Larga duración: obras magistrales y civilización
“¡Fidelidad asombrosa!/ ¡Irrompible!/ ¡Ahorrros increíbles!/ ¡Ahorre espacio de almacenamiento!/ ¡Elimina el ruido de superficie!/ ¡Obras completas en un disco!”, encolumnaba una publicidad de 1949, en el Chicago Daily. El anuncio había sido realizado en una conferencia de prensa en el Waldorf Astoria, el 18 de junio del año anterior. La casa Columbia había dado a conocer un nuevo invento, debido al ingeniero Peter Goldmark. Había una nueva tecnología para fabricar discos y se llamaba “microsurco de larga duración” (long-playing microgroove).
La velocidad de giro del disco disminuía de 78 vueltas por minuto a 33 1/3, aumentando la duración posible de cada lado entre cinco y seis veces. El material dejaba de ser el abrasivo (y ruidoso) compuesto de goma laca (shellac) y en su lugar, se utilizaba PVC (vinilo). Había nacido el LP (iniciales de long playing o Long Play): una larga duración que transformó no sólo la industria del entretenimiento sino las maneras de escuchar –y de discutir y de disfrutar– los discos y, sobre todo, la forma de concebirlos.
El formato basado en un tema de unos tres minutos de cada lado, que se alimentó de las posibilidades de la radio y que, obviamente, también funcionó de manera inversa, proveyéndola de uno de sus materiales principales, siguió existiendo. La RCA Victor, competidora de Columbia y creadora en realidad del primer intento de grabar discos de larga duración –un proyecto fracasado destinado al registro de transmisiones radiales– creó el pequeño simple (o single): algo así como un LP en miniatura, en 33 1/3 rpm o en 45 –lo que aumentaba su capacidad– que se constituyó en el verdadero sostén del negocio.
El disco de 78 rpm, por su parte, también resistió y fue parte de la industria todavía durante más de una década. El público aún tenía sus viejos aparatos para la reproducción de discos de shellac y hasta que no aparecieron los tocadiscos compatibles –que poseían un selector de velocidad y en cuyo brazo había una cápsula giratoria, con dos púas, una para cada material– el LP no se impuso del todo. Y, desde ya, fuera de los Estados Unidos, el proceso fue aún más lento.
Los primeros discos de los Beatles, ya entrados los sesenta, llegaron a publicarse en versiones en 78 rpm y en la Argentina, por ejemplo, los discos de Aníbal Troilo siguieron publicándose en 78 rpm hasta 1959 –mientras en el mundo ya existían las grabaciones stereo, una novedad de 1957–. El músico, por otra parte, ya había tensado los límites del disco de 78 rpm en dos ocasiones, con “Recuerdos de bohemia”, grabado el 3 de diciembre de 1946, que con sus más de 5 minutos de duración debió ocupar ambos lados, y con su versión de “Para lucirse”, la pieza que Astor Piazzolla compuso en 1950 y duraba casi 50 segundos más que los canónicos 3 minutos.
El disco de larga duración y en 33 1/3 rpm tuvo, en sus comienzos, dos tamaños, las 12 pulgadas (30 cm) hoy identificadas con el LP (se trataba del mismo diámetro que tenían los discos de 78 rpm), destinadas sobre todo a la música clásica –el primer LP de la historia fue la grabación de 1945 del Concierto en mi menor de Felix Mendelssohn, con Nathan Milstein como solista junto con la Filarmónica de Nueva York, con dirección de Bruno Walter– y una versión menor, de 10 pulgadas (25 cm) destinada en general a las músicas populares. Las primeras ediciones fueron una reedición de The Voice of Frank Sinatra, originalmente un álbum de cuatro discos de 78 rpm con las primeras grabaciones de estudio del cantante para Columbia, registradas en 1945, y una selección de canciones infantiles interpretadas por Gene Kelly (en todos estos casos las ediciones posteriores incluyen también grabaciones que no formaban parte de las publicaciones originales).
El nuevo disco de vinilo era más liviano y portable, tenía un sonido más fiel, era menos ruidoso y no se destrozaba si se caía al piso. Pero, sobre todo, rompía con creces la barrera de los tres minutos. La primera beneficiada fue la música clásica: el mencionado Concierto de Mendelssohn ocupaba un solo disco y La Bohème, de Giacomo Puccini, cuya primera edición, de 1917, había ocupado un álbum de 12 pesadísimos discos de shellac, fue publicada en esos primeros años ocupando tan sólo dos LPs. Pero, si había otra cosa en el mundo de la música que no duraba 3 minutos era un tema de jazz tal como se lo tocaba en vivo.
