Más allá de la obstinada insistencia de los diccionarios en aplanar las sinuosidades y los matices, en enderezar y designar lo que es aceptable; más allá de la insistencia feroz de la institución de la lengua en señalar lo que se debe y cómo se debe decir, la lengua está viva y su erótica se despliega en las resonancias, en el sonido y en los equívocos que la evidencian elástica y fresca, súbita y graciosa. El lenguaje es pharmakon: limita pero contiene, a la vez, su antídoto. También expande universos posibles. Trastoca los cuerpos y los hace devenir otra cosa de sí. Por eso me encantan los libros que emulan diccionarios, pero que subvierten su pretensión de asir el lenguaje, que muestran que el lenguaje es imposible de contener. Bioy Casares, Flaubert y otros jugaron con eso. Roland Barthes dice en el inicio de Fragmentos de un discurso amoroso que para desalentar la tentación del sentido, ordenó las figuras según un orden insignificante: la designación y el del alfabeto.
En sus notas sobre el seminario Lo Neutro –en el que se va a dedicar, justamente, a una noción que rompería con el binarismo–, Barthes anota: “No un diccionario de definiciones, sino de centelleos”. Eduardo Berti recientemente publicó un antidiccionario llamado Otras palabras. Jugar y crear con diccionarios (Adriana Hidalgo). Recorre, entre otras cosas, los antidiccionarios existentes. Dice: “En vez de anhelar un control o un dominio sobre las palabras, los antidiccionarios establecen un diálogo e instalan una incertidumbre. A diferencia de los diccionarios oficiales, operan disfrazados de rigor e imitan o aplican la forma y la ‘fachada’ con una lógica que no pretende ser científica, pero que muchas veces finge serlo por medio de la crítica abierta o de la ironía. Esto no significa destruir por completo el objeto o el modelo original, sino más bien sumarle (o a veces incluso restarle) algo. Ampliarlo, conmoverlo, transformarlo desde la movilidad y no desde la rigidez”. Y entonces pienso en aquello que dijo Lacan: “el lenguaje sólo puede avanzar verdaderamente retorciéndose y enrollándose, contorneándose de una manera de la que, después de todo, no puedo decir que no esté dando el ejemplo. No hay que creer que si acepto el desafío, si marco en todo lo que nos concierne hasta qué punto dependemos de él, no hay que creer que yo lo haga con tanta alegría en el corazón. Me gustaría más que fuera menos tortuoso” (alguna vez también dijo que el complicado no era él, sino la cosa de la que se ocupaba).
Me gusta la literatura por eso mismo: porque no usa el lenguaje como medio de expresión, sino como invención brutalizada. “No matar la palabra, no dejarse matar por ella”, se lee en la revista Literal. “A nosotros, que no somos ni caballeros de la Fe ni superhombres, sólo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura”, se lee en La lección inaugural, de Barthes. La especificidad de la literatura reside ahí, en el lenguaje extrañado, dislocado, trampeado, trompeado, zamarreado. Acaso el mismo procedimiento con el que el que escribe el inconsciente. Sueños, lapsus, chistes, síntomas: el desvío de la lengua, la lengua deformada, la lengua inquietada y crispada, resistente a los diccionarios. ¿Un análisis no es acaso ese espacio en el que se intenta extrañar y también brutalizar un poco la lengua con la que cada quien fue hablado?
En un análisis jugamos en el terreno del discurso, no del diccionario, dice Juan Ritvo. Y dice que ese terreno del discurso es un tejido reticular que es una maraña, donde se entrecruzan las líneas en mil direcciones. Y que cuando se aísla un término, trae tras de sí toda la red: “No son los términos del diccionario, no son unidades léxicas, son unidades discursivas”. Por eso alguna vez Lacan también dijo que la interpretación tiene que ser como un ready made: entrar en el juego con palabras –que no son los jueguitos de palabras– para no nutrir al síntoma de sentido. Como el procedimiento de Duchamp. Extirparles a las palabras su uso común, extrañarlas y dislocarlas.
Pienso ahora que en un análisis también se juega una especie de antidiccionario, en el sentido en el que Berti lo señala: “Con su humor, los antidiccinarios ponen en evidencia la rigidez de una lengua, pero también la brecha que suele haber entre teoría y práctica”. O, como dice William Hazlitt, “el hombre es el único animal que ríe y llora, pues sólo a un animal como él le asombra la diferencia entre lo que las cosas son y lo que deberían ser”. Mind the gap.
Un tiempo también se define por sus modos de leer, por su relación con la ficción, y por sus modos de concebir la literatura. Y vivimos tiempos en los que se le pide a la literatura –o al arte en general– que funcione como espejo del mundo o que funcione denunciando al mundo (muchas ficciones actuales también están montadas sobre esos supuestos). A veces se lee literatura como si se leyera un testimonio del autor. O se asiste al teatro, como dice una amiga, del mismo modo en que se asiste a una marcha: conmovidos por la denuncias de la injusticia social que la obra pone en escena y cantando hacia el final alguna canción de marcha. A indignarse un poco y a seguir.
