“Un amigo íntimo y un enemigo odiado siempre han sido para mí exigencias requeridas por mi vida de sentimiento; sabía cómo conseguírmelos de nuevo, tanto a uno como al otro, y no es extraño que mi ideal de infancia se haya realizado a punto tal que mi amigo y enemigo hayan coincidido en la misma persona”, escribe Freud en una carta a Fliess.
Así narra uno de los núcleos de su neurosis, que no solo le perteneció toda la vida (por su lucha con discípulos amados a los que, luego, expulsó del psicoanálisis), sino que es más común de lo que nos imaginamos.
¿Qué es analizarse? Es trascender esta estructura basada en, por un lado, amar a unos y, por otro lado, odiar a otros; que esta disyunción deje de ser una exigencia sentimental. Porque sabemos cómo termina eso: los amados de hoy son los odiados de mañana. Y esto vale para la política, pero también para una relación de pareja cuando alguien –sin matiz– pasa a decir que tiró a la basura los mejores años de su vida con tal o cual.
¿Qué produce esta exigencia neurótica? El delirio de traición, la incapacidad para duelar un vínculo, el horror a la soledad y la voz propia, el refugio en la camarilla, la segregación. ¿Cómo se reconoce a alguien que se analiza? Cuando hablar con esa persona no te pone de un lado u otro; cuando su capacidad de escuchar es superior a la de juzgar; cuando no te quiere como amigo ni enemigo; cuando no te quiere comprar ni te quiere vender; cuando es alguien con quien se puede hablar.
Asimismo, el análisis de alguien se reconoce también por la posición que tiene ante sus padres. Esto es lo que se conoce como escena primaria, que consiste en estar como espectador del goce de la pareja parental. Esta posición de espectador, cuando no está analizada, se narra como si el sujeto estuviera en la escena –cuando, en realidad, es un tercero (está afuera).
Poder situar que uno no sabe qué unió o une a sus padres es un umbral que se atraviesa con angustia. Siempre es algo vinculado con el espanto, porque no hay lazo –más que por identificación– que se funde en un ideal.
Reconocer el artificio de la unión de los padres, descompletar el relato familiar, escuchar que lo que se dice que une a dos personas (o lo que los separó) no es más que un velo para un deseo del que no tenemos la menor idea, es un paso importante en todo análisis y un indicador preciso.
Tanto quienes romantizan la historia de amor de los padres, como quienes asumen un desengaño por decepción, no hacen más que confirmar la más básica de las posiciones del neurótico: contar la historia como si hubiera estado ahí, donde nunca estuvo.
Tanto quienes romantizan la historia de amor de los padres, como quienes asumen un desengaño por decepción, no hacen más que confirmar la más básica de las posiciones del neurótico: contar la historia como si hubiera estado ahí, donde nunca estuvo.
A algunos neuróticos esto les ocurre en relación a sus propios recuerdos, cuando algo que cuentan no saben si lo vivieron o se lo contaron; cuando pueden actuar un relato como si les estuviera pasando en ese mismo momento.
Un neurótico es un espectador excluido que se cree en la escena; por eso cada tanto hay que decirle a alguno: “Y vos qué te metes”, o como ya lo dijo Moria: “El decorado se calla”. La neurosis es mirona, pero ese no es el problema, no lo sería si la curiosidad no estuviera mal usada, torpemente, para creer en la escena. El neurótico no tiene la menor idea de nada, pero cree… para no angustiarse.
¿La cuestión sería no creer? No. El escepticismo es tan torpe como la creencia ingenua. Otra cosa es creer en el artificio y poder hacerse la pregunta por lo velado. También tener el valor de admitir que bajo el velo no hay nada. Porque perder el lugar de espectador de esa nada implica sacrificar la posición de hijo.
Ahora sí, entonces, el deseo de hijo. Expresión que puede ser leída de dos maneras: por un lado, desear como hijo –algo que, como ya vimos, es propio de la neurosis; por otro lado, el deseo que lleva hacia la filiación.
