Pum, y fin del mundo. China ataca Taiwán. Se aprietan todos los botones rojos. Una nube atómica abraza al planeta. Todo arrasado y escasísimos sobrevivientes. ¿Qué encontrarían los exploradores del futuro que les toca excavar los escombros en territorio argentino? Un intendente radical. ¿Vivo? Vivo. Si la organización vence al tiempo, el kilómetro cero de la organización nacional son las intendencias radicales.
En 1995 la golpeada UCR se reorganizó alrededor de la figura de Rodolfo Terragno. En el contexto de la hasta entonces peor derrota (luego habría una aún peor, la de 2003), Terragno se propuso reordenar el partido, que en ese entonces ya era centenario, y que las carambolas de la historia le regalaron un lugar impensado: en los noventa había quedado a la izquierda del peronismo. La pregunta, en esa “hora aciaga” se formulaba así: ¿cuál es el sujeto radical? Pero Terragno la reformuló en un modo más exitista: ¿quiénes son nuestros ganadores? Su respuesta: los intendentes. ¡Los radicales también somos intendentes! Pasando en limpio el resultado de las elecciones de ese año, los radicales mantenían poder en cientos de intendencias distribuidas a lo largo y ancho del país. Esa extensión parroquial contrapesaba un presente opaco lejos del “signo de los tiempos”. Nadie más que un radical lo sabe: las modas pasan.
Terragno convocó a intendentes de todo el país a dos congresos (uno en 1995, otro en 1997) intentando libar de sus usos y costumbres municipales una fórmula secreta para el triunfo nacional. De abajo hacia arriba, lenta, como sabiduría de viejos vizcachas, entre los “invitados” ya tallaba un tal Melchor Posse y Enrique “Japonés” García, dos veteranos de fuste del corredor norte del Gran Buenos Aires. Un libro finalmente testimonia este esfuerzo partidario: Los intendentes Radicales. La política que desalojaron los militares del 76 en su última incursión macabra también tuvo un capítulo ahí. Se dijo mucho esto, en algo que agrega capas de complejidad: municipios donde la dictadura aceptaba una continuidad institucional. Las intendencias partidarias las hubo de casi todos los colores políticos (35% radicales, 19 justicialistas, 12% demócratas progresistas, 11% del MID, y 9% de la Fuerza Federalista Popular, según el trabajo de Paula Vera Canelo y Juan Pablo Kryskowski). En el libro que promueve Terragno, publicado en 1997, se decía que “los viejos mapas que guiaban la política ya no reproducen el paisaje en que nos desplazamos” y que “al borde del siglo XXI, los intendentes son los nuevos cartógrafos de la política”. En las palabras finales, Terragno apunta algunas definiciones más fuertes. Dice: “La visión oficial es que se logró la estabilidad económica y ahora falta un nuevo capítulo, el de la justicia social. Nosotros creemos que la injusticia social es la consecuencia natural e inevitable de esta política económica…”. También subraya el efecto disciplinador del desempleo y cita a Margaret Thatcher: “Cuando hay diez personas que no tienen trabajo, hay noventa que a lo que más temen es al cambio”. Escena: intendentes en diálogo con un intelectual de centro izquierda.
En esta definición cartográfica que hace el radicalismo para paliar su propia crisis resuena el antiguo leitmotiv de que “la nueva fábrica es el barrio” que motivaba la CTA, un poco porque era verdad, otro poco para al menos discursivamente opacar a la siempre poderosa y eterna CGT. Radicales y sindicalistas de izquierda oteaban en el horizonte ese desplazamiento de la vieja columna vertebral sindical en la década en la que un gobierno peronista intercambiaba el paradigma justicialista de igualdad por el de gobernabilidad. Gobernar la sociedad argentina en un cuerpo a cuerpo de municipio a municipio. Librar las batallas de una larga paritaria de recursos en que la figura del “intendente” captura incluso más funciones que las que le corresponde, porque es, como años después definió Martín Insaurralde, “el primer mostrador del Estado”. En esa zona de primera línea convive con otras palabras: el puntero, la organización social, los comisarios, la iglesia evangélica, hay más.
¡Todo el poder a los intendentes!
El poder del Frente de Todos fue mutando desde la derrota del año pasado. Hay dos incorporaciones que trazan una consigna: ¡todo el poder a los intendentes! Primero, en la provincia de Buenos Aires el ingreso de Martín Insaurralde como jefe de gabinete fue una consecuencia de la derrota de Axel Kicillof y una lectura sobre la colisión entre el estilo libre del gobernador y la gobernabilidad realista. Ahora, la incorporación de Massa al gabinete en su condición de súper ministro completa un trayecto casi en espejo. ¿Qué comparten Insaurralde y Massa, que se enfrentaron en 2013? La condición de intendentes, la pertenencia a esta “supremacía bonaerense” (ambos del AMBA) y la lógica duhaldista de la política: gobernar la provincia es gobernar la nación.
