Estoy tratando hace bastante de entender con palabras de este mundo, a ver si después lo puedo explicar, el atractivo de Javier Milei como personaje, su poder como líder carismático. No porque siga necesitando entender por qué ganó la elección, y no porque crea, de hecho, que su personalidad pública fue el factor determinante en su victoria. No es lo que pienso. No me sorprende en nada el atractivo del discurso de La Libertad Avanza en este momento económico de la Argentina y en el post de la hegemonía kirchnerista. Me parece todo bastante esperable, incluso si no lo esperábamos. Si me intriga el atractivo de Milei como personaje es porque, al menos desde que yo lo veo en televisión, su performance está muy lejos de lo que en el siglo XX se entiende por carisma, y siento que si entiendo cuál es el poder de seducción que ven en él los jóvenes que lo siguen entenderé algo no sobre el triunfo electoral de Milei, sino sobre el triunfo cultural que representa. Veré algo sobre los valores éticos y estéticos de esta época que hoy, evidentemente, no estoy viendo.
El asunto volvió a mi mente en estos días después de ver por televisión la presentación del nuevo libro de Milei, esa que se iba a hacer en la Feria del Libro y terminó siendo en el Luna Park. Prendí la computadora tarde y me perdí el único momento que realmente me interesaba, el de Milei cantando con su banda de amigos. Lo vi después en YouTube: Milei en su mejor luz, definitivamente. Se apura en casi todas las entradas, pero afina, canta con entusiasmo, se mueve bien en el escenario dentro de todo. En un país en que la idea del respeto a las formas y una supuesta elegancia aséptica institucionalista no tienen nada que ver con la cultura democrática realmente existente (lo digo sin juicios de valor: me parece que a estas alturas es eso, una cuestión cultural), una derecha sin fingimientos de ese tipo ni cultora de un buen gusto de clase remanido tiene muchas más chances de prosperar que una derecha clásica, conservadora y fina.
No dudo de que este es parte del secreto de la derrota absoluta del PRO y el radicalismo a manos de La Libertad Avanza. Quiero decir, explica más ese triunfo que el triunfo de cualquiera de ambos sobre el peronismo. Escuchando cantar a Milei, viéndolo agitar a su multitud de fans, entiendo que a pesar de todos sus discursos de odio La Libertad Avanza es una derecha de la que todos podemos ser parte. Una derecha que te invita a pertenecer, que efectivamente lleva su carácter plebeyo en el frente del pecho y te dice que vos podés ser yo, podés estar acá arriba, conmigo. El perfume anticasta se respira en ese escenario con mucha claridad. La estética del PRO era otra, en cambio; la de que te dejamos sentarte en nuestra mesa, pero vos nunca vas a ser nosotros; nunca tendrás nuestros apellidos, nuestra alcurnia; nunca habrás ido a nuestros colegios. La aspiracionalidad de “no serás yo, pero si te esforzás podés llevarme la cartera” es un mecanismo que funcionaba mejor en otra época, cuando las estrellas vivían en el firmamento; ahora que las estrellas viven en Instagram y que la gracia de casi todos los influencers es que no tienen ningún talento que vos tampoco tengas resta más de lo que suma.
Pero me confundió el orden del evento, y terminé viendo casi todo el discurso de Milei a la espera de que efectivamente tocara (cosa que ya había sucedido, yo me enteraría después); ahí el asunto se me hace más complejo. Igual que muchos actores o músicos de temperamento encendido, Milei brilla mucho más cuando está haciendo activamente una performance, cantando, por caso, que cuando tiene que actuar de sí mismo. Cuando le toca encarnar la naturalidad las inseguridades se le ven desnudas; es errático, vueltero, no tiene ritmo. El discurso tampoco parecía tener ni pies ni cabeza: nociones de economía muy sencillas que no se entendía para qué estaba explicando, como si estuviera leyendo un diccionario. Hacía chistes de profesor tan poco comprensibles que tenía que mirar a la audiencia cuando los terminaba para que entendieran que tenían que reírse, y así y todo la reacción era tardía. Todo esto, encima, con una audiencia generosa de gente que lo admira y lo quiere.
A Gerardo Sofovich le importaba levantarse minas, le importaba que las mujeres lo quisieran, aunque lo que él imaginaba que había que hacer para que las mujeres te quisieran estuviera equivocado (y no estaba completamente equivocado, tampoco). Algo sabía el ruso sobre ser galante y encantador, estaba suficientemente en contacto con mujeres como para saberlo y acomodarse a eso
Hay algo que me estoy perdiendo, está claro. Pienso en la reivindicación reciente de la masculinidad, y en los muchachitos jóvenes que vitoreaban a Milei en el Luna Park, y entiendo cada vez menos. No entiendo a cuántos puede interesarles toda esa ñoñada de Wikipedia que recitó el presidente; no entiendo, tampoco, si él sabe que a nadie le interesa y solo es un gusto que se da. No entiendo cómo se vinculan esa masculinidad argentina que ha recibido una suerte de rebranding últimamente y esta exposición absoluta de fragilidad que hace Milei cada vez que empieza con las clases de economía. Supongo que lo único que tienen en común es la homosocialidad, la gran tendencia de nuestra época a derecha e izquierda, y algo en lo que tengo que seguir pensando.
Cuando yo era chica había en la televisión programas casi iguales a los que hay ahora en Internet: hace pocos días vi en Twitter a un streamer que no conozco explicando, con realmente pocos recursos lingüísticos, que “ellos” habían inventado el concepto de tener a cuatro tipos hablando de sexo alrededor de una mesa. Me causó muchísima gracia, porque claramente él se dirigía a sus competidores, pero lo que decía no tenía sentido en muchos más niveles: cuando yo iba a la primaria Polémica en el bar ya era una marca de mucho peso. No tengo ningún interés en reivindicar ese programa y ese pasado, pero sí en decir algo que ya le he visto decir a mi tuitero gringo favorito, Derek Guy (@dieworkwear), más conocido como “el menswear guy”, un tipo que hace una de las críticas culturales más importantes del momento con la excusa de hablar de sastrería masculina.
Las demostraciones de masculinidad siempre estuvieron un poco más dirigidas a otros varones que a las mujeres, más allá de lo que explícitamente dijeran. Pero hoy esa dirección es total y completa. Reitero, no estoy reivindicando nada, solo describiendo: a Gerardo Sofovich le importaba levantarse minas, le importaba que las mujeres lo quisieran, aunque lo que él imaginaba que había que hacer para que las mujeres te quisieran estuviera equivocado (y no estaba completamente equivocado, tampoco). Algo sabía el ruso sobre ser galante y encantador, estaba suficientemente en contacto con mujeres como para saberlo y acomodarse a eso.
Ya no vivimos en ese mundo. Vivimos, en cambio, en un mundo que se parece mucho más a la ortodoxia religiosa en la que yo crecí, en la que los hombres y las mujeres casi no pasan tiempo juntos y se van interesando cada vez menos por el universo de los otros. Es un círculo vicioso, porque cuanto menos se mezclan esos ámbitos más efectivamente incomprensibles son el uno para el otro. Siento que un poco de ahí viene ese desconcierto total que me produce la clase de economía de Milei, su manejo torpe y su falta de un encanto que intente apelarme a mí. Voy a tener que intentar entenderlo, de todos modos, si la política va a quedar del lado de los nenes por los próximos cuatro años por lo menos.
TT/MF