De alguna manera, hasta la aparición del nuevo invento, la imagen del jazz era falsa. Como esas postales en blanco y negro que se popularizaron a mediados del siglo XIX con fotografías de cuadros famosos, presentaban una aproximación pero eran incapaces de mostrar el objeto tal cual era. El primer LP de ese género (en 25 cm) fue de Charlie Parker, se llamó Bird Blows The Blues y se publicó en 1949. Pero se trataba de grabaciones realizadas dos años antes; las mismas –y con la misma duración– de las 78 revoluciones por minuto.
Quien no sólo inauguró las ventajas tecnológicas del nuevo formato sino que concibió un producto especialmente para él fue Duke Ellington, en combinación, precisamente, con Columbia, el sello que había presentado la novedad. Y con el diámetro de 30 cm reservado a los clásicos. Y es que podría pensarse que si había alguien que necesitaba, y esperaba desde siempre, algo como el LP para hacerle justicia a su imaginación, era él. Grabado el 18 de diciembre de 1950 y editado el año siguiente, Masterpieces By Ellington revisitaba tres de sus éxitos históricos: “Mood Indigo” –que había estrenado en 1930–, “Sophisticated Lady” –de 1932– y “Solitude” –su primer registro fonográfico era de 1934–. Y agregaba una pieza reciente, “The Tattooed Bride”, de 11 minutos y 43 segundos. Las duraciones de las nuevas lecturas de sus clásicos, que otrora rondaban los bíblicos 3 minutos, ahora, en versión “de concierto” –de “obras maestras”, anunciaba el título–, se extendían a 15:27 (“Mood Indigo”), 11:29 (“Sophisticated Lady”) y 8:26 (“Solitude”).
Este primer LP de Ellington –y en muchos aspectos primer LP real de la música de tradición popular– tenía dos virtudes añadidas. Era música extraordinaria y estaba grabada como los dioses. De hecho, todavía hoy asombra la claridad y equilibrio de los planos y la manera en que se escucha cada uno de los instrumentos y las osadas texturas creadas por el compositor, ese para quien, aunque tocara magníficamente el piano, el instrumento era su orquesta. El especialista Kevin Whitlock, que escribe la sección Audiophile Corner en la revista especializada Jazzwise, publicada en Inglaterra, opina, por ejemplo, que “si estuviera forzado a decidir cuál fue el disco mejor grabado y el que mejor suena en la historia del jazz, sería este”. Whitlock, eventualmente, es alguien capaz de decir –y fundamentar– que el venerado Rudy Van Gelder –artífice del sonido del sello Blue Note– era “inferior como ingeniero de sonido” a Ruy DuNann, quien cinceló la estética sonora de Contemporary Records y de discos ejemplares como For Real de Hampton Hawes o Smack Up de Art Pepper. En todo caso, como él mismo reconoce, a ese nivel se trata ni más ni menos que de cuestión de gustos.
Masterpieces by Ellington, en su versión en CD, incluye tres temas inéditos en su momento, grabados en 1951: “Vagabonds”, “Smada” y “Rock Skippin' at the Blue Note”. Al igual que otros discos seminales del jazz –Kind of Blue de Davis, Blue Train de John Coltrane– y algunos del rock –Aqualung de Jethro Tull, Wish You Were Here de Pink Floyd– ha sido objeto de numerosas ediciones de y para audiófilos, en vinilos –ese viejo y buen LP–, en CDs Super Audio o compatibles (SHM) y, obviamente, en versión digital.
Ninguna de ellas está disponible en las plataformas de streaming –y si alguna apareciera en YouTube sería traducida a la pedestre resolución allí posible, fuera cual fuera su origen–. Tal vez la mejor de ellas sea la edición en Mono de Analogue Productions, remasterizada por Ryan Smith a partir de las cintas analógicas originales –para tenerla hay que comprarla, una costumbre un poco olvidada–, pero, afortunadamente, y aun sin su lujoso tono mate, la propia publicación de Columbia es excelente y permite el lucimiento de la orquesta, de la escritura de Ellington y, lejos del último lugar en importancia, de uno de los mojones en el camino de la complejización de los lenguajes populares. Un refinamiento que, como el de la gastronomía o los cultivos florales corresponde a la hoy denostada esfera de la civilización –me remito al reciente y extraordinario libro de José Emilio Burucúa, Civilización. Historia de un concepto, publicado por Fondo de Cultura Económica–. Música, sí, civilizada, concebida para la escucha y pensada para el medio particular que la hacía posible, explícitamente artística y evidentemente desarrollada a partir de tradiciones populares y de procedimientos tanto populares como académicos. Como el LP, una novedad del siglo XX.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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