En noviembre del año pasado un grupo de bitcoineros dejó sin luz a un país entero. Fue en Abjasia, un territorio independiente de 240.000 habitantes junto al Mar Negro. Más de 625 granjas de criptomonedas conectaron sus pesados equipos para minar bitcoin y colapsaron a la red eléctrica. Al otro lado del mundo, Texas sufría una crisis energética en pleno invierno mientras muchas big techs se mudaban allí desde Silicon Valley en busca de mayor desregulación (un ejemplo de la cual era, justamente, la cuasi libertaria política energética texana). Aquí abajo en Argentina, discutimos conectividad gratuita luego de casi dos décadas de déficit energético sin otra salida que no sea el apagón o el tarifazo.
Es el nuevo capítulo de esta suerte de venganza de lo real que estamos viviendo. Aquel mundo inmaterial, de bits y discursos, que hace 30 años nos prometieron Microsoft y la filosofía francesa, fue sitiado por contaminación, pandemias, inundaciones y, ahora, crisis energéticas que nos demuestran que la aldea global necesita un planeta en donde posarse, con litio para baterías y una red de sucios cables submarinos que nos traigan likes y tokens. El mundo se hace tangible y hay que ver cómo funciona.
Dentro de una máquina
Imaginemos por un rato a la sociedad como un sistema energético. Un ejercicio mental tan arbitrario como imaginarla como un sistema simbólico pero quizás más útil para los tiempos que corren. Las personas nos movemos, comemos, hacemos: consumimos y producimos energía. El mérito de un sistema económico es transformar esa energía en trabajo. Hasta el siglo XVII las sociedades funcionaban con la mecánica clásica de un reloj: inercia aldeana, presión del señor feudal, reacción campesina y otra vez la inercia.
Con el capitalismo llega la termodinámica de no equilibrio: choques violentos y desordenados entre moléculas. Y el mercado como máquina de vapor que ordena ese desequilibrio. El mérito de Marx fue detectar el rendimiento decreciente de la máquina de mercado (su error, según von Hayek, fue pensar que podía funcionar sin desigualdades: es la diferencia de temperaturas lo que transforma la energía en trabajo, es la desigualdad social lo que estimula el esfuerzo).
Las crisis del capitalismo son su entropía. Y la solución es darle salida. Como el caño de escape de un motor que mantiene las diferencias de temperatura que lo hacen trabajar, el capital necesita salir a buscar nuevos bienes y mercados, sea en colonias africanas, sea en los intersticios de nuestra vida. Y esa búsqueda requiere información: precios, dinero, data, pasar de la sociedad como motor a la sociedad como computadora. El paso de la máquina de vapor a la máquina de Turing es lo que estudia George Caffentzis, filósofo marxista doctorado en Física, en En letras de sangre y fuego (Tinta Limón, 2020). Su conclusión es que aún en la era digital seguimos viviendo en una máquina que requiere energía. Nuestra energía.
El cambio se produjo durante la llamada “crisis del petróleo de 1973”, cuando la OPEP subió el precio del crudo y le dio el tiro de gracia a una economía fordista que funcionaba solo con energía barata. Para Caffentzis esa crisis energética fue una crisis de rechazo al trabajo. A veces olvidamos que un trabajador puede decir que sencillamente “preferiría no hacerlo”. Perderá su empleo, su casa, pero en un mercado libre nadie puede obligarlo a trabajar.
El rechazo al trabajo creció a fines de los años ‘60. El fordismo no era solo autos y heladeras para todos: era un orden en donde papá trabajaba afuera por un salario, mamá trabajaba adentro gratis, el nene estudiaba para reemplazar a papá y la nena se peinaba y aprendía a cocinar para encontrar a su nene. No sabemos hasta qué punto la sociedad funcionó efectivamente así, pero es seguro que desde fines de los ‘60 dejó de hacerlo: nenes y nenas se llenaron de expectativas y rechazaron el destino de sus mayores, mientras mamá salía a trabajar y papá tomaba la fábrica con sus compañeros.
El Estado salió a repartir palos y parches keynesianos que lo llevaron a la ruina. El capital, en tanto, se escapó de la sociedad: robotizó o mudó la fábrica para precarizar a papá, desarrolló un sector de servicios informal y mal pago (repartidores, cuidadores de niños y ancianos, paseadores de perros, “chicas que vienen a casa a ayudar”) para reemplazar a mamá y, sobre todo, se corrió de la industria a los sectores financiero y energético. Después del '69, explotar a un obrero en una fábrica se había vuelto una tarea ingrata tanto en Córdoba como en Turín; más rentable era explotar a toda la sociedad dentro y fuera de la empresa (al obrero, al ama de casa, al informal y a la empresa misma) mediante los intereses de la tarjeta o la factura de luz. Fue la nueva manera de captar toda la energía social y hacerla dinero, sin miedo al rechazo o la resistencia: nadie puede vivir sin crédito ni calefacción.
Cibernética de la explotación
Una sociedad que ya no explota solo a sus trabajadores sino a sus consumidores cautivos de deuda y energía necesita algo más que capataces y relojes de fichar: necesita una red de supervisión capaz de retroalimentarse y corregir sobre la marcha. Una sociedad cibernética. Así se automatiza nuestro último rincón sin explotar: el pensamiento. “De hechoâapunta Caffentzisâla mayor parte del debate en torno a ‘inteligencia artificial’ y ‘filosofía de la mente’ en los últimos cincuenta años se ha desarrollado alrededor del intento de muchos intelectuales de defender su lugar en la jerarquía del trabajo frente a la amenaza de su propia obsolescencia”. Al mundo como computadora no lo impresionan tus ideas.
Caffentzis es un marxista duro y no concibe una sociedad en donde trabajen sólo las máquinas. El trabajo sigue siendo explotado, su energía se conserva. El mercado pone en red a algoritmos con sudorosos obreros de pico y pala. Para endeudarnos por un iPhone 12 es necesario que el minero de coltán congoleño trabaje por un plato de mandioca; ese algodonero uzbeko o chaqueño cosechando por monedas hace rentable a este taller textil de Bangladesh o Flores pagando por debajo del salario mínimo para afrontar los costos energéticos que hacen rentable a esta central nuclear o represa robotizada que alimenta nuestros Google Meet y al foquito de luz en el rancho del algodonero chaqueño y de aquel costurero bengalí. El mundo como computadora conecta energías diversas de todos lados y permite automatizar aquí con la esclavitud de allá.
Teniendo en cuenta que las redes de energía también explotan recursos naturales escasos, al libro de Caffentzis le hubiera venido bien mayor sensibilidad ecológica. Aún así tiene el mérito de devolverle materialidad a un capitalismo obnubilado por las pantallas. Sus conclusiones no son muy distintas a las de los teóricos del capital monopólico (Sweezy, Baran, O'Connor) y del “desarrollo desigual y combinado”. Teorías que fueron arrojadas al basurero de la Historia por la ilusión de una economía inmaterial y que en esta hora de escasez vuelven a tener sentido. Pero si la promesa globalista de inmaterialidad resultó vana, también es necesario revisar las estrategias desarrollistas e izquierdistas, enfrascadas en la defensa de una “fábrica nacional” o del “control obrero” de la misma, cuando, salvo en China, el capital ya no busca en esos recovecos grasientos más beneficio que la explotación indirecta a través de la deuda o el suministro. Diseñar un modelo energético sostenible, eficiente e inclusivo y redirigir la automatización a favor del trabajador son tareas mucho más progresistas para resguardar a las personas humanas y no humanas como fuentes de energía. El mundo como computadora se transforma desde la batería y el disco rígido, no desde la pantalla.
AG