De las referencias lacanianas acerca del deseo de la madre, las de la boca del cocodrilo y el estrago materno son las más trilladas, las más repetidas, las que ya no dicen nada. Sobre todo porque Lacan precisó, en el renglón siguiente, que fue algo dicho para cuidar a los psicoanalistas a los que les hablaba porque, para que comprendieran, había que decirles “cosas tan gordas como estas”. Incluso así, dijo, tampoco comprendieron. Y aún así estrago materno y boca de cocodrilo siguen en el top five del vocabulario lacanés argentino. Me gustan los autores que intentan decir las cosas de otra manera, los que ensayan nuevos modos de decir (de paso recomiendo esta entrevista a Juan Ritvo hecha por Yamil Trevisan y Andrés Grunfeld titulada, atinadamente, Hablar de otro modo). Anne Dufourmantelle es una de esas autoras, quizás una de las voces más frescas del psicoanálisis francés. Su estilo poético y literario hace que en sus textos se pueda leer lo poco definitivo y absoluto de los asuntos de los que se trata. Su manera apocada y casi balbuceante de decir muestra que las cosas de las que se está ocupando son frágiles, que requieren rodeos y palabras tentativas. Los lectores argentinos agradecemos a Nocturna editora por habernos hecho conocer a Dufourmantelle. Recientemente publicado en Argentina –traducido por Irene Agoff–, El salvajismo materno intenta dar cuenta, a partir de algunos relatos, no de las características de una madre sino de un espacio. Dicho salvajismo no es una cuestión moral, no se trata de una buena o mala madre. Porque, como dice la autora, “toda madre es salvaje”. Es salvaje “por pertenecer a una memoria más antigua que ella, a un cuerpo más original que su propio cuerpo”. El salvajismo materno no se trata de una forma de ser, sino que “designa un espacio psíquico en el que el sujeto no ha nacido aún realmente, en el que el deseo es convocado sin estar nombrado todavía”. Dufourmantelle formula una pregunta precisa y muy sutil: “¿Alrededor de qué enigma, de qué juramentos jamás pronunciados, jamás confesados, se traman nuestras vidas y esa frágil identidad que las sostiene? «Yo», de madre a hijo o hija, es una máscara que lleva los colores del Otro sublimado, odiado, buscado, siempre perdido, Otro al cual parece atarnos para siempre una deuda infinita”. El salvajismo materno no es, dice, “el que encontramos encarnado por un monstruo sangriento (...) tampoco el salvajismo de esas madres diferentes, trágicas o consoladoras que hacen de un hijo la escena en la que se juega el teatro de su neurosis, sino más bien el nombre de una comarca todavía poco conocida, donde las palabras no han hallado la resonancia con la que habitualmente las revestimos”. El libro, sigue la autora, no pretende describir los afectos de los primeros tiempos de relación con la madre sino que “busca más bien delimitar ese territorio improbable que es lo materno en sus drásticos efectos sobre el psiquismo humano; en otras palabras (...) busca precisar aquello que nos condena, habiendo nacido de una madre y de una sola, irremplazable e insustituible, a lo que Hannah Arendt calificó de «locura materna». Una locura presente en la lengua misma”. El salvajismo no se trata, entonces, de ninguna maldad situable en alguien, sino de un momento, un espacio, un gesto inaugural. Luego, hay madres y madres y por supuesto que sus características cuentan. “Nunca se sabe cuán lejos puede llegar una madre”, dice la narradora de Los ruidos vienen de la cocina, la novela de Maia Dewowicz, editada por La Crujía. Esther, la madre de la narradora, es una madre que encarna el peligro de lo inminente, una amenaza sostenida que nunca termina de ocurrir del todo, “un lobo que busca el momento indicado para cazar a su presa”. Una madre que les pide a los hijos que pisen suavemente el parquet casi para que no se note que están, para no dejar marcas. Mientras, ella imprime marcas estridentes y casi indelebles. Lo excesivo de esta madre está también cifrado en no concebir una negativa, en no aceptar rechazos. Una presencia continua, sin interrupciones: “Mi mamá se las ingeniaba para estar sin estar”. Una madre que jamás se ausenta puede ser tanto o más terrible que una que jamás está presente. La maternidad, en Los ruidos vienen de la cocina, se escribe también a tientas. Los ruidos de la cocina son los ruidos de un alumbramiento distinto que inaugura, no sólo la novela, sino otra manera de la maternidad. Ante la estridencia de la presencia controladora materna se va oponiendo la suavidad de eso nuevo que nace en la cocina, de los ruiditos que hacen de la narradora, otra cosa que la hija de Esther. ¿Qué se puede hacer con los cuerpos frágiles? ¿Cómo se hace de la fragilidad, no un déficit, sino un lugar? ¿Qué se puede hacer cuando hay una madre en la casa? La novela intenta contestar también esas preguntas. Y lo hace con tonos y palabras suaves, que no por eso dejan de figurar también lo tremenda que puede ser una madre. Madre no hay una sola bien podría ser también el título de esta novela en la que se narran transformaciones de la maternidad, transformaciones de los hijos, transformaciones de lo monstruosamente familiar.
Hay asuntos sobre los que se vuelve una y otra vez. A veces se escribe sobre esos asuntos como un intento momentáneo de ceñirlos, agotarlos, apagarlos, aquietarlos. Momentáneamente creemos que ya está, que ya lo dijimos todo, que ya lo entendimos, que ya lo resolvimos. Pero esa ilusión se topa con lo inagotable y lo insondable, con lo persistente y lo acuciante. Y entonces hay que escribirlo todo otra vez. A veces se escribe sobre esos asuntos como un intento momentáneo de escrutarlo, diseccionarlo, autopsiarlo. Ver de qué están hechos, cómo es que esa cosa anda, o cómo es que esa cosa se rompió. La maternidad acaso sea uno de esos asuntos insoportablemente insistentes. Porque, como todo aquello que no depende de un manual o de una técnica, es imposible de aprender, no hay experiencia acumulable, no hay saber que funcione bien. ¿Cómo se lidia con ser madre? Pero la maternidad no es un asunto solamente de las que tienen hijos, también lo es de los hijos. La maternidad nos afecta también porque nadie no es hijo. ¿Cómo se lidia con una madre? Nadie está a salvo de la maternidad, si no como sujetos, como objetos de ella. Algo nos toca hacer, a cada uno, con “ese personaje de límites inciertos que por convención en psicoanálisis llamamos «madre»” (Guy Le Gaufey).
“¿Qué es una mamá? Una mamá es quien te enseña a dejar sin arrugas el cuello de una camisa”, dice la narradora de la novela. Y entonces pienso que en el camino de sacarse de encima a una madre –no a alguien en particular, sino eso materno– se trata también de arrugarla, de producir pliegues para que la cosa se extrañe un poco, pliegues entre los que ya no se pueda leer tan claramente la lengua materna.
AK/DTC