El historiador labriego Pedro Peretti y yo empezamos a escribir “Lawfare, guerra judicial mediática” el día 19 de marzo de 2019. Esto es, cuando la fórmula Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner aún no había germinado en ninguna imaginación explícita. Nos impulsó un caso acaecido en nuestra provincia natal, Santa Fe, a comienzos del siglo pasado: el asesinato del brillante y solidario abogado Francisco Netri, defensor de los derechos de los arrendatarios rurales frente a los terratenientes que los exprimían y oprimían.
No era la idea inicial de la obra, pero a medida que fuimos investigando y pensando, advertimos la semejanza del esquema que terminó en el homicidio de Netri, con lo que se denomina lawfare, un siglo antes de que un oficial norteamericano acuñara la expresión. Un caso de lawfare avant la lettre.
El esquema era fácil de traducir en una sinopsis visual, tanto que saltaba a la vista (sigue siéndolo, y saltando hasta hoy): pensemos en un polígono. En uno de sus vértices, se ubica un líder seguido por mayorías excluidas; en el otro, intereses minoritarios, sectoriales y concentrados; en el tercero, medios de comunicación masiva, que pueden conformar el sector comercial; en el cuarto, jueces y fiscales tendientes a la reverencia frente al poder fáctico; en el otro, inteligencia estatal que proporciona (a los medios de comunicación o a los jueces y fiscales, o a ambos), información obtenida por métodos ilícitos. Sumemos al polígono una dinámica, y variaciones, productos de los aportes tecnológicos, y de la creatividad y laboriosidad aborigen apuntada a pervertir las instituciones, que nunca descansa.
Obtenida la información por los espías, esta es brindada a un redactor de un medio, que actúa como agente de prensa (consultor de estrategias de divulgación) de la operación. La información, amputada de sus aspectos edificantes e indexada en los escabrosos, se lanza. En una sociedad en la que la sola publicación equivale a un llamado a indagatoria, la formalización de la imputación equivale a la condena de primera instancia, y la condena a la prisión efectiva y definitiva, se alcanza el objetivo de desprestigiar moralmente al tribuno de la plebe, arrastrándolo por el fango, para regocijo del patriciado.
Nadie ha descrito mejor el mecanismo que Juan José Becerra: se desatan “duchas de hagiografías decididas a romper relaciones con el hecho, un fenómeno enloquecedor que consiste en sustituirlo con toda la violencia que se necesita para que no quede nada de su verdad, y luego montar sobre el sustituto un idioma inadecuado, circular, antianalítico, irracional para juzgarlo mediante el bombo legüero de la indignación”. Publio Sulpicio Rufo enfrentado a su destino trágico: su cabeza, enviada a Sila y expuesta en el foro romano; sus leyes, anuladas. El ajusticiamiento moral o el disparo de pistola liso y llano. Nada nuevo bajo el sol.
Nuestro libro, que por suerte suma varias ediciones, encontró lectores que juzgaron que allí había algo de interés. Y también detractores que –muchas veces habiéndolo apenas ojeado con desdén– se lanzaron a jugar el juego que mejor juegan y que más les gusta: infamar y descalificar. Por lo mismo pasé (no quiero involucrar a Peretti) varias veces en mi vida, como cuando denuncié judicialmente la connivencia entre las bandas de narcomenudeo, la policía y la política en 2012. A veces el paso del tiempo, además de veloz, trae algo de alivio.
Los últimos días de la infamia fueron particularmente voraces. Una gran cantidad de profesionales del derecho y de periodistas, muchos de los cuales respeto y por los que siento afecto, soltaron la lengua con encono. Llevo un registro de cada una de las expresiones, de quién las dijo y del medio que las reprodujo, no por una pulsión de ropavejero, sino para no caer en la misma ligereza que me mortifica. “Concepto que no figura en ninguna ley”, “risible verso”, “teología exculpatoria”, “teoría que hace agua” y muchas más, estrujando el castellano como a un trapo de piso. No nos salvamos los autores: “snobs”, “animistas” y “gaseosos”. Todo muy edificante, pletórico de argumentos.
