La sociedad argentina está dolida y conmocionada por la muerte de Silvina Luna como consecuencia de una intervención estética realizada por el doctor Aníbal Lotocki. Incluso sorprendida. Muchas personas ignoran que casi una generación entera de personas trans murió prematuramente a los 35 o 40 años por este motivo –sumado a los crímenes de odio– y las que aún quedamos vivas estamos envenenadas.
Recuerdo mi primera aplicación, en el año 1991, y el mandato social que me obligaba a hacerlo: “Si no tenés silicón, no sos travesti”. Tenía 17 años. Fue en mi casa y me lo aplicó una compañera. Digo silicón y no silicona (o aceite de avión, como inventó la prensa sensacionalista), porque así lo pedíamos en la farmacia.
El origen de esta intervención hay que buscarlo en las chicas que se exiliaron a Brasil durante la dictadura militar. Cuando regresaron a la Argentina, en los 80, trajeron tanto palabras que se agregaron a nuestra lengua carrilche –a nuestro argot– como el silicón bajo el brazo, junto a una de las técnicas de aplicación (bombadeira).
El silicón industrial se compraba en la ferretería en bidones de 5 litros y el silicón medicinal, en farmacias, en botellitas de vidrio de medio litro. Esa diferencia engañaba; pensábamos que por comprarla en la farmacia era mejor. La diferencia era únicamente que estaba más purificado, pero igual estaba creado para lubricar máquinas quirúrgicas, no para inyectar en el cuerpo.
Como fuera, ese mágico aceite se convirtió en el pase para pertenecer. En sólo 15 días me podía tener un cuerpo soñado, algo que hasta ese momento sólo se podía lograr en pocos casos y a muy largo plazo con las hormonas. Todas sabíamos que el silicón nos podía matar en la aplicación misma y, si sobrevivíamos a la aplicación, también sabíamos que debían pasar 48 horas críticas para asegurarnos que no nos hubiesen pinchado ni venas ni órganos. A pesar de todo eso, lo hacíamos. Nadie nos advertía sobre lo que supimos años después, cuando a mediados de los 90 empezamos a ver las lesiones y las muertes prematuras de las personas que se habían aplicado la sustancia tiempo atrás.
En ese momento comenzó mi recorrido, o más bien mi vía crucis, por varios países y consultorios médicos para quitarme la mayor cantidad posible de este producto. Porque si las colocaciones fueron siempre en domicilios y a manos de una compañera travesti, las extracciones siempre fueron en quirófano.
En el año 1996 me extraje por primera vez silicón, de las caderas, con un doctor en La Plata. En el año 98, con el mismo doctor, en los glúteos. Posteriormente, me retiré del busto para aplicarme prótesis, aunque teniendo parte del silicón debajo de las prótesis y corrido a la zona de las axilas. En 2008, de regreso temporal en Argentina desde mi exilio, volví a extraerme con un médico de Santa Fe una gran cantidad en caderas y nalgas. En 2009 tuve una intervención en Madrid que no fue muy exitosa. Ya que siempre hay restos para sacar, en 2011 en México tuve el recambio de prótesis y se quitó aún más producto; lo mismo en 2012 en Colombia. Mi última intervención fue en Grecia, en 2018. Fue un intento de quitar lo más posible debajo de las axilas y hacer una reconstrucción del busto.
Al día de hoy sigo haciendo consultas con distintos médicos, explorando nuevas técnicas, siempre en el área privada. De parte del Estado no hay ningún tipo de asistencia, ni interés por estar al tanto de nuestra problemática. Después de todo, somos sólo travestis.
Hace algunas semanas regresé a la Argentina para participar de la presentación del libro del Archivo de la memoria trans, “Nuestros Códigos”, editado junto a Liliana Viola. Fue en el Congreso de la Nación, invitada por la diputada Mara Brauer. En el evento estuvieron presentes muchas mujeres trans mayores de 50 años, de varias regiones del país, gracias a que muchas viajaron a Buenos Aires durante los mismos días por el foro de VIH en la Fundación Huésped. Cuando fue mi turno de tomar la palabra, viendo a mis compañeras de frente, no pude evitar apartarme brevemente de mi discurso programado para hablar de la realidad que nos persigue en relación al envenenamiento con el silicón. De la bomba de tiempo que todas las mujeres trans de nuestra generación cargamos en nuestros cuerpos.
Espero del Estado argentino y del sistema de salud público un reconocimiento de la enfermedad, tanto en poblaciones trans como cis, y la capacitación de los profesionales de la salud pública en el tema. Queremos poder acceder a tratamientos y consultas con profesionales dentro del circuito de hospitales públicos a nivel nacional, ya que en el área de la salud privada los profesionales están capacitados hace tiempo. En Estados Unidos, por ejemplo, existe un programa llamado “clean your body” (“limpia tu cuerpo”) que facilita la remoción del silicón de la población trans y operan un promedio de 10 personas por día.
Yo no juzgo a la compañera que me colocó silicón en todo el cuerpo porque en ese momento, dentro de la marginalidad compartida, que nos impedía incluso acceder a cualquier consulta médica, esa compañera me ayudó a construir mi identidad con las herramientas que teníamos disponibles. Hoy, quienes nos hemos inyectado silicón, le decimos a las personas trans más jóvenes que no lo hagan.
MBC/ L. Goldin/DTC