Sin duda es preciso haber hecho algún tratamiento de la propia posición de hijo para que la llegada de un niño no sea apenas una continuación de la estrategia con que la neurosis busca espiar su parentalidad; es lo que ocurre con los padres que les preguntan todo el tiempo a sus hijos cuestiones que tendrían que decidir ellos.
Lo que alguna vez llamé “destitución parental”, basada en el refuerzo de la inseguridad con que los padres viven su función, y el modo en que no quieren estar jamás en el lugar de quienes puedan ser vistos como “malos” o “enemigos” de sus hijos, lleva a pensar en una neurosis filiatoria. Es necesario volver a pensar, entonces, en el deseo de hijo –en sentido estricto.
En primer lugar, aunque siempre sea deseo de algo, el deseo no tiene objeto. De ahí que la interpretación de un deseo (con la atribución de un objeto; por ejemplo, “vos querés tal o cual cosa”) sea reduccionista. Incluso esto vale para uno de los deseos que parece el más natural, el deseo de hijo.
En el deseo de hijo no se desea un hijo. Como con todo deseo, a través del deseo de hijo se responde a una demanda o expectativa. Así es que, por ejemplo, el deseo de hijo puede tener arraigo infantil, pero no se realiza salvo en situaciones muy puntuales; hoy una de las más comunes es como respuesta desafiante a la finitud biológica.
Más conocidas son otras respuestas: recurrir al deseo de hijo para que la pareja no se separe; a veces también para separarse de una vez por todas; para dejar en suspenso la exigencia laboral; para sentirse joven; para competir con amigo o una hermana; etc. Las opciones son múltiples y lo importante es que cada analista se haga una idea de a qué demanda responde su paciente cuando le anuncia que va a tener un hijo y por qué es a partir de ese deseo y no de otro.
Hay personas que se embarazan cuando sus padres se enferman; otras en el medio de una pandemia o de una guerra; pocas veces el deseo de hijo se realiza de acuerdo con una planificación. Los millennials tienen algo de razón cuando dicen que tener un hijo es mucha responsabilidad y que habría que pensarlo mucho antes de lanzarse a semejante aventura.
Los millennials piensan mucho y logran mantener a raya el deseo de hijo. Tanto que, después, cuando quieren, a veces casi no pueden; porque el deseo de hijo no se delibera, no se pauta, sino que es uno de los deseos más primitivos y su refuerzo inconsciente es difícil de controlar.
Nunca se sabe bien qué se desea cuando se desea un hijo; ninguno de los ideales (de crianza, de amor, de cuidado, etc.) explica por qué, de vez en cuando, alguien responde a una demanda a través de un deseo de hijo.
Responder a una demanda con un deseo es lo más humano que hay. Es responder de un modo que no es la satisfacción de la demanda. Es responder con la insatisfacción. Ese es el deseo, la insatisfacción.
Ahora bien, por qué a veces se responde con ese tipo particular de insatisfacción que es un hijo, eso ya es otra cosa; aunque lo que es claro, es que más que algo normal, lo más sensato es que no haya deseo de hijo. Que ante una demanda, alguien pueda hacer una regresión que recupere ese deseo infantil –de hijo–, lo traiga al presente, en lugar de hacerlo con otro deseo, esto sí es extraño.
Como todo deseo infantil, el de hijo, necesita una relación con un anhelo preconsciente para abrirse paso. Ese anhelo es el que hoy falta, porque es el menos acorde a la realidad y sociedad en que se vive.
El deseo de hijo tiene su origen en la infancia, es un deseo infantil –como todo deseo que se precie de tal–, pero curiosamente solo puede realizar cuando quien lo porta es capaz de perder su posición de hijo. Paradójicamente, para acceder al deseo de hijo es preciso dejar de desear neuróticamente como un hijo.
LL