PURA ESPUMA

La Ley Carretilla

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El debate sobre la Ley Carretilla revoleada por el Presidente Javier Milei y el poeta Federico Sturzenegger a la Cámara de Diputados de la Nación, se inclinó afortunadamente hacia el lado de la Libertad asestándole un golpe demoledor al Comunismo Internacional que domina el mundo desde 1917.

Durante las intervenciones, se habló a mansalva contra los balbuceos ordenadores de Martín Menem, el DJ de la sesión. Y del scrum parlamentario de las Fuerzas del Cielo, el ideologema que le ha dado a la fe política argentina un pico de psicosis luego de ocho años de neurosis, se destacaron cuatro individuos libres.

Empecemos por el último, Alberto Benegas Lynch (nieto) (“Bertie”, en clave confianzuda), de una formación muy sólida que se hace carne en su sonrisa ladeada, egresado de la escuela Superior de Economía y Administración de Empresas fundada por su papá, otro Alberto Benegas Lynch de la factoría de pensamientos cortos que puso de moda el concepto “falacia ad hominem”, un latiguillo quisquilloso por el cual un ganso que dice una gansada se ofende si le dicen ganso. Extraña susceptibilidad, porque es de la gansada que se deduce el ganso, así como de la pavada se deduce el pavo.

Benegas Lynch hizo durante unos minutos la plancha sobre un mar de lugares comunes y sacó del ostracismo el cuento de Jorge Luis Borges “Utopía de un hombre que está cansado”, de El libro de arena (1975), del que sólo se salva “El congreso” por lo que involuntariamente tiene de “novela”.

Habló de “grupos de lobbys que presionan para tener discrecionalidad legislativa y obtener seudo derechos, que básicamente quiere decir que unos vivan a expensas de otros”; y pasó a citar a los manotazos a Borges, que en ese cuento, según Benegas Lynch, “hace referencia a la sobrevaloración de la política sobre el individuo”.

Bueno: nada que ver. Lo más cerca que pasa ese cuento (fallido y totalmente fuera del interés de cualquier lector de Borges) de la interpretación que le da Benegas Lynch es en un párrafo en el que Borges hace referencia a que en el futuro en el que sucede la historia los gobiernos han caído en desuso. Pero no dice una sola palabra acerca de la “sobrevaloración de la política sobre el individuo”. Sí nombra a la pasada a los “políticos”, pero considerar que eso es una referencia en el sentido en que lo extrapola Bengas Lynch es como considerar que el nombre Juan Pérez es la referencia más importante de la guía telefónica. ¿Qué habrá entendido Benegas Lynch de ese Aleph de business que es la Ley Carretilla, siendo que de sus lecturas extrae antes que otra cosa lo que no está en el texto?

A los otros tres, por los gritos de valentía, intransigencia y patriotismo que por momentos orillaron el falsete, los llamaremos Grupo Bee Gees. Integran esta banda tributo Rodrigo De Loredo, Oscar Zago y Miguel Ángel Pichetto. Primero, demos una vuelta alrededor de Zago, que anduvo muy bien una noche a la salida del Congreso. En realidad, parecía recién salido del sótano de Caño 14, después de ver a Goyeneche-Troilo a las cinco de la mañana de hace cuarenta años.

Lo abordaron periodistas. Antes de llegar a ellos tiró dos o tres golpes de cuello de alto riesgo. De hacerlos una persona sin entrenamiento en cogoteos, habría terminado en el traumatólogo. Le contaron la mala nueva: cuatro chicas de la UCR habían sido detenidas por cantar el Himno Nacional. No le dijeron que eran radicales, porque como ex radical, él habría saltado en su defensa. Por lo que es de suponer que desde la nueva plataforma fuerzacielística que integra, dedujo que se trataba de chicas troskas, o de las lapidadas con la letra escarlata “k”.

Dijo, en una entonación de policía motorizado: “¿estaban obstruyendo la calle? Porque no pueden obstruir la calle”, y volvió a exigir el cuello con ese movimiento de los goleadores que es la pesadilla de los arqueros: correr al primer palo para peinar la pelota hacia el segundo.

Otro periodista le preguntó si avalaba la ley antipiquetes, y Zago le dijo: “No es la ley antipiquetes, es la ley de la vida”. El diferendo escaló. Zago no había visto la redada, pero discutía a voz en cogote con quienes sí la habían visto. No pasa nada: la mayoría de las cosas que se discuten son sobre lo que no se ve. En la superficie del lenguaje, una defensa “civilizada” de la represión; en el subtitulado mental de Zago, esta frase oculta en sus entrañas: “Vengan que los recago a trompadas, movileros del orto”. Y en el instante en que alcanzó el status de persona más nerviosa del mundo, dijo: “Yo estoy muy tranquilo, flaco”.

Por suerte la política es una pasión controlada, y allí está Pichetto, su máximo exponente. A diferencia del Presidente Milei, un bólido que tiene velocidad de accidente y carrocería de papel, Pichetto es un estabilizador de épocas. Si las épocas tienen una energía de 380 o 110 voltios, él las adapta al régimen de 220, que es la alimentación que se requiere para hacer funcionar la maquinaria política del Estado. Y si los administradores de la maquinaria la funden o no le dan encendido, eso ya no es un problema de él.

Pero nada de sus dones de corregidor se realiza sin una voluntad de maestría. Está adentro de esa Sorbona de la rosca para enseñar, para recordarles a sus colegas en una entonación de menosprecio y fastidio que parece tener buenos argumentos de justificación, que la política es algo que se hace de manera asociada.

