Mujer, escucha, únete a la lucha…
Con hambre no hay libertad.
Mujer que se organiza no plancha más camisas
Arroz con leche yo quiero abortar en condiciones dignas en el hospital
Mientras resuenan aún las canciones colectivas que vibraron ayer en cientos de parques y plazas del país, enciendo Disney + y veo un corto animado en el que una muñeca de madera con ropa tradicional etíope desembarca en un espacio abierto del centro de Los Ángeles. Allí, unos seres dorados y brillantes emiten sonidos al tocar sus propios cuerpos. La marioneta africana intenta encajar con ese conjunto homogéneo, pero los seres dorados y brillantes no la miran, no la escuchan, no la huelen, no la sienten.
La muñeca es diferente a los demás y se siente defectuosa. Una noche, le ruega al cielo que la situación cambie y el firmamento arroja brazos, piernas y un rostro nuevo para reemplazar las piezas viejas de su cuerpo.
A partir de esa transformación, los seres brillantes descubren a la marioneta como una igual y ella se ilusiona con alcanzar la felicidad. Sin embargo, ha dejado de ser quien era y la embarga la tristeza.
Mientras pisa sin querer su antigua cara de madera y otros restos suyos, descubre que el costo de su nueva hermosura es la pérdida de su identidad. Sus roturas y arrugas la ayudan a tomar conciencia del valor de la biografía personal y de las huellas de la historia, de las que carece todo cuerpo artificial.
La historia se llama Self y es el nuevo cortometraje animado de Pixar. Fue dirigido por Searit Kashat Huluf, su productor es Eric Rosales y es el primer experimento en animación híbrida entre inteligencia artificial y stop-motion.
Justamente, hablando de seres de madera, recordé una conversación que tuve hace un tiempo con la actriz, música y bailarina Flor Piterman, quien abrió durante la pandemia un taller de clases virtuales de danza y lo bautizó Soy de madera. Era setiembre del 2020 y un montón de personas con diferentes corporalidades aspiraban a moverse, cuando la inercia llevaba exactamente a lo contrario. Cuando se superó el contexto de encierro, la mayoría de esos bailarines vocacionales continuó soltando sus movimientos en forma presencial. “Querían bailar sin aspirar a ser profesionales, no les importaba ser bailarines de excelencia sino disfrutar. Eran gente que nunca había estado en un salón de baile, que desconocía la dinámica de los entrenamientos, qué ropa usar, cómo dar un paso y así tuve que deconstruir conocimientos obvios para mí y hacerlos más accesibles. Fue difícil encontrarme con personas que estaban en otro mood, que no tenían una base de saberes que yo daba por sentados, pero que amaban moverse. Así surgió soy de madera”.
Quien baila a pesar de su cuerpo frágil y ofrenda un momento de gran emoción y ternura es la enorme actriz Stella Matute, apoderada de Susy, su personaje en Ya nadie recuerda a Frederic Chopin. Es un momento cúlmine en la obra de Tito Cossa, escrita en 1982 y dirigida por Norberto Gonzalo en el Teatro de la Máscara.
La pieza transcurre en dos ámbitos: en el comedor de una antigua residencia familiar y en la plaza del barrio de Villa del Parque.
Las fronteras espaciales y temporales son imprecisas. La narración salta del presente al pasado y se evocan 40 años de la vida y los sueños de los Galan, cuando las hijas eran adolescentes y anhelaban ser la mejor concertista de piano, Zule, y la más gracil bailarina clásica, Susy.
Estos personajes existen a través de los recuerdos de la mayor de las herederas de la familia, la única sobreviviente.
A través de distintas evocaciones, cuarenta años después aparecen el padre (un comprometido Leonardo Odierna), exiliado español, intelectual y anarquista; la madre (versátil, Amancay Espíndola) cuyo deseo preciado es homenajear la memoria de Chopin y erigirle un monumento en la plaza barrial; la hermana Zule (una exquisita Brenda Fabregat), etérea y romántica; Frank (excelente la metamorfosis de Claudio Pazos), el joven seductor y revolucionario, y Palumbo (el señor actor Daniel Dibiase), el guardián de la plaza.
A través de la saga de la familia Galán, Ya nadie recuerda a Frederic Chopin es un homenaje conmovedor a todos los soñadores que, contra viento y marea, siguen apostando a la utopía.
LH/DTC