Tiempo atrás, algún filósofo de no poco renombre, definía la conciencia de la propia ignorancia como signo de sabiduría. Fue Sócrates, padre de la filosofía clásica, que tal vez algo sabía, pero prefería decir de él mísmo “sólo sé que no sé”. Dos mil años más tarde, el padre de la filosofía moderna, René Descartes, inaugura la duda metodológica como forma de pensamiento riguroso. Esto implica descartar cualquier supuesto no seguro para llegar a una conclusión.
Opinar de lo que uno quiera, donde quiera y cuando quiera es un derecho conquistado con mucho sacrificio. Es bueno ejercerlo. El problema es cuando se torna una compulsión personal o una exigencia social.
En nuestros tiempos, existe una enorme presión -tanto sobre las personas con exposición pública como sobre cualquier ciudadano de a pie- para posicionarnos sobre cosas de las que no tenemos conocimiento. Tenés que saber de todo y además opinar. Esa presión es casi proporcional a la agresión con la que se reciben las opiniones ¡los agresores también están obligados a opinar! Se produce así una situación insoportable, un mundo idiota “lleno de ruido y de furia que nada significa”, diría Shakespeare.
Hay personas como periodistas o panelistas, que por su oficio o profesión, no les queda otra que opinar de una enorme gama de temas, desde la guerra en Ucrania hasta los amoríos de Piqué. Los trolls remunerados, los empleados de agencia de comunicación o los agentes de desinformación también se ganan así la vida. El resto de nosotros, podríamos ahorrarnos ese derroche de energía psíquica que implica opinar absolutamente de todo.
Existe otra categoría entre la que estamos los abogados, docentes, escritores, articulistas. Parte de nuestro trabajo es formarnos una opinión sobre algunos temas y expresarla públicamente. Es una obligación laboral y debemos tomarlo con la responsabilidad de un buen trabajador. Informarnos, analizar los datos con rigor, aplicando un poco la duda metodológica, desarrollando el pensamiento creativo, etc. Si podemos circunscribirnos a nuestras respectivas materias, mejor.
Para un militante político, la cuestión sobre qué opinar y cuándo debe formar parte de una estrategia enraizada en un sistema de creencias y valores. Hay que buscar un equilibrio entre la espontaneidad y la incontinencia. Los que siguen mi trayectoria sabrán que no tengo demasiado problema en exponer mis opiniones y por algún motivo no tengo ningún temor a las consecuencias negativas que esto pueda acarrearme. Soy consciente de ese derecho y lo ejerzo plenamente. Ahora estoy tomando conciencia de otro derecho: el derecho a no opinar. Para un dirigente político, el ejercicio de este derecho tiene un impacto fundamental en su tarea: evitar propagar una adicción y contribuir en la decadencia general del debate político.
El silencio, en algunos casos, puede ser indiferencia, en otros complicidad, pero las motivaciones individuales son inescrutables y nadie debería estar explicando sus silencios
Mi hija me recomendó una entrevista a Sara Malacara, una artista nacida en el 2000, que explica esta dinámica en una entrevista con Marcos Aramburu en Blender:
-Sara: No, es que es una adicción, Marcos, es una adicción opinar.
-Marcos: Es adictivo realmente, ayer hablamos un poco de que en un momento salían canciones y a mí me pasa que a veces no sé si me gustan o no y me desespera porque no sé qué opinar
-Sara: Aparte hay que opinar rápido
-Marcos: Porque si opinás tarde sos re boludo
-Sara: Y aparte si no los demás ya opinaron
-Marcos: Estás copiando de las opiniones de otros
Los dilemas de la opinología en el multiverso de las plataformas. Con todo, este tema es más viejo que la escarapela.
Seguramente todos habrán visto alguna vez la imagen de los tres monitos que se tapan los oídos, los ojos y la boca. En la cultura occidental, es sinónimo de indiferencia. En la cultura oriental, de sabiduría: no hablar el mal, no mirar el mal, no escuchar el mal. Implica la búsqueda de la pureza en pensamiento, palabra y acción.
El silencio, en algunos casos, puede ser indiferencia, en otros complicidad, pero las motivaciones individuales son inescrutables y nadie debería estar explicando sus silencios. Pero la compulsión de opinar se extiende a opinar ¡sobre el silencio del otro!
Por mi parte, como persona tengo el derecho y como dirigente político la obligación, a discernir cuándo opinar y cuándo no. Mi inclinación natural, desde niño, es opinar tercamente y permanentemente. Reflexionando al respecto, entiendo que hay que evaluar mejor la conveniencia y el impacto de cada opinión emitida. Sin especular, con coraje, pero con solidez, fundamento e intención de que la opinión vertida esté al servicio de lo bueno, lo bello y lo verdadero.
El mono que se cubre la boca es Iwazaru. Cuando consiga uno, lo voy a poner en mi escritorio. Por ahora ejerzo el derecho a opinar sobre el derecho a no opinar.
JG/MF