A su lado, en posición de copiloto, Nicolás Massot permaneció en cuadro celebrando en silencio, digamos que comentado con discursos de felicidad y admiración escritos en su rostro, el despliegue de recursos de Pichetto, un contador serial de costillas que recordó que la delegación de facultades al Presidente y la declaración múltiple de emergencias es una costumbre desde el 2001. Lo hizo con un uso espectacular de los matices, ablandando cada tanto como a una milanesa su legendaria seriedad y pisando delicadamente los bordes de una comedia, versión para toda la familia de la tragedia nacional contada por un baqueano de buró.

“No aplaudan nada, viejo. Dejen de aplaudir, no sean pelotudos”, fue el gran éxito de su intervención anterior, junto al Lado B: “Que hablen los presidentes de bloque. Que no hable cualquiera”. En un mismo movimiento, dos pajarracos bajados de un hondazo: la barra anticasta que festeja los laterales como goles, y los colegas insustanciales, inexistentes, fantasmas de listas sábanas que se hunden en retóricas cuya equivalencia es la nada.

Por último, Barry Gibb, el tercer Bee Gees, el del falsete-marca y el que más gritó durante el tratamiento de la Ley Carretilla: Rodrigo De Loredo. Entró agradeciéndole los “sandwiches” a Martín Menem para luego insertar una cita de Borges. Otra vez. ¿Qué estaba pasando con Borges que se lo mencionaba tanto? ¿Justo a él, ahí, en ese antro que quizás lo inspiró para decir que la democracia es un abuso de la estadística? ¿Era un homenaje a Borges o una coartada para ejercer el name dropping de taquito?

De Loredo, eléctrico o, más que eléctrico, electrocutado por el rayo del deber republicano, citó “El idioma analítico de John Wilkins”, de Otras inquisiciones (1952). Dijo que en ese cuento, Borges “nos trae” una enciclopedia china que clasifica una serie de animales en base a descripciones filofantásticas. Y luego resume la historia diciendo que Borges también “nos trae” que toda clasificación que se quiera hacer del universo es “arbitral” porque no sabemos qué cosa es el universo. Y conecta mediante cables pelados el cuento de Borges con la Ley Carretilla, sobre la que se pregunta: “¿Qué son estos aspectos legales? ¿Un plan de gobierno? ¿Las herramientas que necesita el gobierno para la gestión? ¿Un plan fiscal? ¿Un plan de estabilidad económica? ¿Un plan de estabilidad tributaria? ¿Una batalla cultural? ¿Una cortina de humo o chivo expiatorio? ¿El compendio de reformas atrasadas todas juntas? ¿Quién lo escribió? ¿Cuándo lo escribieron? ¿Dónde lo escribieron? ¿Nos libera de intereses o nos compromete con otros intereses? ¿Es urgente? ¿Nos libera de algunas corporaciones o nos somete a otras presidentes? No hay un consenso pacífico de qué es esto por la sencilla razón que nadie sabe con claridad qué es este texto legal”. Faltaría la pregunta: “¿cómo voy a votar algo que no sé qué es?”.

El diputado De Loredo, como Borges, también es autor de libros. Uno se llama Salir a flote (2014) y el otro Detener la caída (2021). En la tapa del primero lo vemos con saco y corbata debajo del agua; mientras que en la del segundo se lo ve cayendo en paracaídas. Las ilustraciones tipo gonzo, aún heterogéneas (debió ponerse un traje de buzo en Salir a flote; o conservar el saco y la corbata en Detener la caída), nos hablan de un cariño grande por el infinitivo y de la presencia del factor documental en la composición de los libros: el que se salva de la caída y el que sale a flote es él. Él es la prueba de una proeza personal inspiradora que tiene el protagonismo siempre mal reconocido del doble de cuerpo. La saga, estimulada por esos patrones de hierro, podría continuar al infinito: Soltar amarras, Vender humo, Mandar fruta, Cagar fuego, etc. 

Su intervención quedará en la memoria política porque fue inaugural. Con ella comienza una nueva generación de relaciones entre el acto político y el lenguaje político. Se acabaron las exquisiteces del parlamentario que ajusta lenguaje y acto a lo Pichetto, una modalidad que no sólo incluye el hastío sino también la ironía (no el cinismo). El deloredismo es una manantial de nuevas aguas dramáticas. Que no sean cristalinas es menos responsabilidad de De Loredo, que ve el hueco y se manda, que de la credulidad infantiloide de sus espectadores.

Para describir esta operación imaginemos un personaje de cualquier historia al que le dan un parlamento disociado de sus actos. Por ejemplo, un hombre se está ahogando en un rio. Llega otro hombre al rescate en un bote y le dice: “Te salvaré, amigo”, mientras el parte un remo en la cabeza. ¿Qué fue lo que pasó? Pasó, como en la intervención de De Loredo durante la discusión de la Ley Carretilla, que se establece por principio de engaño una dislocación entre las palabras y los actos en los que deberían encajar.

Una cosa así: “Señor Presidente: esta cosa que no se sabe qué, este bodrio que no tiene pies ni cabeza, y que si tuviera pies no tendría dedos, y si tuviera cabeza no tendría cerebro, no puede ser votada por está Parlamento. Además, nos maltratan, nos humillan, nos amenazan. Es una vergüenza, es inadmisible, es una… poronga. De ninguna manera vamos acompañar esto. Es un peligro para la democracia ¡Y cuando yo digo no, es no! ¿Quiénes se piensan que son? Así que vamos a votar a favor, señor Presidente”.  

JJB