Haciéndose los informados, quienes escriben o declaran repiten que ningún código penal o procesal penal del mundo usa la expresión lawfare, con lo que demuestran su ignorancia y falta de elegancia. No la contienen porque es una práctica, un dispositivo instrumental; no una categoría dogmática, cosa que dijimos y escribimos hasta la náusea. Es que en el mundo hay muchísimos más pobres y avariciosos, jueces y fiscales complacientes, medios concentrados de intereses, y sistemas de inteligencia autonomizados, que tipos penales. Será cuestión de que se armen de paciencia (y de que sigan atentamente el juicio sobre la parcialidad que en Brasil se cierne sobre el otrora celebrado ex juez y ex Ministro de Justicia Sergio Moro). Por lo demás, ya existen tipos penales que castigan la instancia judicial del procedimiento de lawfare, como el prevaricato (delito que comete una autoridad cuando dicta una resolución sabiendo que es injusta). Pero, como dicen en México, “perro no muerde perro”, y juez no condena juez.
Suele explicar Maximiliano Rusconi, que el desafío del proceso penal es lograr eficiencia sin lesionar las garantías constitucionales en juego. Esas son las reglas del Estado de Derecho. El imputado tiene derecho a un abogado defensor de su confianza; a que le comuniquen prontamente el hecho por el cual se lo acusa definido con precisión; a ofrecer medidas de prueba; a ser tratado como inocente durante todo el proceso (lo que acarrea el goce del derecho a la libertad); a no ser obligado a declarar contra sí mismo (y que es nulo un proceso en el que a un imputado se lo cita como testigo, se lo obliga a declarar bajo juramento, y luego que se auto incrimina se lo llama a declarar ahora como imputado); a que se le explique no puede ser perseguido más de una vez por el mismo hecho; a que el desempeño de los fiscales está regido por el principio de objetividad; a que las pruebas válidas sean las que se obtienen de modo lícito. En otros términos, que un Estado de Derecho debería ser capaz de juzgar a Cristina Kirchner, a Julio de Vido, a Amado Boudou (y a tantos otros) tomando en consideración esos derechos. Lawfare no es ningún “acertijo eximente”: o hay respeto por las garantías (viejas garantías) establecidas por la Constitución, para todos, o no lo hay.
Negar la categoría es un triste ejercicio, como el del toro cuando sigue la capa del diestro que no lo matará; el que acabará con él será el torero, no su capa. Estaríamos de acuerdo con llamar “Eusebio” a lawfare (el nombre del bufón que divertía a Juan Manuel de Rosas), a cambio de que podamos discutir las gravísimas irregularidades que se cometieron y que siguen sin reparación.
Una nota reciente, referida a Alejandro Slokar, informa que, siendo juez de Casación, sostuvo veinticuatro comunicaciones en un mes con un espía, “hombre de confianza de Cristina y por entonces el máximo funcionario operativo ultra k de la SIDE”. La fuente es un “informe de la policía federal al que accedió el diario”. Una variante operativa: en este caso, quien hace de espía es la policía, y el espía el espiado.
La profesora Beatriz Sarlo llevó una serie de correos electrónicos para sostener sus dichos sobre que le habían ofrecido vacunarla “por debajo de la mesa”. Una hora más tarde, los mails estaban en internet. Sarlo se quejó amargamente; “uno pasa por Comodoro Py, y a los cinco minutos puede trascender a la opinión pública”. Otra variante operativa: los mismos tribunales alimentan a las usinas descalificadoras.
Un estudiante de abogacía que vive en Araraquara, estado de San Pablo, Walter Delgatti (“Vermelho”), decidió filtrar archivos de Telegram porque se decepcionó de los fiscales del caso “Lava Jato”, quienes realizaron operaciones ilegales, con aval de Sergio Moro, para investigar a posibles testigos, extorsionar a acusados para ser delatores y usar a periodistas para publicar operaciones de prensa. ¿Vale la pena negar la evidencia? ¿Hasta cuándo?
Una vez lanzada a funcionar la segadora horizontal, lo único que necesita es una cabeza cerca a la que tronchar. Y no pregunta por la ideología. Para evitarlo, es que el hombre fue dándose garantías frente al poder omnímodo, ese modelo de orden llamado Estado de Derecho. Cuando hay lawfare, no hay Estado de Derecho. ¿A tanto están dispuestos aquellos a los que desagrada la palabra?