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PURA ESPUMA

Cuando ladra la moral

John Edgar Hoover y Alberto Fernández

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La Argentina es líder en non fiction de Estado, un género de entretenimiento popular por entregas. Es uno de sus logros de potencia extractivista, y es una pena muy honda para la economía de ruleta (medio marplatense, medio rusa) que practica el gobierno nacional que este servicio a la comunidad destinado a instalar, olvidar y reemplazar crisis, sea gratuito. ¿Quién se negaría a pagar para ver los tanques Nisman, Nisman 2, Nisman 3, Nisman 4 (los Rocky del género), Bolsas negras en el convento, Diario íntimo de un remisero o El cumpleaños feliz de mi querida Fabiola?

La transmisión por fascículos, que inspiraron las novelas del siglo XIX, luego las telenovelas y más tarde las series de plataforma, está a cargo de un grupito de tareas televisivas, compuesto de personas pequeñas y costosas que licúan sus rostros en una parodia de introspección, clavan los ojos en el teléfono y, sin levantarlos, como hipnotizados por la “novedad”, balbucean una introducción al misterio: “a mí me dicen…”, “me están diciendo…”, “la información que yo tengo…”, “en este momento…”.

A partir de allí van desembocando lentamente, como llevados por un río de barro, o de algo peor que el barro, en la retención del enigma, y en un ¿lo digo o lo digo? Hasta soltar el globo que revienta en el aire y desparrama fotos, videos y audios mediante un montaje de hierro. Pero, ¿quiénes son los que “dicen”? Primera distinción obligada: no son máquinas, son personas (personas innombrables) encargadas de narrar los cuentos de hadas de la esfera pública. Personas parecidas a una “alcantarilla”, la palabra con la que Laurence Silberman, exministro de Justicia de Estados Unidos, describió a J. Edgar Hooper, Rey del FBI durante cuarenta y ocho años.

Silberman fue la primera persona que leyó los expediente de Hoover poco después de su muerte. ¿Qué no encontró? Hoover las había hecho todas. Vio arder ocho presidentes mientras él duraba, y pinchó teléfonos para cinco: Nixon, Johnson, Kennedy, Eisenhower y Truman. Infiltró más de cincuenta universidades. Inventó el Ku Klux Klan vegano llamado  maccarthismo (antes, inventó al senador Joseph McCarthy, que ayudó a idiotizar a millones de estadounidenses agitando las sábanas del comunismo). Insultó por el campeonato al doble agente Dusko Popov cuando este le adelantó que Japón iba a atacar Perl Harbor. Se enriqueció vendiendo información reservada a Wall Street. Se cansó de hacer redadas homofóbicas por todo el país mientras vivía su matrimonio (envidia de Truman Capote, que estuvo a un milímetro de escribir sobre ellos) con Clayde Tolson, su recio segundón, con quien se floreaba tanto en el paddock de Saratoga como en el reservado del Cotton Club.

¿Por qué un hombre casado de hecho con otro hombre, que no tuvo inhibiciones en usar medias de red y disfraz de flapper para entonar sus fiestongas en el Waldorf, perseguía a las personas de su misma condición sentimental? Por reflejo moralista, que busca no dejar vivir, una de las peores razones por las que una persona puede perseguir a otra.

El historiador Bernard De Voto, ganador de un Pulitzer, escribió en 1949 un artículo contra el espionaje indiscriminado de Hoover: “Me gusta un país donde lo que decimos no pasa a los expedientes del FMI, junto con una nota del informador S-17 en el sentido de que puede que yo tenga otra esposa en California… Tuvimos un país así hasta hace poco, y soy partidario de que volvamos a tenerlo. No había en él tanto miedo como ahora”.

¿Qué hizo Hoover? Armó un expediente con las actividades del vigilado. Tenía más de 6000 páginas, con reportes de una persecución diabólica que incluía a los hijos de De Voto, más una pregunta de Hoover acerca de si se podía prender fuego la Universidad de Colorado, donde De Voto daba clases, para dar la batalla a esos “cerdos” en su propia “pocilga”.

La venganza de De Voto fue, posiblemente, la mejor descripción que se hizo de ese nido de víboras, precursoras de huevitos hueros como aquellos de los que más tarde saldrían el Inspector Gadget y Santiago Caputo, entre otros fenómenos de primer nivel extendidos a lo largo del mundo. Dijo: “Me equivoqué al decir que el FBI era una policía política. Era una Iglesia”.

La alusión de De Voto, que le da una vuelta de tuerca a la política para pasarla de rosca adrede, viene bien para entrar al caso nacional del que se está hablando: Alberto Fernández, el presidente inane que dio cuatro años de su vida para esculpir una imagen de demócrata a la altura de Raúl Alfonsín, logrando lo que los imitadores de Sandro o Michael Jackson obtienen de emular a su ídolo: nada, salvo usurpar la identidad de otro.

