Opinión

Leer (en) el desastre

0

Cuando irrumpió la pandemia estuve mucho tiempo –no sé cuánto es mucho, pero fue mucho– sin poder leer. Fue una especie de impedimento total. No podía leer un libro, pero tampoco el subtitulado de alguna película o serie. Luego fui advirtiendo que lo que no podía era salirme del mundo para adentrarme en una ficción. No soportaba sustraerme del mundo porque el mundo, tal y como lo conocíamos, ya había sido sustraído. No había mundo de donde irse, no había mundo que requiriera ser acallado. Lo único que consumía era Twitter y notas sobre la pandemia. Consumía, no leía. No podía leer, estaba hipervigilante, alerta, concentrada y atenta. No podía leer: estaba demasiado apegada, pegoteada, agarrada a la “realidad”. Una realidad que aparecía tan verdadera como la ciencia ficción. Como consecuencia del impedimento de leer tampoco podía escribir. Había sido tanta la sorpresa de la pandemia que, creo ahora, no había más espacio para lo sorpresivo. Y leer es exactamente eso: encontrarse sorpresivamente con lo inesperado. Leer para desconocerse. No es uno el que lee, tampoco es uno el que escribe. Uno no sabe casi nada de lo que hace cuando lee, ni cuando escribe. Los efectos son inesperados. Sí: como en el análisis. Como la atención flotante y como la asociación libre. No se pueden practicar si uno está alerta, vigilante, en foco, concentrado en la realidad. Requieren un tipo de dispersión, de distracción, de olvido. Casi como en ese gesto que señala Roland Barhes, el de levantar la cabeza del texto. Y también pienso en Walter Benjamin y su elogio a la distracción como procedimiento crítico, es decir, de lectura. Dice: “Sólo se logra resolver determinadas tareas en estado de distracción cuando su solución se ha transformado en un hábito”. La distracción como práctica. Pero lejos del mandato de distraerse para no pensar en algo, la distracción, tal y como se plantea acá, sería, en rigor: distraerse para poder pensar algo, para poder leerlo. Pensé en todo esto porque son semanas un poco parecidas. Son tiempos, como aquellos, en los que el ruido es tan enorme, lo abarca todo tanto, que no hay lugar para escuchar el susurro del lenguaje, como diría Barthes.

Leer implica olvidar el mundo y perderse de sí. Por eso es un acto erótico: como en el erotismo, se trata de la pérdida de sí. Lo dijo Bataille y también lo dice ahora Pascal Quignard en El hombre de las tres letras (editado por El cuenco de plata): “la anulación de la identidad durante la práctica sexual está extremadamente cerca de la pérdida de la conciencia personal durante la lectura”. Y pienso en el insomnio o las dificultades para dormir tan de esta época y entonces también creo que tienen que ver con la dificultad de leer. Porque leer y soñar se tocan ahí donde, como sigue Quignard, “leer no es soñar pero leer es como soñar en tanto que pierde el tiempo (...). Como el sueño, ignora la disidencia de la temporalidad: no tiene pasado ni tiene porvenir. Todo lo que es apasionante se caracteriza por la ausencia de futuro, por la distracción completa respecto al tiempo”. Y ahora me acuerdo de Allouch cuando dice: “desear es estar sin futuro”. Pero estamos demasiado pendientes del presente y, sobre todo, del futuro. Creemos que podemos anticipar algo, creemos que podemos agarrarnos de algún signo que nos permita estar preparados.

A veces me pregunto si la imposibilidad de leer –un libro, un acontecimiento político, una ciudad, etcétera– no se relaciona con la imposibilidad de relacionarnos con otros –como otros–. Hace poco, la cuenta de la lindísima Librería Mendel –ubicada en Paraguay 5163– tuiteó: “Cuando leemos es cuando más atentos estamos a lo que otra persona tiene para decir. No interrumpimos con nuestra historia, solo dejamos que nos cuente la suya. Y creo que ese es el principal sentido de un libro, volver a escuchar”. La práctica del psicoanálisis es, antes que nada, una práctica de lectura. Hay personas que también están impedidas de escuchar porque se ponen por delante y buscan solamente ese lugar donde se reconocen. Leer y escuchar comparten, creo, esa posibilidad de correrse de sí, el alivio de salirse del espejo. Alberto Giordano lo dice de esta manera: “Y lo mejor será olvidarnos de lo que sabemos, olvidarnos de nosotros mismos. Porque quien sabe demasiado, quien está demasiado cierto de lo que sabe, no lee”. Giordano cita a Blanchot: “leer, ver y oír la obra de arte exige más ignorancia que saber, exige un saber que invite una inmensa ignorancia y un don que no está dado por anticipado, que cada vez hay que recibir, adquirir, perder en el olvido de sí mismo”. Pero los tiempos de la incertidumbre –son los de siempre, pero a veces lo son más– no nos dejan mucho margen para el olvido de sí. Necesitamos referencias conocidas para encarar lo más desconocido. Aunque sean insuficientes, aunque no alcancen.

Me gusta pensar la lectura como pharmakon: veneno y remedio a la vez, lo que nos está impedido a la vez que lo que nos posibilita salir del impedimento. Como suspendiendo el tiempo y el porvenir, a la vez que subrayando que el tiempo y el porvenir son lo radicalmente más desconocido.

Vuelvo a Anne Doufourmantelle en su Elogio del riesgo (Nocturna Editora)–: “el hojaldre muy fino constituido por múltiples acontecimientos y determinaciones que producen lo real se entremezcló con nuestra historia formando ramificaciones sin fin, de hecho mucho más allá de lo perceptible; y lo que se pierde en un momento dado es la certeza de pertenecer a un mundo, una lengua, un territorio de reconocimiento inmediatamente transmisible”.

Si, como dice Juan José Becerra, “la experiencia de leer no es otra cosa que la experiencia de esperar”, el futuro, como la lectura, siempre llega, es lo que no puede no llegar. Y, a la vez, cuando llega, ya es tarde. “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, la frase de Casablanca, podría parafrasearse: el mundo se derrumba y nosotros leemos –es que amor y lectura también comparten la pérdida de sí–. Vir Cano lo dijo así: “Sin conmoción, sin esa irrupción de le otre, sin el tambaleo del yo, no hay amor, ni pensamiento, ni duelo, ni fiesta”.

Después de todo, como dijo Ricardo Piglia, “la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, desarma la clásica oposición entre ilusión y realidad. No hay,  a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”.

AK