Permanecer agarrados a las referencias, pretender constatarlas una y otra vez, aliviarnos la culpa y los miedos burgueses, confirmar que somos bienpensantes –en el gesto de leer la ficción como denuncia y tranquilizarnos– y seguir con nuestras vidas como si nada. En ese registro de (no) lectura la literatura se convierte en otra cosa: denuncia, testimonio, realidad, espejo, expresión del autor. En ese registro de (no) lectura, ya no quedan resquicios para hacerles decir a las palabras lo que las palabras no dicen, no hay lugar para lo entredicho, para la verdad mal escrita, mal pronunciada, medio dicha (como si la verdad pudiera decirse toda y bien); pero tampoco hay espacio para el humor, ni para la poesía, ni para el juego: prácticas profanadoras si las hay. Tampoco hay lugar para la inquietud: estamos a salvo, ya hemos consumido la ficción de denuncia de la semana. Leer realidad donde hay ficción es desdeñar lo que la ficción hace: inventar verdades que no pueden ser dichas de otra manera. Leer realidad donde hay ficción es no querer saber nada, en el sentido de la represión.
Hace unos días, leí este tuit de @antihipnotica: “Tres infiernos cotidianos: la literalidad, la falta de humor, la solemnidad”. Son pocos los que están dispuestos a leer ironías, a no pedir explicaciones por todo, a dejarse llevar por los enredos de la lengua. Literalidad, falta de humor, solemnidad: tres prácticas de la rigidez y la parálisis, de la pérdida del entusiasmo, de la anhedonia generalizada, de la prevención y las actitudes defensivas; del bajón total. Literalidad, falta de humor, solemnidad: no hay literatura posible, en el sentido en el que Juan José Becerra habla de ella: “La literatura está en la impureza, en la inestabilidad, en el desborde. Es una fuerza negativa, y lo mejor que se puede hacer con ella es dejar que se manifieste sin vigilancia para ver si es capaz de decir algo que todavía no se dijo”.
Me gusta mucho la literatura, acaso porque me alivia de la realidad, porque la interrumpe, porque hace cosas con palabras. No me importan los temas, ni considero que en la literatura haya temas. Lo que me gusta encontrar es la experiencia del lenguaje. Los cuidados, el libro de cuentos de Agustina Larrea que acaba de publicar Paripé Books, es literatura. Los siete cuentos van escribiendo, antes que todo, una atmósfera hecha de un tiempo desfasado, enrarecido, estirado, suspendido, el anacronismo como procedimiento literario. Una atmósfera en la que lo extraño está en las inmediaciones, ahí nomás, muy cerca. Unheimlich: lo familiar se vuelve extraño. Y esa extrañeza, Larrea la ubica muy bien en algunas miradas propias de los narradores y no en un “afuera amenazante”. Porque adentro y afuera, cuando de Unheimlich se trata, se desvanecen, se confunden. Lo extraño sólo irrumpe desde las venas de lo familiar, de lo que se muestra bienintencionado, por eso llamar Los cuidados, a ese cuento, a este libro, es perfectamente inquietante.
Son cuentos que despliegan la opacidad del cuerpo, la densidad de lo sombrío. Son cuentos que se despliegan sobre el fondo de una asordinada inminencia. Son cuentos que escriben el temor y el temblor, los desechos del cuerpo, los placeres clandestinos: algo así como el secreto de tener un cuerpo. Son cuentos que escriben las huellas de lo que nunca se vivió: “letanías estancas”. Una narradora dice: “Percibió un leve temblor en sus piernas –una debilidad fugaz que cada tanto volvía, como un sismo a destiempo– y se detuvo” (...). “Al mirarlo a los ojos sintió un ardor repentino en la cara y un miedo apremiante, como el comienzo de un incendio, le cerró la garganta”. Subrayo “como el comienzo de un incendio”. En otro cuento alguien dice: “En la maraña que es mi memoria –¿cuánto me acuerdo? ¿cuánto me contaron otros?– algunos momentos aparecen muy vívidos, como el verano en el que conocí a Aníbal. Aunque, claro, conocer es una manera de decir. Hay algo de ese ardor, de esos días de calor interminable que me persigue hasta hoy, con la tenacidad de un perro callejero”. Son cuentos que escriben los recuerdos, que son siempre encubridores, en el sentido en el que contienen, como dice Ritvo siguiendo a Freud, lo esencial de la verdad: “La verdad es indisociable del encubrimiento”. Son cuentos que inquietan, incomodan y despiertan de la placidez apelmazada, plomífera y soporífera que resulta la realidad. Y lo hacen porque son literatura, también en el sentido en el que Lacan la define: acomodación de restos.
Pienso que la atención flotante acaso sea el nombre freudiano del acto de extirparles a las palabras sus sentidos adosados mecánica, rígida y repetitivamente, esos sentidos que el código, la literalidad y la solemnidad estabilizan, normalizan; que aplanan y devastan, que estandarizan y que reducen -–n el sentido en el que se dice “reducir a un delincuente”–. Psicoanálisis, literatura: no son lo mismo, pero las dos prácticas se posan sobre el hecho de que, como dice Anne Dufourmantelle, nos hacen escuchar, “lo queramos o no, el riesgo puro de la lengua”.
AK/DTC