¿Cuál es la genealogía de Massa? La intendencia. Massa expone esa “generación intermedia”, pragmática, sin relación mística con la historia, para quienes el peronismo antes que un domicilio existencial es un hábitat natural: es donde está el poder. Tiene el arquetipo de un intendente, es decir, es nuevo pero es viejo, y siempre debe tener un oído en la macro y otro en el vecino. Esa sabiduría antigua contrastó con la foto de su asunción: Massa hizo una fiesta. Literal. Una fiesta de más, una obscenidad torpe. En la previa varios medios iban contando cuáles empresarios, cuáles famosos o cuáles peronistas de no sé qué tribu iban a dar el presente, el “rsvp”. Esa economía absurda, autónoma, de la política ombliguista, chanta, putrefacta. Como las notas previas a la entrega de los Martín Fierro. Había en esos detalles de la organización un plus letal para cualquier solemnidad ideológica: en medio de la corrida, de la crisis, de la incertidumbre. una fiesta. Esa que desde 2013, desde que dio un paso al frente, se postergaba una y otra vez. Massa esta vez puso el oído en su corazón: necesitaba festejarlo. Era su venganza pero no en un plato frío. Festejaba su propio nombramiento, ¡al fin! La política sin la altura del conflicto, como si afuera no hubiera un país. Pero llegó la resaca: todavía –de mínima- parece frenado el nombramiento del viceministro de Economía y hay chispazos por los cargos en energía. Son los primeros amagues que ponen el nubarrón tanático tradicional del FdT en el cielo de esa “euforia”. Las formalidades del poder no son el poder.
Pero si los días previos a su nombramiento tuvieron en la política cristinista su espectáculo sandinista (la corrida por izquierda por la que hicieron desfilar a Kulfas, a Guzmán, etc.), la peña “ideológica” se interrumpió con Massa, para solucionar la parte política de la crisis en una tercerización deseada: la del pragmatismo. Massa asume el giro pragmático que el cristinismo no decía pedir (incluso criticaba a quien osara nombrarlo), pero que a la vez necesitaba por un mantra clásico: nadie está dispuesto a volver al llano así como así. Massa asume el dilema agónico de este peronismo (ajuste o explota la bomba en las manos). Festeja que hace la tarea sucia, la misma hoja de ruta de Guzmán, incluso a otras velocidades, pero con “volumen”.
Y de fondo, de un modo que tiene cada vez más cuerpo, el consenso de lo “inevitable” (hay que ajustar) convive con la otra pulsión fugitiva: nadie quiere ser el ajustado. Esto fue lo que hizo y hace del poder una brasa caliente que cada quien se sacó de encima. Porque este es el juego de la última década argentina: el poder es el otro. Massa tiene todas las fichas para estar en el ojo de la tormenta: dijo “yo soy el poder” coronando ese “¡todo el poder a los intendentes!” que pone a la política en un grado cero.
Una vida municipal
En la diaria de esta semana se vieron imágenes que parecen producidas, no sólo en la obviedad del montaje televisivo, sino porque la sociedad también sabe “actuar” la crisis. Un chico en una villa de diez años hace jueguito y pide por sus vecinos que tienen hambre. Una jubilada que cuando le preguntan cómo se arregla con la mínima después de explicar cómo hace fácil lo imposible dice que ella nació en la miseria y que nunca pensó que el final del camino la iba a encontrar en la misma miseria. El chico de diez, la abuela de ochenta. Los dos lloran y hacen llorar. Hay historias en el medio, historias de millones que se cuentan de a una. La vida de un tal Mariano. Un joven de 21 años que nació en la ciudad bonaerense de Azul y ahora vive con su mujer y las dos hijitas de ella en otro pueblo bonaerense, en Verónica. Pagos de la provincia. Entre un municipio y el otro. Entre Azul y Verónica viajan algunos días porque su mujer tiene un juicio con el papá de las nenas. A veces van en micro, a veces vuelven a dedo. Ella está embarazada. Espera al primer hijo de Mariano. Son una familia ensamblada y rodante.
Mariano consiguió en Verónica un trabajo del que saca poco y nada: lava autos en un lavadero. En los lavaderos, en las pizzerías, en los supermercados chinos: ahí piden gente. Los trabajos golondrinas de la economía de servicio. A San Cayetano este domingo más que un laburo se le pide por el milagro de un laburo del que se pueda vivir. Su novia cobra el llamado “Potenciar Trabajo”, y por eso cumple tareas de limpieza para el municipio. Mariano se quiso subir a un proyecto pero le salió mal: quiso ser parte del Estado… y no se terminó bancando la disciplina militar, que es inflexible, desde siempre. Pasan los gobiernos, queda la pobreza… y la rudeza de los tenientes. La experiencia la tuvo en el cuartel de Azul.
