecía soslayar y ocultar el escalofrío de un mensaje que nadie podía considerar que no se contaba entre los destinatarios. Y que no es el de que en la mayor democracia del planeta pudiera haber tales sediciosos y que el Presidente fuera uno, o el más perverso, entre todos, sino que en la capital de la mayor potencia militar del mismo planeta pudiera la multitud irrumpir, entrar y ocupar la sede del Poder Legislativo. Con un libre albedrío digno de admiración o pasmo: si no hicieron más de lo que hicieron –que en definitiva no fue muchísimo-, fue porque no quisieron. Los movimientos sociales, hay que decirlo, apuntaron de inmediato a un aspecto de esta cuestión: enfrentaron la laxitud de las fuerzas de seguridad para con los trumpistas a la cruel, injusta, arbitraria represión, en el mismo suelo de Washington, no tantas semanas atrás, de las movilizaciones de Black Lives Matter. Pero que Estados Unidos sea más racista de lo que gusta reconocer, y menos democrático de lo que enseña a ser, no es ninguna novedad para quienes creen, desde hace décadas, que es una república (no una democracia) imperial sostenida por un complejo militar-industrial. Pero para aliados y rivales, y acaso más para estos últimos, sobre todo para quienes en América Latina ven en Estados Unidos al país de los contras, los Pinochet y los Guantánamos, de tres billones de dólares gastados en guerras en las dos últimas décadas, es que las fuerzas de seguridad que protegen el Congreso norteamericano no hayan impedido el asalto y la ocupación del Capitolio no hayan podido asegurar su perímetro en primer lugar.
Desde el Río Grande a Tierra del Fuego, absteniéndonos de los restantes continentes, es posible hacer listas en los años recientes de Ejecutivos que enardecieron o felicitaron a multitudes más o menos espontáneas por sus ataques a otros poderes del Estado –énfasis brasileño-, de grupos de extrema derecha con variados componentes parapoliciales o paramilitares que irrumpieron o atacaron sedes de gobiernos nacionales o locales –énfasis salvadoreños o colombianos-, de fuerzas de seguridad muy selectivas a la hora de refrenar posibles desbordes ilegales en las protestas sociales -énfasis mexicano, chileno, nuevamente brasileño… Ninguna de estas listas es novedosa, ninguna desconocida. Más novedoso, pero no puede decirse que desconocido, después de haberlo visto en pequeña escala este mismo año en el estado de Michigan, resulta que Estados Unidos tenga un lugar por derecho propio en esas series donde la degradación de una calidad institucional en caída libre se imbrica con la promiscuidad por momentos indiscernible e inextricable de las violencias públicas y privadas.
Más prominente y peligrosa, tampoco es nueva en sus integrantes otra lista, porque se inicia hacia atrás con el exitoso asalto al Capitolio de la masa trumpista. Es, en cambio, conceptualmente nueva, y son nuevos su valor y pesos políticos continentales y el papel a la vez urgente y perdurable que parece llamado a desempeñar en las agendas nacionales, se le preste o no atención. Algunas hipótesis son más escalofriantes que otras sobre por qué el asalto al Capitolio fue un éxito : connivencia de las fuerzas de seguridad con los asaltantes (en los videos se ve a policías tomándose selfies con los personajes pintorescos, o abriéndoles el paso). O más conspiratorias: connivencia de los congresistas con el accionar pasivo de las fuerzas de seguridad, de modo de constituir el relato audiovisual y preconstituir la prueba para lograr que Donald Trump sea el único presidente norteamericano dos veces sometido a juicio político. Pero sea que no quiso o que no pudo –por perezosa incompetencia, por racismo enceguecedor-, ninguna de las hipótesis es menos inquietante.
Pero las causas desvían la atención del hecho que buscan, y podrían, explicar circunstanciadamente. Que es que el eclipse total o parcial de las fuerzas de seguridad y de las Fuerzas Armadas (dejadas inicialmente fuera de la ecuación en Washington por motivos tan atendibles como arduos de justificar) en el lugar indicado y en el momento justo dirime el curso de la historia en momentos en que intervienen movilizaciones populares, insurrecciones sectoriales y gobiernos legítimamente elegidos cuya legitimidad cuestionan masas y sectores. A fines de 2019, en Sudamérica, en el paraíso de la derecha --Chile- y en el paraíso del izquierda -Bolivia-, antes diversos movimientos insurreccionales, las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas cortaron el grado, la oportunidad y la intensidad de sus intervenciones en defensa de la legalidad a la medida de sus intereses corporativos. En el caso chileno, las Fuerzas Armadas buscaban demostrar cuán necesarias eran ante desbordes espectacularmente incontenibles y cuán nefasto sería que una nueva Constitución redujera o tapara el agujero negro del gasto militar, proporcionalmente uno de los más altos y discrecionales del mundo. En el caso boliviano, las constantes demandas policiales de mayores salarios y privilegios acabaron por concluir en un golpe de Estado militar que arrancó la denuncia del ejecutivo de Evo Morales. En Brasil, el presidente Bolsonaro ha sabido contar con los apoyos paralelos en la ciudadanía derechista (más amplia que en Estados Unidos) y en las Fuerzas Armadas y de seguridad en sus movilizaciones contra el Supremo Tribunal Federal y contra el Congreso de marzo de 2020. No es casual que el dolorosamente lúcido equivalente de Pelosi en el Congreso Nacional de Brasil, el diputado demócrata Rodrigo Maia, reaccionara a las noticias de Washington diciendo que el Congreso debe fortificar su independencia y seguridad para las elecciones presidenciales de 2022, en las que Bolsonaro podría perder la reelección.
Con su habitual falta de solemnidad, el intelectual laborista británico de posguerra Harold Laski decía que el monopolio de la fuerza por el Estado se reducía a la posibilidad efectiva de los gobiernos de llamar al agente de policía cuando lo necesitaban. Podríamos conjeturar en qué países de América Latina las fuerzas de seguridad habrían defendido sin renuencias o convenientes limitaciones a las autoridades nacionales. Una respuesta rápida, dirían en Beijing o Moscú, sostiene que lo que ocurrió en Washington no habría ocurrido ni en Caracas ni en La Habana. Después del golpe de Estado de 2002, Hugo Chávez se había puesto como prioridad que nada así volviera a ocurrir jamás. Se puede decir que las fuerzas de seguridad responderían sin vacilar a las autoridades porque se trata de gobiernos autoritarios. Esta respuesta sería más pobre que rápida, e implicaría confundir la causa con el efecto. No es que las fuerzas de seguridad responden porque el gobierno es autoritario, sino que el gobierno es autoritario porque las fuerzas de seguridad responden. No es autoritario -ni democrático- quien quiere.