Me dice Fisher que está estudiando stand up. Me cuenta que una de las técnicas básicas del stand up es salir a hacerlo en público y soportar el bullying. Me dice que es imposible hacer stand up sin público, ya que la presión que éste provoca, el temor que provoca la desaprobación, la adrenalina que se puede oler, forma, después de muchas rutinas, una costra alrededor de uno, una especie de caparazón protector que te hace salir en cierto momento como si el público no estuviera ahí.
Me resulta paradójico esto. Por un lado, se trata de superar la presión del público y que esta no te haga enmudecer, pero por otro se trata de la supresión de esa presión, para poder moverte libremente. De todas formas, entiendo que los estandaperos –¿existe esta palabra?– deben estar midiendo al público, deben funcionar también por tracción a público, como si las risas, los silbidos y los aplausos espontáneos fueran combustible.
Hay determinadas personas, pienso, que desarrollan su vida como si fuera un stand up, están determinadas por la aceptación o no de lo que ellos consideran su público, real o imaginario. Por eso muchas veces logran en torno suyo una costra que se forma como el resultado final de la mezcla entre lo que ellos creen que el público quiere, lo que ellos creen que deberían ser y la narrativa que tienen que sostener para poder encontrar existencia, sustancialidad en su vida. No les entra una bala. De esa manera, aún cuando marchen equivocados y lo único que hagan sea autodestruirse –es decir, empiezan a orbitar en torno a un atractor negativo– no pueden dar marcha atrás porque ya están en el escenario, ya empezaron a hablar y “el público” los lleva a un lento suicidio espiritual.
Si buscamos la definición más elemental de atractor, dice: “En los sistemas dinámicos, un atractor es un conjunto de valores numéricos hacia los cuales un sistema tiende a evolucionar, dada una gran variedad de condiciones iniciales en el sistema”. Brigitte Baptiste –científica y ensayista– dice que uno de los fenómenos difíciles de explicar en biología, pero que resuena en muchas disciplinas es el origen de las estructuras complejas. La pregunta es si existe un diseño inteligente detrás de todo, una mente creadora o, podemos pensar, existe una capacidad espontánea de las cosas para organizarse. ¿Cómo se llega, por ejemplo, a una creación tan extraordinaria como el ojo humano? ¿Es la casualidad en la naturaleza la que forzó a través de miles de combinaciones azarosas la posibilidad de generar un sistema óptico para poder observarse?
Pienso ahora en ese pez que habita en las profundidades abismales de los océanos y que es casi ciego pero igual porta una antena con una pequeña luz que le permite alumbrar y, eventualmente, cazar. ¿O sólo tiene esa antena porque la naturaleza crea siguiendo los patrones del arte por el arte? Algo de eso conjetura Vladimir Nabokov cuando insiste en que los osos hormigueros se comen tanto a los insectos que están mimetizados como los que no lo están. Entonces ¿por qué se mimetizan? Se mimetizan, dice Nabokov, por amor al arte.
Un poema surge de una emoción, del caos de miles de percepciones, de una música que viene repentinamente a los oídos disponibles, pero poco a poco se va ordenando mientras colisionan muchas secuencias que podrían haber estado en la obra terminada pero que no dieron sus frutos. Eso lo podemos comprobar cuando nos llegan a nuestras manos las versiones previas que fueron desechadas en función de la definitiva.
Thomas Mann viajó una mañana al sanatorio de Davos para visitar a su mujer Katia, que estaba internada ahí. Pasó tres semanas en ese lugar mágico de la alta montaña. Un lugar donde el aire no estaba enrarecido y los pulmones podían traccionar mejor. Uno de los médicos que atendía a su mujer le encontró un pequeño problema en uno de sus pulmones y le aconsejó que se quedara internado. Pero Mann se las tomó, bajó a la llanura –como se le dice en la novela– y escribió La montaña mágica. Hans Castorp, el héroe, es un joven que va a visitar a un primo enfermo y que, después de ver a Claudia Chauchat, de quien se enamora, tiene todos los síntomas del covid para poder enfermarse y estar cerca de ella. Y va a permanecer en el limbo de La montaña mágica durante siete años. Esta novela tiene una de las más bellas declaraciones de amor que he leído. Cuando Mann bajó del sanatorio, tenía en mente una novelita corta, casi comedia, que hiciera contrapunto con Muerte en Venecia, la novela anterior. Pero hubo un atractor que empezó a trabajar uniendo diferentes motivos hasta llegar a miles de páginas e infinidad de personajes, pasillos silenciosos y olores de hospital por donde los enfermos deambulaban discurriendo sobre el sonido y la furia, las gracias, el coraje, el perdón y la enfermedad como remedio o farmacon. Una novela para, como se dice ahora, maratonear. Una novela que te enferma.
FC/DTC