“Antes de ingresar al cuartel hice la entrevista. Me hicieron el test psicológico y los análisis, y pasé. Las figuras geométricas también las pasé. Pero lo que no aguanté fue cómo me trataron.” Ingresó al cuartel y el primer día lo hicieron quedarse, “porque te dejan quince días adentro del cuartel”. Ahí empezó: cada día a las cinco de la mañana lo levantaban a los gritos. Y si no se levantaba cuando el teniente pegaba el primer grito, había que hacer flexiones de brazos y a correr. El desayuno era café frío sin azúcar y un pedacito de pan. “Con eso te agarrabas dolor de panza, y para ir al baño había que esperar una orden.”
Me habla apoyando los brazos sobre el techo de un auto que acaba de dejar pipí cucú. El lustre hace rebotar los rayos del sol. “Podían ser las cuatro de la mañana con lluvia, y te despertaban de un grito y afuera tenías que hacer cuerpo a tierra, flexiones de brazos, sentadillas… y todo con la mochila cargada.” A los pocos días no aguantó más y encaró al capitán. Le dijo que se quería dar de baja. El capitán le contestó: “Vos sos un cagón. Puede haber una guerra y tenés que pasar eso, así que vos no te vas a ir. Tenés que cumplir un mes.” Y antes de cumplirse el primer mes Mariano dejó de ir. “Me fueron a buscar a mi casa, porque tenía que cumplir el mes ahí y si no, podían llevarme preso. Me hacían bañarme con agua fría, veinte segundos, y si pasaban los segundos y seguía con shampoo en la cabeza, tenía que salir igual. Las flexiones de brazos las hacés de cualquier manera.” ¿Qué esperaba encontrar? Un destino. Una vocación. Una pertenencia. Rendirse a la única rectitud: la que aprendió de su querido abuelo. Que alentó su carrera militar.
“Yo me crié con mi abuelo -dice-, él fue quien me puso en ese camino.” Al papá no lo conoció, y se quedó con el abuelo que lo crió hasta los quince años. “Me llevó por el buen camino. Sigo con él para todos lados. Cuando me acuesto le doy gracias a Dios por tener un trabajo.” Mariano es un agradecido.
¿Qué pasó con tu mamá?
No tengo trato, hago de cuenta que no la conozco, como con mi papá. Recién tengo 21 años, los cumplí en mayo. Y estoy muy agradecido por la vida que tengo, por lucharla solo y por los consejos de mi abuelo, que siempre están.
El abuelo es jubilado del servicio penitenciario de la provincia, es evangélico y folclorista. En Azul y sus alrededores se lo conoce. Después de tener todo en contra, lo sacó bueno a Mariano. Incluso después de que la Brigada de la policía de Azul lo tuviera “contratado” para perseguir o controlar la venta de droga. Mariano era carnada y carne de cañón. En ese mundo se cruzó a su mamá. Hasta la pudo meter presa a la madre, me dijo. Pero no quiso.
“Hoy hicimos tres coches, y lo único que saco es cinco mil. Entro a laburar a las nueve de la mañana y salgo a las cinco de la tarde. Ojalá me dieran propina, a veces a alguno se la cae algo, pero los sábados al menos me invitan a cenar. Y sobrevivimos con lo que gano en la semana y con la tarjeta de mi novia.” Mariano se vende solo: dice que sabe hacer albañilería y que fue alambrador en el campo. “Y en una época fui panadero”, agrega. Pero en Verónica no abundan las panaderías, está todo completo. “Iba a empezar el colegio de policías, pero con el tema de mi nene se me complica”, aclara. Espera ese bebé. Está chocho, envuelto en amor. Será el tercer hijo de su mujer (que tiene poquitos años más que él). “No les puede faltar nada. Sé que gano poco, pero algo es algo. Ahora me queda este trabajo, que lo valoro, y hay algunas veces te cansa porque ganás poco, pero bueno, así es la vida. Espero este año anotarme al colegio, así ya me recibo de policía. Y a la vez, seguir trabajando y poder hacer las dos cosas.”
La voz de Mariano se confunde con otras. Todas las historias se cuentan de a una y van a la fosa común de una época. En medio de las fiestas de la política la voz y la esperanza de un hombre al costado del camino. Espera un hijo y espera que haya un país para los millones como él que se rompen el alma.
MR