Leí en un artículo que a mediados de los años 80 el dictador Nicolae Ceausescu obligó a que 40.000 personas en Rumanía abandonaran sus hogares en los pueblos para ocupar grandes bloques de apartamentos en las ciudades. Los perros estaban prohibidos en esos edificios y los animales quedaron a su suerte. En 2019 se estimaba que había tres millones de perros sueltos viviendo en las calles. Desde hace décadas ahí se asesinan perros callejeros de manera masiva o malviven y son sacrificados en deplorables refugios. Que sean capturados y asesinados violentamente entre 40 mil y 50 mil perros cada año es algo aceptado socialmente y hasta demandado por mucha gente. Y a veces vienen unos ingleses y se los llevan adoptados a Londres.
A uno de esos perros lo mató la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979). Bueno, no ella, el personaje de su nuevo libro Matar un perro en Rumanía (Almadía). En realidad no sabemos si el perrito negro murió, sobrevivió o es una metáfora. La protagonista –una migrante latinoamericana profesora de idiomas, que vive sola en Noruega y enseña noruego– está atravesando un duelo que nunca se explicita, pero por lo que cuenta su alumno-amigo rumano, Mihai-Ovidiu –conductor de autobús–, ella lleva mucho tiempo así, sin ganas de vivir. Incluso se ha tomado una baja en el trabajo. Para no dejarla languidecer, a él se le ocurre invitarla a que le acompañe a un viaje que tiene que hacer a su país, Rumanía.
La novela empieza con el brillante monólogo de un perro, que deja entrever el mundo propio y complejo de la novela: allá afuera hay un mundo salvaje, extremo con sus criaturas, humanas o no. Las dos personas que se encuentran aquí mantienen un vínculo inclasificable: son dos almas callejeras, solitarias, expulsadas de sus casas como los perros por Ceausescu, de sus familias, de sus países, de sus sueños. Condenados a vagar sin rumbo hasta que alguien les dé caza. A cada sobresalto, ella (sin nombre) deja que un clonazepam se deshaga bajo su lengua, pero ya le quedan pocos. Ovidiu viaja enfadado porque ella no quiere estar en esta realidad, ni en ninguna otra, mientras él debe hacerse cargo de los trámites del estar.
Este road trip por varias ciudades y pueblos de Rumanía se vive como procesos continuos de unción y descomposición, en los que el lector también entra alternativamente en estados de sedación y en estados de ansiedad y vértigo, de la penumbra a la luz y viceversa, del dolor al calmante. El recorrido está lleno de tanta tensión sexual como tensión suicida. Vida y muerte son aquí piloto y copiloto, y discuten todo el día, a veces gana una y a veces gana la otra. El coche se interna en los claroscuros del país, primero entre palacios y hoteles de la vieja gloria rumana y luego por la Rumanía rural, religiosa, gitana e íntima, hasta Bodø“, el pueblo de Ovidiu, donde ella empezará por fin su redención contagiada por resplandores completamente nuevos. Su misión será matar al perro negro de la tristeza.
Entre las cosas del cuerpo, como diría el poeta peruano José Watanabe, y las cosas del alma, entre el deseo de supervivencia y destrucción, se abre camino el lenguaje imaginativo, despojado y poético de Ulloa. Y como solo puede hacerlo la literatura se dedica a contarnos quizá una de las experiencias más emocionantes de la vida: la de dejarnos transformar por el otro. Ese otro que es un amigo, otro país, otra lengua, otra cultura, otra especie. Esa transformación en el libro es orgánica. Es posible que ella deje de escapar para cogerse a la vida y pegarse al cuerpo del compañero, como se pega un billete en la piel o como se nos pega un perrito huérfano que habla después de muerto: “Le volvió esa mirada, la que tenía en el autobús y se entretenía mirando el camino”, advierte Ovidiu al ver la metamorfosis que la naturaleza consigue en ella.
El otro día leí una entrevista a la psiquiatra Marta Carmona en El País que decía: “Sabemos que estamos generando unas condiciones de vida insufribles para muchísima gente y vamos a taponarlo como sea, con cualquier solución. Como si en tiempos de la esclavitud dices: vamos a intentar detectar depresión entre los esclavos y les vamos a dar antidepresivos y psicoterapia. ¿O puedes abolir la esclavitud, no? Que probablemente mejore bastante la salud mental.” ¿Qué estamos haciendo para cambiar lo de estructural que subyace a nuestro dolor?
Lo menciono porque la depresión quizá sea la otra gran protagonista del libro. En la primera mitad, cuando se expone el cuadro depresivo, la novela es más oscura, más lastimera, pero en la segunda parte, cuando llegan a la casa de la familia de Ovidiu, aparecen muchas trazas de humor. Todo cambia: ella se recoge en el silencio y se entrega al campo, al hogar y al cuidado de los animales. La novela de Ulloa conecta inevitablemente con la pandemia actual: la depresión, la ansiedad y las enfermedades mentales, el consumo demencial de medicina psiquiátrica y la automedicación. Algo que se potencia en personas en situación de migración, precariedad y pobreza.
Matar un perro en Rumanía es una historia de vulnerabilidad y compañerismo. A regañadientes, Ovidiu ha arrancado a su amiga del adormecimiento, le ha dado a su manera torpe el soporte que necesitaba. Pero no solo él, son sanadoras también todas esas presencias desconocidas, la familia, las mujeres, los animales, los amigos, que muchas veces no necesitan ni hablar la misma lengua para comunicarse. Y ella parece ser para él sutilmente la revelación de otra vida futura posible.
Hay en Matar un perro en Rumanía un esfuerzo por traducir mundos. Es un libro entre lenguas, un libro sobre la comunicación/comprensión entre seres vivos más allá del lenguaje, también con los animales (el perro que habla a través de ella), una comunicación fallida o no, misteriosa, inesperada. Aunque el gran tema es el lenguaje, la escritura de Ulloa también es física, escatológica por momentos, es el cuerpo con todo su dolor y con todo su derrumbe, también con sus pulsiones de vida y muerte, con su voluptuosidad, deseo y oscuridad.
Una novela muy novela para haber sido escrita por una cuentista, la autora de Pajarito, con descripciones vastas y subyugantes pero con ese ojo que ya le conocemos a Ulloa para lo pequeño y extraordinario, para el revés sorprendente, la reflexión honda, la imagen deslumbrante. Una voz que acompaña en el dolor y en la metamorfosis. Y es como si nos dijera, imagínate que yo soy Ovidiu y ya te invité a Bodø.