En la edición ampliada de Dirección única, de Walter Benjamin (Universidad Diego Portales, 2021), hay un artículo de 1934 llamado “El periódico”, que dice: “la condición del lector de periódicos es la impaciencia”; “la distinción entre autor y público (…) tiende a desdibujarse”; “la cultura escrita gana en amplitud lo que pierde en profundidad”. Y otro, llamado “La lejanía y las imágenes”, de 1933, que dice: “La afición por el mundo de las imágenes, ¿no se nutrirá de una oscura resistencia al saber?”.
Para variar, Benjamin observa su actualidad en términos de profecía. Ya entonces no había distinción entre autor y público, el lector era impaciente y el aficionado a la imagen se resistía a saber. ¿Para qué ganar profundidad pudiendo extender los campos de lo superficial hacia los confines? Sepamos menos, a cambio de que la ignorancia sea cada vez acerca de más cosas y, si es posible, de todas.
El terror de Benjamin al ver cómo la lectura de atención o de continuidad (la lectura larga) se veía ya a principios del siglo XX obligada a competir con la lectura de las publicidades, es decir a enfrentar el desafío de no levantar la cabeza, encuentra en esta cosa llamada época su escena infernal. La impaciencia es el patrón de los vínculos de atención. Quizás ocurra que el ser humano no nació para leer, lo que no tendría nada de reprochable en tanto tendencia generalizada de la especie.
Hoy la impaciencia está en un gran momento. La llamamos ansiedad para encuadrar con más brillo su presencia mundana. Es el núcleo de un universo que llama en vano a la calma, y en el que flotan recortados contra la negrura del miedo los planetas perdidos de la compensación: los ansiolíticos, el picoteo de uñas, el porro, la actividad física kamikaze, el cuidado enfermizo de la salud, las fiestas boludas, las dietas, los viajes al campo.
Muy anterior al despunte tilinguista de la inteligencia artificial, y mil veces más peligrosa, la velocidad artificial ha pasado desapercibida como sólo podría hacerlo una naturaleza. Su rastro es relativamente fácil de seguir si no nos ponemos quisquillosos. A simple vemos una línea de aceleración que comienza con el primer humano corriendo adelante o detrás de los dinosaurios, y siguen con la invención de la rueda, el barco a vela, los motores y la banda ancha, el wi-fi y los datos móviles, hasta llegar a la escena cotidiana en la que alguien no puede esperar que la cuenta regresiva del semáforo se ponga en cero para salir disparado hacia ese dónde que ni ese alguien sabe en qué lugar está.
Zorro de varios pajonales, Banjamin advirtió con delicadeza que este fenómeno de impaciencia que hoy se consolida en una especie de nada llena de cosas, afectaba a la política (al “político que espera una información”). Hay una línea de montaje de los hechos de la política que no permiten lo elemental ya no del ejercicio político sino de su existencia: el proceso, cualquier proceso, la línea que une A con B y de la que por corta que sea nadie soporta el progreso que hace posible la unión.
Digamos que en la cultura del salto hacia adelante y, por lo tanto, del incendio del tiempo como agente de cualquier acto, hasta del más fulminante, empiezan a crecer “líderes” tipo Ramiro Marra, el candidato a Jefe De Gobierno de la CABA por la Libertad Alianza que habla como si corriera para dejar atrás a quien quisiera entenderlo y, en ese sprint, propone reemplazar el ESI por el linkeo de pornografía, para luego retroceder en chancletas. Esa fue su manera de apaciguar dos ansiedades: la de reemplazar un proceso de aprendizaje por un hábito de pajeros y, sobre todo, la de mandar fruta programática sin condescender al pensamiento, o sea a un uso mínimo de su tiempo mental.
Entonces, la presión insoportable de la velocidad sobre el proceso disminuye las posibilidades de existencia de la política, que ya de por sí es vueltera. Directamente, los segmentos más ansiosos de la sociedad ya no soportan los plazos de los mandatos populares. Todo tiende al reemplazo, cuando no a la supresión de sus actores. Veto, censura, bloqueo. La velocidad humana del acto político choca de frente con la ilusión velocista de los “líderes” que cursan sus paraísos platónicos sin obstáculos. La paradoja es que al proceso se le opone la alternativa del milagro o la catástrofe. ¿Para qué pensar en un programa de reforma monetaria o judicial o de seguridad, pudiendo quemar el banco central, meter bala o hacer que vayan todos presos? La ansiedad política deriva en una fiesta de soluciones finales, por ahora solo postuladas.
Bajar un cambio, como quien dice, es imposible, al menos hasta que el exceso de velocidad colectiva no se pegue el palo. Imaginemos a un Fórmula 1 con su motor turboalimentado de 15 mil RPM que nos diga a 350 km/h: “Bueno, ahora me tomo un tecito y me voy a dormir”, mientras escupe fuego por los caños de escape. No están dadas las condiciones para la desaceleración. Contentémonos con que las cosa se mantengan así, al borde del desastre sin llegar el desastre.
Uno de los combustibles que alimenta esta velocidad de locos es la información y sus variantes (la desinformación, la sobreinformación, la información falsa). Es el drama de la retroalimentación, una monstruosidad que tiene algo de regeneración espontánea, es decir de perro que se muerde la cola. No hay fin, no hay sosiego. Dice Benjamin en “El arte de narrar”, de 1936: “La información pierde su valor cuando deja de ser nueva. Vive solo en ese instante. Debe entregarse por completo a él y explicarse sin perder el tiempo”. Es un acelerador.
Son comentarios alrededor de la historia de Psaménito, contada por Heródoto en su Historias. Las habrán escuchado o leído alguna vez. Psaménito, rey depuesto de Egipto está prisionero de Cambises, rey de los persas (¡por dios!: hablo como un monstruo hecho con pedazos de Aguinis y Andahazi, esos colosos de la literatura clásica). Lo obligan a ver pasar la caravana triunfal, a su hija como criada y a su hijo rumbo a la ejecución. Psaménito no expresa nada. Pero se vuelve loco cuando ve pasar a uno se sus viejos criados reducido a la miseria.
Por qué la descarga emocional ocurre en el momento en que pasa el criado y no antes, no podemos saberlo. Para eso está la narración, para no ser explicada, para que las fichas del sentido caigan cuando tengan que caer. Ese es el milagro de la literatura: contar con la boca cerrada. Benjamin dice que un amigo le dijo que si esa historia hubiese sucedido hoy (un hoy de los años ’30 del siglo XX muy parecido a nuestro hoy) los “periódicos” habrían dicho, por impaciencia, que Psaménito quería más a su criado que a sus hijos. Inmediatamente hubieran pasado a otra cosa, y luego a otra, sin entender ni hacernos entender ninguna.
JJB