La emulación de Alfonsín mutó por esas cosas de la vida. y se fue identificando con ídolos alternativos, incluso con personajes compuestos, ligeramente mitológicos, como podría ser alguien que empieza su relación con las mujeres con la densidad de “El Profesor Acoso”, el personaje de Diego Capusotto y Pedro Saborido, sigue con el punch de Carlos Monzón y, una vez revelados los secretos, chantajea a su víctima: “si me denuncias, me mato”. Lo que sitúa la responsabilidad de un hipotético final “a la japonesa”, vamos a decir de recuperación del honor perdido por vía del sacrificio, en el lugar equivocado, parta invertir las posiciones víctima-victimario.

Como dijo Cristina Fernández de Kirchner, que a diferencia de Víctor Frankenstein no se siente para nada responsable de su “engendro”, Alberto Fernández “no fue un buen presidente”. Pero vayamos a los secretos, de los que hace tiempo se oían correr las voces, y separemos las categorías, que no deben ser mezcladas, aunque es comprensible que los imitadores autóctonos de J. Edgar Hoover quieran hacerlo para ampliar y mantener los efectos envolventes que el drama de Fabiola Yáñez produce en el público más activo: los argentinos “informados” que hablan en sus cátedras libres.

El secreto revelado y refrendado por las imágenes y la denuncia de la víctima, aparenta tener el peso de un hecho probado. Todo parece indicar que Alberto Fernández, un moralista, un eticista, un humanista, un feminista, un guitarrista (todo “de pico”), le pegaba a su mujer. Lo que agrega a su retrato público un elemento negro extraído del fondo de la vida privada. Muy lejos de la redención parcial que podría dar una salvedad imposible (“al menos gobernando era bueno”), lo que sale del alma es: “¡encima le pegaba a la mujer!”.

Ambos casos parecieran estar resueltos. Como presidente, malísimo. Como pareja de Fabiola Yáñez, golpeador. El cumpleaños de Fabiola en Olivos durante la pandemia es su crossover: un presidente permite una reunión social con el país bajo siete llaves, lo descubren, niega los hechos y luego los asume endilgándole la responsabilidad suya a la “querida Fabiola”. ¿Ya le pegó? Si no le pegó, le va a pegar. Esa rueda ya estaba girando.

También giraba, pesada, la del “Profesor Acoso”, de lo que sorprende lo indiscriminado, el perdigoneo de cazador de perdices al que se le nubla la vista y no distingue el objeto. Dispara al bulto, caiga quien caiga: una perdiz, una gallareta, una liebre, un gaucho, un barrilete. El amor, sintonía fina del deseo, en cambio, es más de los francotiradores, y es ese ojo de lince lo que parece faltar en la dinámica libidinal del profesor.

De estas costumbres presidenciales sí hay que considerar importante la aparición de Tamara Pettinato en un escenario inesperado, y sus usos lapidarios. Los discípulos de Hoover necesitan matices para que la non fiction pública no se detenga. El telón que hay que correr sobre el desastre en curso de la economía necesita cubrir todo el territorio social como ese mapa de la China del tamaño de la China del que hablaba Borges. Los narradores alimentados del “material” tienen que impedir que por los bordes de la manta se asomen los pies de niño o la peluca de esta Revolución.

Los usos groseros de la intimidad de Tamara Petinatto con Alberto Fernández, ofrecen un campo fértil para sembrar la indignación. No se lo van a perder, sobre todo si ni siquiera necesitaron hackearle el teléfono al galán que filmaba demasiado. La manta, un patchwork en el que ya están cosidas las telas de la mala gestión, la muerte política propia y la violencia de género, tiene ahora, como si hiciese falta, una memoria nueva de los atropellos de la “casta”: el presidente, invita con una cerveza a su novia en el pub de moda Casa Rosada, de Balcarce 50. ¿Está mal?

Es difícil creer que ese brindis y esas cartas escritas para una inesperada posteridad, y la belleza de una mujer enamorada y un poco borracha (dicho esto sin una gota de ironía) hayan producido un daño social. No todo debe ser gritos en el cielo. Porque, si ustedes fueran presidente, ¿no se tomarían una birra en su despacho con alguien que les guste? Piensen un poco, no tosan. Si dicen que no, ojalá que sea por falta de deseo y no porque “ladra la moral”, para decirlo con tres palabras reunidas por Andrés Calamaro. A los hombres y mujeres que se creen ángeles, ya saben lo que les pasa. 

JJB/MF

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